Era un laurel alto y añoso, y para entonces ya había adoptado el característico aspecto sombrío. Estaba en el jardín de la casa vecina y casi todos los días me trepaba a la medianera para observarlo. Nunca había visto un árbol tan callado y meditabundo.
Pasé años admirándolo hasta que un día nefasto lo talaron y dejaron un muñón negro e incomprensible. "Juntaba muchos bichos", alegaron. Lloré de rabia, pero, como toda herida, dejó una lección. No iba a permitir que algo así ocurriera de nuevo, si podía evitarlo.
Poco después, llegaron a otra casa de la cuadra unos nuevos vecinos. En su patio habitaba una majestuosa palmera que me fascinaba desde pequeño. Ahora, si un laurel junta bichos, una palmera alberga todo un ecosistema. Veía venir otra tragedia. Así que les toqué el timbre, me presenté y les pregunté qué pensaban hacer con la palmera. Se quedaron mirándome. Como se mira a un loco, más o menos. Por fin, me dijeron que nada, que no iban a hacer nada. "No la van a talar, ¿no?", insistí. "Por supuesto que no", respondieron. Treinta y cinco años más tarde, esa magnífica Phoenix canariensis sigue allí. Gente de palabra, los Aguirre.
Una noche, poco tiempo después, advertido sobre mi manía arbórea, mi padre me comunicó que iban a tener que talar el fresno de la vereda.
-¿Puedo saber por qué? -pregunté, conociendo la respuesta.
-Porque ahí va el nuevo garaje.
-Ya lo sé, ¿pero por qué sacar el árbol?
-¡Porque no se van a poder entrar los autos!
-Eso es clarísimo. Pero ¿por qué talar el fresno? ¿Por qué no moverlo?
-Ah, ¿eso se puede hacer? -acusó mi padre, atónito.
Era un fresno joven, de unos 100 kilos y algo más de dos metros; estábamos en invierno y eso jugaba a mi favor. Al día siguiente, ante la mirada entre divertida e inquieta del vecindario, llevé adelante, con la ayuda de varias personas, el estrafalario trasplante. Me cargaron hasta los monaguillos de la parroquia.
Pero la última palabra la tenía el árbol, que al llegar la primavera explotó en brotes y regresó de su pequeña transmigración fortalecido. Tres décadas después, es tan enorme que su copa sobresale en las fotos satelitales de Google Maps.
De visita en la casa paterna, una vez independizado, vi en el jardín un retoño elocuente. Hijo de los de la calle, un fresnito oteaba el horizonte a 25 centímetros del suelo y a medio metro de la galería. Imaginé que crecería, levantaría las baldosas y alguien buscaría una motosierra. Así que tomé el tallo entre el pulgar y el índice y le dije a mi madre que iba a arrancar esa plantita, porque se volvería un árbol grande. Impredecible, pero sabia, me respondió:
-¡Pero no! ¡Dejalo, pobrecito!
Solté el tallo y confié en el destino. Hoy sigue ahí, imponente como su par de la vereda; lo bauticé, por supuesto, Yggdrasil.
Hace 28 años hice un viaje a Bariloche y me traje en el bolsillo una semilla de araucaria. La planté en una latita y germinó. Creció hasta que hizo falta una lata más grande y, luego, otra más. Cuando entendí que aquel arbolito tenía ganas de vivir mil años, le dije:
-Te prometo que un día te voy a sacar de esa maceta.
Hoy tiene casi tres metros y aguarda con paciencia verde. Si Dios quiere, el próximo invierno saldrá por fin de su dilatado cautiverio.
Cinco años atrás, un arbolito lustroso empezó a crecer con prisa en mi jardín. No lo reconocí al principio. Bueno, sí, pero no podía ser. Así que le saqué una hoja, la estrujé y la olí. No podía ser, pero era. Era un alcanfor. ¿Cómo había llegado allí?
Como llega la vida, incontenible. El nuevo estacionamiento del diario estaba poblado de alcanfores. Bastó una semilla en mis zapatos, tal vez en el ruedo del pantalón, para que este nuevo espécimen germinara al lado del fresno, cerca de la palta, a pocos metros del ligustro, la glicina y la araucaria. Mis amigos.
A. T.
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