lunes, 20 de febrero de 2017
HISTORIA DE UNA VIDA; PALOMA HERRERA
Dejando de lado a nuestros hijos (que para cada uno de nosotros son los más extraordinarios), pocas veces la vida nos da la oportunidad de asistir al nacimiento de un talento absolutamente fuera de lo común.
Por una jugada del azar, a mí eso me ocurrió con Paloma Herrera, que acaba de ser nombrada directora del cuerpo de baile del Teatro Colón. Yo era una madre joven y ella, una preadolescente que ya dejaba sin adjetivos a quien la admirara mientras estudiaba con la legendaria Olga Ferri, en el estudio de Marcelo T. de Alvear y Uruguay.
Había llegado a ese pequeño planeta en el que se fraguaban las tramas de ilusiones, sacrificios impensables y, de tanto en tanto, triunfos inesperados de la mano de una de mis hijas, que, a los siete años, se debatía entre los libros y la magia del ballet clásico.
La clase se iniciaba puntualmente cuando Olga ingresaba al salón, siempre impecable, toda de negro y con zapatillas de media punta. Como suele ocurrir en esos lugares donde uno se encuentra diariamente durante años con las mismas personas, el estudio era un mundo de historias. Algunas chicas llegaban temprano con sus carpetas y aprovechaban para hacer tareas escolares entre clases, otras abandonaban la secundaria a mitad de año para poder dedicarse a una disciplina que no hace concesiones. Una de ellas, que se esforzaba más allá de sus propias fuerzas, se había instalado en Buenos Aires con su abuelita y con la esperanza de ingresar en la escuela de danza del Colón. Oscar Martínez, ya entonces un actor reconocido, causaba un pequeño revuelo entre las mamás cuando venía a buscar a una de sus hijas.
Muy pronto, tanto los que asistían a las clases de Marisa Ferri, encargada de introducir a los más chicos en la gramática de la danza, como los que luego pasaban a estar bajo la tutela de Olga, todos advertimos que en el estudio había un talento de esos de uno en un millón: Paloma. A sus poco más de diez años, eran tales la destreza y la perfección de sus movimientos, el arco de esos pies de acero, que nos agolpábamos en la puerta del salón para observarla.
Maestra y alumna eran una pareja hechizante. Paloma bailaba como envuelta por la mirada extasiada de Olga, que, con una leve inclinación de cabeza o un breve gesto, aprobaba o desaprobaba cada milimétrico detalle del movimiento. Tenía una energía inagotable y una autoexigencia ilimitada. En una ocasión, mientras con 14 años se preparaba para un concurso en Varna, la vimos hacer 64 giros (fouettés) seguidos con precisión suiza y ponerse roja de ira porque, al terminar, sus pies no se habían plegado exactamente como deseaba.
A veces venía a buscarla su madre, Marisa, y contaba anécdotas de su pequeña maravilla. Por ejemplo, que por decisión propia se levantaba a las cinco y media para prepararse para sus clases en el Colón (que empezaban a las ocho). O que jamás quería tomarse vacaciones.
Después de Varna ya no volvimos a verla más que sobre el escenario. Por invitación del maestro Héctor Zaraspe, integrante del cuerpo docente de la Juilliard School of Arts, se fue a cursar un semestre en la escuela del New York City Ballet, donde tomaba clases hasta los domingos Menos de una semana antes de volverse de Nueva York, Paloma se había enterado de que estaban realizando audiciones para incorporarse al American Ballet Theatre. Casi no la dejan por la edad y porque las audiciones habían finalizado el día anterior, pero le permitieron tomar una clase. Al terminar, se convirtió en bailarina de una de las compañías más prestigiosas del mundo, donde luego sería la más joven de la historia en ser nombrada principal dancer.
Por eso, aunque vuele cada vez más alto, no hay caso: siempre la recordaré como esa jovencita incandescente de sus inicios, hace un cuarto de siglo.
N. B.
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