domingo, 26 de febrero de 2017
SANTIAGO KOVADLOFF Y LA "CASITA DEL TÉ"
Cuál es el tesoro personal de Santiago Kovadloff
El objeto que mantenía el agua caliente para el té es también el resto de un naufragio, ahora convertido en reliquia venerada
Las voces se entrecruzan, se enciman, se persiguen, y juntas llenan el sobrio departamento de la calle Julián Álvarez en el que, cada domingo, los abuelos Ana y Cecilio reciben a sus siete hijos y sus familias. En medio de aquella algarabía salpicada de risas y palabras en ídish, un chico se detiene ante una pequeña mesa de madera oscura ubicada a la entrada del comedor. Allí, sobre un mantel blanco, se alza aquello que lo desvela. Sabe que ese samovar de níquel y cobre que él llama "casita de té" procede de Rusia, un sitio de resonancias exóticas aún impensable para su edad. Sus abuelos lo recibieron al casarse, poco antes de dejar su tierra, y lo trajeron entre su equipaje a la Argentina. "Era un objeto extraño que yo no veía en ninguna de las casas que frecuentaba. Cuando iba a lo de mis abuelos lo miraba fascinado -dice Santiago Kovadloff-. El samovar me hablaba, pero de cosas que sólo entendería mucho después."
Aquello ocurría a mediados del siglo pasado. En 2002, tras la muerte de Fany, la menor de las hermanas de su madre, Kovadloff heredó aquel samovar fabricado en 1898 que ahora resplandece en el comedor de su casa. Ya no tenía 9 años sino 59, pero aquel objeto que amaba todavía encerraba para él más misterios que certezas. Lo enfrentaba, como antes, al enigma del origen. Sus cuatro abuelos habían llegado a la Argentina en la primera década del siglo XX desde lo que luego sería Ucrania, huyendo de los pogroms zaristas. Los cuatro recalaron en Urdinarrain, Entre Ríos. Los paternos, nacidos en Odesa, pasaron mayores apremios que los maternos, que venían de Kiev con el samovar en la valija y abrieron un almacén de ramos generales. Los padres de Santiago crecieron en los campos que rodeaban al pueblo. Se habrán cruzado en alguna fiesta, pero -vueltas del destino- se conocerían después, de grandes, en Buenos Aires.
La rama materna era quizá menos culta, pero encarnaba la expresión de viejas tradiciones y vivencias populares judías. Por eso el samovar contiene, para Kovadloff, tanto la atmósfera animada de las reuniones familiares de la casa de Julián Álvarez como la lucha de un pueblo perseguido, condenado a la errancia. Ese objeto doméstico que mantenía el agua caliente para el té mediante el carbón que se colocaba en su base es también el resto de un naufragio, ahora convertido en reliquia venerada. "En él veo a los hombres y mujeres de Kiev y Odesa que de algún modo fui en quienes me precedieron y hoy me habitan como ceniza residual", dice el filósofo y poeta. La idea de sucesión, señala, hace del pasado algo vivo, proyectado además hacia el futuro. "Así como estamos prefigurados en nuestros mayores, también albergamos ya al que no somos todavía y a quienes serán después a través de nosotros."
En el lento goteo de las generaciones, Kovadloff sabe que algún día el samovar pasará a la casa de su hija Valeria, y después a las de sus nietos. Antes, el escritor, acaso mirándolo como lo hacía de chico, intentará sacarle otros secretos de los muchos que todavía guarda. Hasta ahora, las historias que reunió alrededor de este ícono familiar le han llegado por relato de parientes o por lo que le ha dejado saber su superficie. Sin embargo, sabe que dentro guarda voces olvidadas. Las escuchó cuando era niño.
¿Cuántas historias más podría contarle este samovar posiblemente fabricado en Tula, cuyo uso se extendió en Rusia durante la segunda mitad del siglo XIX, si él supiera frotarlo en el lugar indicado como una lámpara de Aladino? Liberaría relatos de pérdidas y encuentros, de sueños que han quedado en el camino y de otros realizados, pero sobre todo haría sonar de nuevo las piezas que su abuelo Cecilio tocaba en el violín. "Si yo pudiera encontrar el punto exacto -dice Santiago-, esas melodías volverían hasta mí."
H. M. G.
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