viernes, 17 de febrero de 2017

¿TE ACORDÁS DE RÍO?

- "Es como si hablaras de una mujer de la que estás enamorado", me dice mi hijo, un poco en broma, cansado tal vez de escuchar la sucesión de frases altisonantes que dan cuenta de mi encandilamiento. Tiene razón. Desde que llegamos a esta ciudad, a la que no venía hacía más de veinte años, no he dejado de admirarla con los ojos conmovidos de quien se reencuentra con un viejo amor. Todo me resulta conocido -las lanchonetes y el color inconcebible de sus sucos, el estruendo de las voces en las calles, el zumbido de la muchedumbre de los vendedores en la playa, la sensualidad de la lengua, el olor penetrante que lo envuelve todo-, y sin embargo todo es de algún modo nuevo y sorprendente. En la ambigüedad que imponen alternadamente esa familiaridad y esa extrañeza reside parte del encanto.

Sobre Visconde de Pirajá, la avenida que atraviesa hermosamente Ipanema, esta mañana esplendorosa de sábado sucede uno de los grandes espectáculos que Río tiene reservados para el visitante más curioso: el mercado de la plaza Nossa Senhora da Paz. En esa romería a cielo abierto destellan las verduras y las frutas, muchas de ellas de apariencia insólita: maracuyás, acerolas, cajús, pitangas y guayabas se ofrecen en toda su exuberancia de colores y formas, mientras los feriantes vocean los atributos de su mercancía; deslumbran también las plantas, muchas de ellas de hojas enormes y gruesas nervaduras, porque todo en este paraíso de aire deliciosamente tropical es exuberante e intenso, incluso un poco desaforado, desmedido como el espíritu carioca, que modelado a imagen y semejanza del paisaje en que ha nacido es dado a la fiesta dionisíaca, al disfrute, a la celebración.
Río es también el reencuentro con Caetano y Chico, con Ney Matogrosso y Gilberto Gil, con Glauber Rocha y Nelson Pereira dos Santos, con Marilia Pera y Sonia Braga, con Cazuza y Raúl Seixas. Es volver a caminar por las playas de Ipanema y Leblon dejándose arrobar en el crepúsculo por la escandalosa hermosura de la postal que ofrece el morro Dois Irmãos.

 Es el sol abrasador del mediodía, del que conviene buscar refugio en un almuerzo ligero (uma porcão de lulas, batatas fritas y mais um chope, por favor), y es la brisa fresca del atardecer que sucede a la súbita y fugaz llovizna que ha venido a aliviar los ardores de la piel. 
Es la falta de prejuicios, la felicidad de aventurarse a ser uno mismo sin el peso de la severa mirada del prójimo, la estación más próxima a la idea siempre huidiza de la libertad.
Conocí Brasil hace más de treinta años, sin siquiera haberlo visitado. Quien fue mi maestro en este oficio me regalaba cada tanto un cassette que reunía a algunos de sus más grandes músicos populares, y a través de esas canciones de géneros variadísimos, pero siempre cautivantes (samba, bossa nova, frevo, forró), fui enamorándome de ese paisaje sonoro que es una celebración de la diversidad. Un tiempo después de ese aprendizaje viajé a Río por primera vez, y ese bautismo dejo en mí una sensación que hasta entonces desconocía: nunca me había sentido tan libre, nunca me había atrevido de tal manera a ser yo mismo.


Creo que aquella educación estética y sentimental comenzó con Caetano Veloso, cuya voz tersa sigue acompañándome hasta hoy, arrullándome y dándome abrigo como una vieja canción de cuna. Todos los demás vinieron después, cada uno de ellos con sus encantos, pero la de Caetano continúa siendo la voz que quisiera que me acompañe si algún día debo retirarme solo a una isla desierta con la compañía de dos o tres cosas que me resultasen esenciales.

 Es probable que eligiese Cinema transcendental, para mi gusto uno de sus álbumes más perfectos.
Esta vez he cometido pecado. No pertenecen a Caetano las canciones que murmuro mientras recorro la ciudad, sino a Chico. Son dos amores distintos, unidos por el amor a la ciudad que me esperaba.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.