Cuando el hombre de la montaña cierra los ojos le vienen a la memoria aquellos 17 cóndores que lo visitaban en el precipicio.
Llegaban de dos en dos a curiosear y lo seguían camino arriba, y el peregrino les sacaba fotos y podía sentir de cerca el batir de las alas y ver cómo torcían, al pasar, sus majestuosas cabezas para observarlo.
Se le terminó rápidamente el rollo y hubo un momento en el que sintió que las 17 sombras lo sobrevolaban y le nublaban el día.
Estaba tranquilo porque esas aves, generalmente, se alimentan de animales muertos, aunque por el instinto se daba cuenta de que tal vez no fuera una danza de bienvenida, sino la luctuosa ronda de una espera.
Los cóndores aguardaban, acaso, que el solitario andinista resbalara y cayera, y pudieran, entonces, merendárselo con premura.
Ellos empiezan siempre por los puntos más blandos de los cadáveres: los ojos y la lengua. Tienen picos poderosos y cortantes, y dicen los zoólogos que pueden deglutir hasta cinco kilos de carne por día.
Nada de esto, sin embargo, inquietaba a Carlo Bottazzi, que pocas veces siente temor en las altas cumbres. Bottazzi es un inmigrante que llegó de Italia en 1948 huyendo de la miseria y de las secuelas amargas del fascismo, que se asentó en San Carlos de Bariloche y que realizó durante tres décadas rescates dramáticos en montañas, cerros, montes y ventisqueros.
Fue 16 años jefe de la Comisión de Auxilio del Club Andino y tuvo una vida llena de aventuras.
Es hoy un anciano retacón de manos diminutas pero recias: garras para sostenerse en los abismos. Nos encontramos en un café de Bariloche donde la gente no deja de saludarlo.
Algunos, sin embargo, no le tienen tanta simpatía en esta ciudad. Bottazzi tropezó hace no mucho con una montaña metafórica pero muy filosa llamada Erich Priebke, quedó herido ante la opinión pública y lo sobrevolaron sombras carroñeras.
Quiere hablarme ahora de esa desgraciada expedición hacia el desengaño, pero yo prefiero concentrarme primero en los arriesgados escalamientos y en las frías cordilleras.
La prehistoria de sus andanzas está sembrada de trabajo. Fue técnico en máquinas de escribir y de coser, y puso un taller para reparar radios, motos y cocinas.
Vendió autos y fabricó artículos de andinismo: mosquetones, clavos, grampones, martillos y piquetas. Construyó galpones, comercializó material fotográfico, alfajores y galletitas; abrió un restaurante y administró la concesión del teleférico cerro Otto. Tuvo subidas y bajadas, reveses económicos, hipotecas y disgustos.
Durante la dictadura militar encabezó el “barilochazo” y fue detenido y llevado a los cuarteles, donde experimentó más miedo que en ninguna ladera montañosa.
Un teniente coronel, que lucía una esvástica en su escritorio, lo recibió acusándolo a los gritos de “subversivo”.
Se salvó porque Bottazzi era lo que se denominaba “un caracterizado vecino” del lugar: actuaba en defensa civil, era directivo del Rotary Club y había salvado muchas vidas acudiendo en auxilio de escaladores imprudentes y extraviados.
Después, militó en el radicalismo y fue incluso votado como concejal, aunque la política evidentemente no era lo suyo.
Lo suyo era dormir con la mochila armada junto a la cama y estar dispuesto a recibir una llamada a cualquier hora, dejar todo de lado, organizar por teléfono un rescate y subir a una montaña sin saber con certeza si regresaría a su casa sano y salvo.
Su vocación queda en evidencia cuando entona en italiano la vieja canción de los montañistas, que era un código de clase en los fogones y refugios alpinos: “Allá arriba por las montañas, entre bosques y valles de oro, tras rocas y piedras, se escucha una canción de amor”.
Descubrió que ese paraje de la Patagonia era su lugar en el mundo de muy joven, y trabó relación con andinistas entusiastas pero modestos que le enseñaron a trepar por paredes escarpadas.
Trepó en solitario la pared Leürs, que es el lado difícil de un cerro fácil: el López.
No llevó sogas y cuando alcanzó una sobresaliente de la pared vio que se le habían acabado los clavos. Se salvó porque efectivamente debe existir nomás el dios de los principiantes.
Desde entonces no se privó de escalar las vías más tortuosas del Catedral y el Tronador, dos montañas bajas; el Lanín, los Hielos Continentales y el maldito Fitz Roy, que es uno de los objetivos más riesgosos y sacrificados del mundo.
Después de que los franceses hicieron cumbre en 1952, Bottazzi y sus amigos improvisaron un ascenso por la supercanaleta, el camino de mayor pendiente.
Con piquetas, grampones y cuerdas anticuadas, los argentinos subieron 1500 metros por un plano vertical donde había que dormir colgado y aguantar los días cortos y las intemperies largas.
No pudieron hacer cumbre y volvieron a intentarlo en verano, donde hay avalanchas frecuentes y deshielos con desprendimientos del tamaño de heladeras que les pasan raspando a los escaladores mientras intentan subir.
Cuando faltaban nada más que 400 metros para llegar a la meta, extremadamente cansados, Bottazzi y su compañero percibieron que tenían una tormenta encima y que seguir adelante era una verdadera locura.
Pero de esas demencias están hechas precisamente las grandes tragedias de los Andes. Tomaron entonces una decisión valiente: fueron cobardes.
A veces la humildad te salva el pellejo. Si hubieran seguido unos metros los habría arrasado el temporal, el hielo y las piedras. Se tragaron el orgullo y emprendieron el regreso.
Infinidad de veces Bottazzi y sus amigos se largaban a esas expediciones suicidas sólo para librarse del aburrimiento. La tarea de rescatista lo volvió más responsable y consciente.
Es que de pronto se acostumbró a buscar días enteros a chicos perdidos en la montaña y a bajar heridos graves en camillas o cadáveres en bolsas de lona.
En una de sus primeras misiones, Carlo formó parte de la patrulla que buscaba un avión desaparecido, un Viking que según inferían podría haberse estrellado en algún rincón de la falda del cerro Pontoneros.
Partieron desde el refugio a pie y con una noche de lluvia y caminaron en la helada oscuridad hasta el amanecer. Unos baquianos los ayudaron a localizar el Viking: todos sus ocupantes habían muerto.
El hombre de la montaña fue desarrollando una necesaria indiferencia frente al horror.
Temperamento de cirujano
Conoció voluntarios que se espeluznaban frente al espectáculo y había que bajarlos también a ellos en camillas. Bottazzi adoptó un temperamento de cirujano, y en el momento justo nunca se dejaba impresionar.
Sólo mucho después, cuando ya estaba en su casa tomando una sopa caliente o un trago, percibía que algo sutil y profundo le había cambiado por dentro.
Volvió a intervenir a propósito de otro accidente aéreo cuando en 1973 salió a buscar un avión oficial que había chocado contra el cerro Pichi Leufú.
Las patrullas se dispersaron y recorrieron un laberinto nevado de kilómetros y kilómetros sin tener noticias y sin radios para comunicarse, completamente ciegos por un viento blanco que no traía buenos augurios.
Bottazzi tuvo principio de congelamiento en un dedo del pie, y se vio en la encrucijada de abandonar la búsqueda. Esas decisiones, en la alta montaña, son las más difíciles.
Al final encontraron la nave quebrada y los cadáveres. Entre ellos yacía un médico y compañero de los rescatistas: estaba destrozado.
No fue la última vez en que Carlo debió recoger los restos de un amigo: un día lo llamaron para que subiera al López y trajera de regreso a otro camarada experimentado que, sin embargo, había cometido un error de novato, se había desbarrancado y se había roto la cabeza.
Los hombres de Bottazzi subieron y bajaron enlutados. Todos ellos trabajaban ad honorem y a destajo, sin esperar reconocimientos y jugándose el cuello.
Les tocaron épocas tecnológicas menos benignas: no tenían celulares ni handies, las herramientas eran pesadas y todo se hacía con más coraje que logística.
Cada vez que alguien desaparecía en una montaña, la radio local convocaba a los miembros de la Comisión de Auxilio, había cadena de avisos por teléfono y se detenían las funciones de cine para hacer un llamado a los socorristas que podían estar esa tarde o noche entre el público.
Ateo convencido, pero respetuoso de las creencias ajenas, Carlo reconoce que las experiencias le moldearon el carácter, le dieron temple y un sentido de la paciencia, y lo prepararon para las incongruencias de la vida cotidiana.
Ya retirado, ya noble anciano, Bottazzi estudia filosofía para entender mejor de qué trata la existencia.
Es curioso: no hay nada productivo en subir una montaña. Pienso, y se lo digo en este café de Bariloche donde estamos conversando, que los hombres nos inventamos montañas verdaderas o imaginarias sólo para poder vencerlas.
Agustín Viale, un viejo escalador, me ha contado que él y Bottazzi subieron la picada del cerro Tronador cuando eran jóvenes y que lo hicieron en pleno invierno, sólo para demostrarse a sí mismos que podían desafiar los peligros y las dificultades.
Afortunadamente, los hizo recapacitar una tormenta y, cuando regresaban, descubrieron que se inundaban los terrenos y desbordaban los ríos y lagos.
Bottazzi, que iba adelante con una linterna, cayó en un pozo profundo. Viale vio la luz cuatro o cinco metros bajo el agua. Ni Viale ni Bottazi sentían fatiga: era divertido jugar a la ruleta rusa y salir con vida para contarlo.
Clavo, anilla y rapel. Sogas, trepadas y descensos. Oxígeno, esperanzas y dolor. La ruta de Carlo está signada por esos elementos y sensaciones.
Voló a Chile con el ejército por el terremoto del volcán Osorno, subió hasta el refugio y rescató de entre las ruinas de madera a unos pocos sobrevivientes.
Tiene tantas anécdotas y estuvo en tantas operaciones, que podríamos quedarnos una semana entera recordándolas. Se detiene, al azar, en el refugio Jacob, cuando a tres adolescentes, como a tantos otros, se los tragó la montaña.
Abajo esperaban los padres, ateridos de terror y dudas. Carlo guió a sus hombres hasta cerca de Colonia Suiza y ascendió a pie, buscando con la vista y el corazón, en aquel desierto blanco.
Los hallaron sobre una piedra: dos de ellos todavía respiraban, semicongelados, dentro de bolsas de dormir. El tercero había caído varios metros más allá: parecía desmayado pero estaba muerto.
Una noche sin abrigo en la Cordillera es suficiente para morir. Les dieron masajes y ginebra a los bellos durmientes, los bajaron a pulso por la picada y los internaron en el hospital de Bariloche.
La irresponsabilidad de los turistas amateurs produce infinidad de casos idénticos todos los años. Los rescatistas no pueden hablar mucho puesto que antes de ser andinistas responsables fueron irresponsables escaladores de lo imposible.
Búsqueda desesperada
En 1977 el gobernador de Santa Cruz, un comodoro que viajaba con su esposa y varios subordinados, insistió en que su avión Twin Otter levantara vuelo del aeropuerto de Bariloche a pesar del mal tiempo.
Era agosto y hacía un frío terrible. En minutos se cortaron todas las comunicaciones y comenzó la búsqueda desesperada. Gendarmería, el Ejército y la Fuerza Aérea lo rastreaban por toda la zona.
Finalmente, lo localizaron en la ladera oeste del cerro Paleta.
Bottazzi iba en el helicóptero de reconocimiento: tenía ese extraño privilegio porque el lugar era inaccesible por aire y lo necesitaban para que se formara un mapa aproximado del siniestro y luego pudiera guiar con certezas a una comisión terrestre.
Bottazzi subió al cerro por un bosque espeso, con nieve de dos metros, y lo primero que encontró fue una cabeza. El cadáver de la mujer del comodoro había sido decapitado.
Y había unos metros más arriba un bolso lleno de joyas. El Twin Otter estaba deshecho en el fondo de una garganta y todos los tripulantes habían fallecido en el instante mismo del golpe.
Bottazzi sabía que su tiempo se terminaba, que ya no tenía tantas energías como antes, pero tardó todavía varios años en aceptar el retiro
Al final lo hizo con honores, y se dedicó a la política y a los negocios, y a estudiar para aprender y para mantener lúcida su mente.
Habría tenido realmente un suave aterrizaje otoñal si no hubiera sido porque conocía a Erich Priebke y, como la mayoría de la sociedad barilochense, le guardaba una gran estima.
Priebke fue durante cincuenta años un vecino ejemplar y solidario después de haber sido un cruel e imperdonable asesino.
En 1994, creyendo que los horrores de la memoria también prescribían, cedió al ego de darle una entrevista a una cadena de noticias internacional.
Los fantasmas de 335 italianos ultimados en lo que se denominó la Masacre de las Fosas Ardeatinas regresaron de pronto para ajustar cuentas.
Priebke fue miembro de las SS y cumplió una orden de Hitler: por cada alemán muerto a manos de la resistencia debían ejecutar a diez italianos.
El 24 de marzo de 1944 Priebke y sus camaradas llevaron a 335 personas a unas minas abandonadas en las afueras de Roma y las mataron, en grupos de a cinco, con tiros en la nuca.
Después, el nazi huyó a la Argentina y se radicó en Bariloche, donde se reconvirtió en el más pacífico y activo habitante de esa comunidad bucólica.
Bottazzi era vicecónsul de Italia en Bariloche y no podía creer que aquel hombre aparentemente cabal hubiese cometido semejante carnicería.
Desde esa llanura sintió que la opinión pública cometía una terrible injusticia con su vecino y que él estaba obligado, por honor, a escalar esa montaña y rescatarlo.
Lo hizo con el mismo empeño y ardorosa bravura con que había emprendido otras misiones. Se volvió ciego y sordo a los argumentos y, acostumbrado a dar la palabra, confió en la palabra de Priebke, quien le juraba inocencia.
Carlo renunció al consulado y dio batalla, ganándose involuntariamente enemigos donde él tenía grandes amigos de siempre: en la comunidad judía.
De pronto, Carlo Bottazzi, antifascista, crítico público de la dictadura, militante radical, concejal de la democracia y propalador de las ideas libertarias y de la tolerancia, estaba en el centro de las broncas y del huracán.
Una tarde, Carlo visitó a Priebke, que ya estaba bajo custodia, y le dijo: “Vos sos inocente; no esperes la extradición. Presentate en Roma y aclará todo”. Priebke le respondió que no confiaba en la justicia italiana.
“Bueno, entonces andá directamente a la Corte de La Haya”, le sugirió el hombre de la montaña. Pero el alemán no estaba dispuesto. Carlo se fue aquella tarde con una espina de incredulidad clavada en el corazón.
Luego vio que Priebke había contratado a un costoso abogado que antes había defendido a los genocidas del Proceso, y ese dato le dio escalofríos.
El nazi fue deportado a Italia y juzgado con dureza, y tiene actualmente detención domiciliaria. Bottazzi sabe finalmente que su vecino era culpable, y siente los raspones en el alma que le dejó aquella fiera equivocación.
Priebke fue, al fin de cuentas, la montaña más resbaladiza de toda su carrera.
Hace poco Carlo le envió una carta para pedirle que antes de morir abriera la ventana y gritara su culpabilidad por “haber aceptado formar parte de las SS y también por haber aceptado la barbarie que ello significaba.
Gritá que estás arrepentido y que el grito sea tan fuerte como para que lo escuchen los vivos y los muertos. Abandoná tu insensato orgullo militar?Gritalo fuerte antes de morir”.
Al final, la carta de Carlo Bottazzi señalaba: “Yo que también estuve junto a vos, y me he sentido engañado y por eso me alejé, si escuchara ese grito me sentiría reconfortado y lloraría contigo por todos los que ya no están”. Priebke jamás respondió a esa carta dolida.
Ahora Bottazzi tiene los ojos nublados, y entonces le pido que nos alejemos de las Fosas Ardeatinas y volvamos a la montaña. Carlo recupera un poco el brillo y me pregunta qué quiero. Es muy simple.
Quiero que cierre los ojos como si se estuviera muriendo y me cuente qué ve allá en las altas nieves. Ve a los 17 cóndores, y también las huellas de un puma dentro de las huellas de un venado.
El rescatista seguía al puma y éste al venado: una extraña persecución inútil que duró horas y que simboliza acaso los vanos pero gloriosos intentos del ser humano por alcanzar lo inalcanzable.
Carlo me dice, con los ojos cerrados, que hay un refugio y un fogón. Las caras tiznadas por el cansancio y el viento.
Y el café y las voces nostalgiosas de lo que se ha perdido o perderá: “Allá arriba por las montañas, entre bosques y valles de oro, tras rocas y piedras, se escucha una canción de amor”.
CARLO BOTTAZZI Decano de los rescatistas de montaña
Vida : nació en Vigevano (Italia) en 1930. Se afincó en Bariloche en 1953. Tiene de su primera esposa 2 hijas y 4 nietos. Y 2 hijos y 3 nietos del primer matrimonio de su actual mujer, a los cuales siente como propios. Estudia filosofía.
Trabajos : fue técnico de máquinas de coser, radios, motos y cocinas. Vendió autos. Fabricó equipos de andinismo. Se dedicó a la industria de la alimentación, abrió un restaurante y tuvo múltiples negocios.
Cargos : fue concejal de la ciudad de Bariloche, presidente del Rotary Club, miembro de Defensa Civil y vicecónsul de Italia en esa ciudad.
Aventuras : fue un notable escalador de montaña y luego un socorrista a lo largo de tres décadas. Y fue jefe de la Comisión de Auxilio del Club Andino durante 16 años. Salvó cientos de vidas.
Relato extraído del libro “La Hermandad del Honor” de Jorge Fernández Díaz
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