jueves, 23 de febrero de 2017
ANECDOTARIO; NORMA ALEANDRO
Fue su muñeco preferido de niña, después lo perdió y muchos años más tarde lo reencontró para recordar que los milagros existen
Norma Aleandro conoció el amor a primera vista a los 5 años. Llegó en una caja de madera que sus padres, actores siempre de gira, enviaron al departamento de Cangallo y Callao en el que ella vivía con su hermana y su abuela. Amaban esos regalos que el correo traía desde lugares distantes. Esta vez, las chicas se deslumbraron con unas réplicas de los Siete Enanitos hechas de material, muy bien pintadas, que desde ese día incluyeron en sus juegos. Faltaba Blancanieves, pero Norma no la echaba de menos. Tenía su preferido, Picardía. Era el más chiquito de todos y no se separaba de él. Le había robado el corazón con el arma infalible de los torpes y los desaliñados. "La ropa le bailaba -dice Norma-. Como a mí. Mi abuela me la compraba grande y la ajustaba, para que durara más. Y rellenaba mis zapatos con algodón. De ahí mi compasión por Picardía."
Es difícil crecer a la par. Cuando Norma se asomó a las promesas de la adolescencia, Picardía, tras años de juegos y correrías, fue a dar al fondo de un placard. Un día, a los 12, Norma fue a buscarlo y no lo encontró. Rompió a llorar cuando su abuela le explicó que lo había regalado, junto a otros juguetes, a los hijos de la señora que lavaba la ropa. No alcanzaron consuelos ni razones: ella era grande ya, sí, pero quería a Picardía. "Es verdad, no jugaba más con él. Pero yo sabía que estaba ahí. No podía aceptar la idea de no verlo más."
Todo desgarro deja un hueco que la vida llena. El de Norma se llenó de lecturas y de un amor a la actuación que la llevaría a brillar en los escenarios, el cine y la televisión. De la vida de Picardía no tenemos noticias. Acaso anduvo por caminos perdidos, en otras manos, rodando el mundo.
Sabemos en cambio que, a los 28, Norma estaba por hacer Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, junto con José María Vilches en el Museo Larreta. El director, Manuel Benítez Sánchez Cortés, español, buscaba música para la obra, y su primera actriz lo acompañó a recorrer disquerías. Llegaron a una de la calle Santa Fe y allí, desde la vidriera donde se exponían los discos infantiles, les sonrió Picardía. Inconfundible, con sus orejas grandes y su mirada compradora, tenía las marcas que Norma le había hecho de chica de tanto lavarlo y la muesca en la base. Tanta vehemencia puso ella en recuperar lo que era suyo que el vendedor, azorado, buscó al gerente. Y el gerente llamó al vidrierista, que llegó al rato y sorprendió a todos: no recordaba haberlo puesto allí.
"Siempre había creído en los milagros, pero esta era la primera vez que me ocurría uno a mí", dice Norma. Fue recuperar su infancia. Y a su abuela Pepita, su ángel guardián, a quien la unía su devoción por la lectura y una simetría curiosa. Pepita había aprendido a leer a los 20, en Madrid, hurgando a escondidas en la biblioteca de Francisco Pi y Margall, en cuya casa era cocinera. Un día el político y filósofo español la descubrió y a partir de allí la ayudó en su empeño. Décadas después, una Norma adolescente leía libros a hurtadillas en Clásica y Moderna. Francisco Poblet, fundador de la librería, se conmovió con esa colegiala que visitaba el lugar casi a diario. Le dio un sillón para que leyera sin apuro y la guió en el mundo de los libros.
Hoy Picardía descansa sobre un estante de la amplia biblioteca de Norma, tras acompañar a la actriz en todos sus viajes. En el teatro, la esperaba en el tocador. Por las noches, dormía sobre la mesa de luz. Ese atorrante con cara de niño prueba para ella que la vida es una maravillosa obra abierta: no hay guión ni ensayo, no se sabe qué le va a pasar al personaje, pero siempre puede ocurrir el milagro. "Éste para mí no es un muñequito", dice Norma. "Es. Picardía". Y le declara su amor incondicional: "No lo quiero por bello, sino porque lo quiero."
H. M. G.
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