viernes, 17 de febrero de 2017

HABÍA UNA VEZ...



La primera referencia de la existencia de “Floris” que llegó hasta mí fue un regalo: una colonia de lavanda cuya caja tipo cofre aún conservo. Los escudos de su Majestad la Reina y el Príncipe de Gales indicaban más que alcurnia. Esos sellos son reconocimiento de servicio e informan que los productos o bienes que condecoran son usados por la familia real. Se destacaba el nombre de la perfumería por sobre la fragancia, cuyo fresco aroma floral es de esos que no requieren explicación. Decir “lavanda” lo dice todo. En inglés, para decir que uno usa tal o cual perfume, se utiliza el verbo “to wear”, como cuando se viste esta o aquella prenda. Y no está mal. ¿Acaso el perfume no es un vestido para la personalidad?


La segunda mención de “Floris” con la que me encontré por azar estaba en la Guía Taschen de Londres. Decir Taschen es decir ediciones de colección y en este caso fue magia para los ojos y anhelos para el viajero. Dividida en Hoteles, Restaurants y Shops ofrecía ilustraciones y datos exquisitos de esas gemas de la ciudad que no se encuentran en los folletos básicos para turistas apurados. Al lado de una foto con relucientes vitrinas de caoba española leí: “Aunque en Floris, fundada en 1730, ya no planchan los billetes antes de devolver el cambio, como hacían en el Siglo XIX, sí siguen presentándolos en una bandeja de terciopelo. La monarquía británica ha utilizado las fragancias de Floris desde 1820, y sus perfumes hacían las delicias de Noël Coward y Eva Perón. La esencia de madera de sándalo es un auténtico lujo.” Casi en el mismo momento en que relacioné mi perfume de lavanda con la marca me vi presa del asombro por encontrar en el lugar menos esperado una mención de Evita. Me propuse que un día, cuando volviera a Londres, iría en persona a la pefumería.

El plan era tan puntilloso que elegí gastar en el viaje las últimas gotas de mi frasco de lavanda, de manera que al llegar pudiera suplantarla por una nueva botella. Caminando por Jermyn Street en las elegantes calles de St James -donde las marquesinas ofrecen todo lo que necesitan las ladies and gentlemen– uno encuentra tiendas de sombreros, bastones, paraguas, objetos de barbería, sastrería de caballeros, tabaqueras, pijamas de seda y perfumes de colección. En el número 89, casi a la misma altura de Picadilly Circus, se encuentra el local cuya historia se remonta a 1730, cuando aún no se había inventado ni el desodorante.
La historia de esta perfumería manejada por la misma familia desde hace nueve generaciones durante 287 años -sí, casi tres siglos- empezó con un inmigrante de Menorca, España. Juan Floris. Luego de hacer su paso por Montpellier, Francia -la meca del perfume-, llegaba a la futura capital imperial que, definitivamente, aún no lo era. Durante años Juan trabajó como barbero o peluquero en un hotel de St. James, donde hizo contactos y clientela. Su compromiso y boda con Elizabeth Hodgkiss le daría a la pareja -dote de ella mediante- los recursos para comprar una casa en el mismo lugar donde desde entonces está la perfumería, que entre otras virtudes esenciales, se jacta de ser la más antigua de la esplendorosa Londres.
En Devon están la fábrica donde unas 150 personas producen los perfumes para la mítica casa de fragancias que dirige la tátara tátara tátara tátara nieta del legendario Juan Floris, Polly Gredley.
Cuando ingresé a la tienda, pensaba en esos tiempos remotos en que pudo haberla visitado Oscar Wilde, que era asiduo cliente. El primer éxito de la marca fue “Limes”, diseñada para cortar los efectos de los tórridos días de verano. El perfume era usado sin distinción de género. Ian Flemming, el autor de James Bond, por su parte, no sólo menciona Floris en su libro “Dr. No”, sino que tenía allí su perfume favorito, el número 89. Hasta Marilyn Monroe encargaba desde Hollywood su perfume de rosas y geranios.


Lo que no esperaba esa soleada mañana de enero en que entré al local, es que la vendedora me dijera que justo esta temporada habían discontinuado la producción de Lavanda, pero que tal vez la encontraría el año que viene. Le dije que no vivía en Londres. Que si acaso volvía intentaba pasar. Y mientras husmeaba entre los estantes concreté mi segundo propósito en la tienda. “¿Es cierto que Eva Perón usaba un perfume de ustedes?”, pregunté testeando mis referencias. La respuesta encerraría un enigma aún mayor. “¡Claro! Es el Special 127.” Extendió su mano entre unas sobrias cajas celestes con letras doradas y tomó una muestra de esta esencia creada originalmente -oh sorpresa!- para el Duque ruso de Orloff en 1890.El aroma del citrus floral con bergamota, lavanda y naranja, también contenía notas de geranio, rosas, musk y patchouli. “Pero no sólo era usado por Eva Perón”, me dijo sugerente la vendedora. “Este era también el perfume de Winston Churchill”, me contó con indescriptible orgullo. “¿Evita usaba el perfume de Churchill?”, pensé en voz alta, mientras atomizaba unas gotas sobre el reverso de mi muñeca izquierda. La vendedora no debió agregar nada a su presentación del producto. Sólo observó mi reacción. Un aroma personal, imponente y poderoso, ocupó la escena. Mis sentidos y mi imaginación hicieron el resto.

La historia se perfuma con ironía, pensé antes de comprar por 75 libras “el perfume del poder” como lo llamaba un anuncio de la época. Ese que tenían en común Evita de los descamisados, y Sir Winston Churchill.

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