martes, 16 de mayo de 2017

HABÍA UNA VEZ....

Diego es uno de mis compañeros de trabajo. Nos une esa afinidad liviana que enhebra dos vidas en conversaciones fugaces (y en apariencia triviales) cuyo escenario puede ser la pequeña cocina junto a la que tomamos café. Suelo hacer en esos ámbitos preguntas en cierto modo inesperadas. A veces le pregunto a alguien si es feliz, y en caso de que la respuesta sea afirmativa (casi siempre lo es) intento averiguar por qué. Mis compañeros me miran con alguna curiosidad, cuando no con la preocupación con que se mira a un fenómeno, pero siempre responden. Todos necesitamos ser escuchados, hacer oír nuestros sentimientos más íntimos y sentir que le importamos a alguien, sea esto verdad o no; el narcisismo se encarga de corregir esos detalles. Hace unos años, Diego me contó que tenía una hija de 7 años. Mientras pulsaba el botón de la máquina del café, me dijo que el fin de semana anterior habían ido de picnic. El sábado a la mañana cargaron una pequeña heladera sin muchas más ambiciones que ir juntos a un parque: fiambres, gaseosas, un mazo de naipes y un frisbee. Lo demás iba a ser una extensa conversación entre padre e hija. No hay temas menores en esas charlas. Aunque nos hablen de sus juguetes preferidos o de un altercado que han tenido en la escuela, temas en apariencia nimios, escucharlos es un modo de vislumbrar cómo crecen nuestros hijos. Diego le preguntó a Lola (su hija se llama Lola, uno de los nombres más hermosos que pueda llevar una mujer) quién era su novio. Lola le respondió cosas de niños: se ha peleado con el último galancito, un gurrumín que la tuvo a maltraer dos semanas enteras de su vida breve, y uno distinto pasó a ocupar sus cándidas fantasías de princesa. Diego habló aquella vez con una nueva luz en los ojos. Es el fulgor que llevamos los padres en la mirada cuando hablamos de aquello que amamos de una vez y para siempre. La niña corre por el parque, se detiene frente a un grupo de chicos que arrían un barrilete, sube a unos juegos de madera en el arenero. Su padre la sigue con la curiosidad con que se observa un asteroide: todo ser humano es un enigma, y más aún lo son para los padres sus hijos.

Hace muchos años mi mujer me preguntó, un poco en broma, qué destino soñaba para uno de nuestros hijos. Le dije entonces que me gustaba la idea de que ese porvenir se pareciese al de Marlon Brando, uno de los grandes actores del siglo pasado. Ella abrió los ojos, incrédula. No comprendía por qué razón me dejaba enceguecer por los brillos de la celebridad, que me impedían ver la realidad más cruenta: Brando fue un artista abrumado por los padecimientos, entre los cuales estuvo el suicidio de su hija Cheyenne a los 25 años, víctima de profundas y prolongadas depresiones.
Aquella tarde no pude preguntarle a Diego qué destino soñaba para Lola. Sólo me pareció una imagen bellísima la que me regaló junto a la máquina del café. Cuando volví a mis tareas, los imaginé regresando en el auto, ella exhausta después de tantas correrías, el vestidito arrugado y con manchas de tierra y los zapatos con restos de arena; él, henchido de un sentimiento parecido a la felicidad.
Ayer le recordé a Diego esta historia que escribí alguna vez y ahora encontré entre papeles muy viejos. Se la leí sin pudor junto a su escritorio, y sus ojos volvieron a iluminarse como aquella mañana de verano mientras rebuscaba en el fondo de la memoria una tarde en que jugó con Lola a lanzar el frisbee en un parque de Buenos Aires. Pasaron ocho años desde entonces: Lola tiene 15.

 No hace mucho la invitó a cenar a un restaurante y ella fue reservada cuando su padre quiso saber cómo andaban sus sentimientos. Es ahora una señorita, y el candor impune de la infancia ha sido reemplazado por los pudores de la adolescencia. Pidió un Martini como aperitivo; ella eligió un Campari con naranja. Y brindaron. Por la niña que tan bellamente ha crecido y por la mujer más hermosa que la aguarda en el porvenir.
V. H. G.

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