Cuando lo conocí, hace ya mucho tiempo, el poeta Arnaldo Calveyra ya era eso mismo que a su modo sigue siendo ahora, en estos días en que salió su primer libro póstumo, Diario francés. Vivir a través de cristal: un maestro de la lengua. Con su muerte, en enero de 2015, dejó de escribirse una de las mayores aventuras poéticas de la lengua española.
Pero volvamos al inicio. Desde el primer encuentro con él, la imagen del poeta como alguien que participa a medias del mundo adquirió para mí una consistencia dramática y definitiva. No me pareció completamente humano y, de hecho, me sorprende que su generosidad haya podido sobrevivir entre los hombres. Compartíamos la predilección por la música de Robert Schumann y Franz Schubert, dos compositores con los que su poesía mantiene varios puntos en común; sobre todo, el ritmo y cierta discreta originalidad: uno no suele darse cuenta de lo gastadas que pueden estar algunas combinatorias del idioma, del abaratamiento de algunas palabras, hasta que llega un poeta como Calveyra y muestra que todo puede ser de otro modo.
Fogwill, por ejemplo, quería comprender el mundo y acumulaba conocimientos; Calveyra, en cambio, quería ver el mundo en su misterio, contemplar el misterio del mundo sin pretender disolverlo. No podían ser más diferentes, pero algo los unía, sin embargo: sabían que ni lo uno ni lo otro (ni el conocimiento ni la contemplación) eran posibles sin una revisión radical de la lengua. Las torsiones sintácticas de la poesía de Calveyra son la consecuencia de su tentativa de hacerle decir a la lengua cosas que la lengua no estaba preparada para decir.
Una anécdota. Fogwill, que podía ser muy intransigente, se comportó de manera opuesta con Calveyra. La tardecita de 2008 en que, en la vieja Boutique del Libro de Palermo, se presentó la Poesía reunida que había publicado Adriana Hidalgo, Fogwill se acercó con actitud devocional a pedirle que le firmara su ejemplar. ¡Qué le habrá anotado Calveyra y dónde estará ahora ese libro! Fogwill, que era ante todo y después de todo poeta, había reconocido la singularidad extrema de ese otro poeta.
Calveyra podía quedarse durante largos, larguísimos segundos mirando, por ejemplo, un contenedor lleno de escombros y uno no se atrevía a preguntarle qué encontraba en eso que para uno, para todos nosotros, no era sino un amasijo de desperdicios. Desinteresado de sí mismo, el mundo lo asombraba.
Calveyra era un poeta feliz, lo que no quiere decir que no haya tristeza en muchos pasajes de sus libros (la felicidad y la tristeza no necesariamente se excluyen). "Transforma en felicidad todo lo que toca", comentó acerca de él la escritora italiana Cristina Campo. "Ni cuando fui desdichado fui desdichado -me dijo una vez-. La felicidad para mí es la liviandad, pasar livianamente por el mundo, sin lastre." Más allá de sus poemas, su felicidad nos interpela. Y es un corresponsal desde la felicidad. Esa figura de poeta alcanzó su aspecto más visible el año pasado, después de la presentación de su Poesía reunida, el libro que reunió por fin todos sus libros, repartidos en varias editoriales y países. Esa noche, el público se acercaba no solamente para pedirle el previsible autógrafo, sino, sencillamente, para tocarle la mano con devoción.
Me escribió una vez: "Espero que la mañana sea amable y que podamos vernos pronto, ya que se ve que estamos hechos para eso, para vernos y conversar, llenarnos de noticias de nosotros y buscar luego un lugar apartado de la tribu donde meditar sobre lo dicho y lo intuido". La conversación con Calveyra era una especie de reunión permanente que se prolongaba aun cuando estuviera en París. A pesar de los catorce mil kilómetros de distancia, el hilo nunca se cortaba y cada charla retomaba alguna anterior (no hacía falta saber cuál) a partir de sobreentendidos y de intuiciones.
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