Cara a cara con el planeta, de Bruno Latour
Otra mirada sobre la Tierra
El cambio climático representa el mayor problema ecológico mundial no sólo por su carácter totalizador e irreversible sino también por su poder simbólico. Es el emblema de cómo nuestras acciones pueden modificar el planeta. Por eso resulta tema obligado no sólo de científicos sino también de políticos, economistas, educadores, científicos sociales, artistas, periodistas y un etcétera que no deja de crecer.
Aunque la compleja relación entre humanos y naturaleza es una constante en su obra, sólo ahora, con Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, el francés Bruno Latour (Beaune, 1947) reflexiona de manera sistemática sobre este presente crítico. El libro recopila las charlas que dictó en el marco de las conferencias Gifford, en Escocia, con una tradición de más de un siglo y donde participaron desde Henri Bergson y William James hasta Hannah Arendt y Niels Bohr.
Como uno de los autores actuales más citados de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, que alterna sus estadías entre Science Po, en París, y la London School of Economics, Latour se encontró ante la paradoja de arriesgar su nombre al emparentarlo con un pensador cuestionado. El centro de su reflexión en Cara a cara con el planeta es la noción de "Gaia", propuesta por el británico James Lovelock, un científico multifacético y singular -un maverick, en inglés- para quien la Tierra "se comporta como un sistema autorregulado", en el que los organismos vivos influyen tanto como los factores físico-químicos.
Una imagen reveladora de cómo Latour retoma y reelabora el pensamiento de Lovelock es el contraste que establece a partir de un momento clave de la historia de la ciencia: cuando Galileo, al observar la Luna con su telescopio en 1609, llega a la conclusión de que todos los astros se parecen, que la Tierra no es distinta de la Luna. Era el fin del paradigma aristotélico de un mundo superior, o lunar, y un mundo inferior, o sublunar. Pasamos así "del mundo cerrado al universo infinito", en la expresión de Alexander Koyré.
La contracara de ese momento, dice Latour, ocurre en 1965 en el Jet Propulsion Laboratory de Pasadena. Por entonces Lovelock trabajaba para la NASA, desarrollando equipamiento. Junto con Dian Hitchcock -ninguna relación con el director de Vértigo- publicaron un trabajo en el que sostienen que no hace falta viajar a Marte para saber si hay vida allí: sólo se requiere un instrumento que analice si el planeta rojo está o no en equilibrio químico. Si lo está, se deduce que sólo operan allí las fuerzas ciegas de la físico-química. Marte es un planeta estéril, porque sólo la vida puede alterar esas reacciones. La Tierra, en cambio, es única porque está envuelta en una capa de vida, que modifica su superficie y la atmósfera que la rodea, asegurando condiciones que permiten su sostenimiento: una atmósfera con oxígeno, por ejemplo.
El paper de Lovelock y Hitchcock, entonces, vuelve a instalar la asimetría. "¡No sueñen más, mortales! No escaparán al espacio. No tienen ustedes otra morada que este estrecho planeta", exclama Latour.
Otra noción fundamental en el libro es la de Antropoceno. Las modificaciones que hemos hecho al ambiente, a ritmo acelerado desde la Revolución Industrial, han llevado a los geólogos a considerar oficialmente que el Holoceno, última época del Período Cuaternario, ha finalizado. Y que estamos ahora en los tiempos del hombre.
Ahora bien, pensar el cambio climático y el Antropoceno a la luz de la propuesta teórica de Gaia tiene dos implicancias. Temor por saber que estamos poniendo en riesgo nuestro único hogar, pero también esperanza: si la vida siempre modificó la Tierra, quizás podamos hacer algo.
Ésa es la apuesta política de Latour, que reclama, a la vez, un mayor papel y una redefinición del Estado, porque los desafíos superan las fronteras. Más ampliamente, se necesita un modo nuevo de pensar nuestra relación con la naturaleza. "La geohistoria requiere un cambio en la definición misma de lo que significa poseer, mantener u ocupar un espacio: de lo que significa ser apropiado por una tierra", sostiene. El francés compara el presente con la llegada de Colón a América, que reconfiguró los mapas. Pero ahora el mandato no es hacia nuevos territorios sino hacia "una tierra cuya faz debe ser renovada". Un viaje de regreso.
CARA A CARA CON EL PLANETA. Bruno Latour, Siglo XXI. Trad.: Ariel Dilon. 351 págs., $ 420
A. M. V.
Otra noción fundamental en el libro es la de Antropoceno. Las modificaciones que hemos hecho al ambiente, a ritmo acelerado desde la Revolución Industrial, han llevado a los geólogos a considerar oficialmente que el Holoceno, última época del Período Cuaternario, ha finalizado. Y que estamos ahora en los tiempos del hombre.
Ahora bien, pensar el cambio climático y el Antropoceno a la luz de la propuesta teórica de Gaia tiene dos implicancias. Temor por saber que estamos poniendo en riesgo nuestro único hogar, pero también esperanza: si la vida siempre modificó la Tierra, quizás podamos hacer algo.
Ésa es la apuesta política de Latour, que reclama, a la vez, un mayor papel y una redefinición del Estado, porque los desafíos superan las fronteras. Más ampliamente, se necesita un modo nuevo de pensar nuestra relación con la naturaleza. "La geohistoria requiere un cambio en la definición misma de lo que significa poseer, mantener u ocupar un espacio: de lo que significa ser apropiado por una tierra", sostiene. El francés compara el presente con la llegada de Colón a América, que reconfiguró los mapas. Pero ahora el mandato no es hacia nuevos territorios sino hacia "una tierra cuya faz debe ser renovada". Un viaje de regreso.
CARA A CARA CON EL PLANETA. Bruno Latour, Siglo XXI. Trad.: Ariel Dilon. 351 págs., $ 420
A. M. V.
Un drama futurista a la vista de todos
Tras una guerra durante la que "las comunicaciones" son cortadas, un hombre, su mujer y un chico que estaba herido al venir, lo que ayudó que empezaran a cuidarlo, son trasladados a una ciudad transparente. Antes del éxodo forzoso, sin embargo, se mencionan simulacros de evacuación y disputas por el control del agua, y con un poco más de énfasis se aclara que los gitanos, "que son gente muy ruidosa", no van a tener lugar en esa extraña ciudad. Los motivos de la guerra, de hecho, nunca terminan de entenderse ni entre los personajes ni para el lector (bastan afirmaciones como que "a los doce justos los mataron por su fe" para liquidar la causa inicial), pero esto no importa demasiado. De lo que se trata es de la textura de la vida en esta ciudad "donde todo se transparentaba a través de cada cosa, y todo se confundía a la vista pero estaba al tiempo limpio y ordenado, y no había, o no se distinguía al menos, ni sombra ni escondrijo ni lugar al que no llegase la luz".
A partir de ese punto, Rendición, la historia con la que el español Ray Loriga (1967) acaba de ganar el Premio Alfaguara de Novela 2017, desacelera sus posibilidades hasta convertirse en un objeto más centrípeto que narrativo. ¿Qué es la ciudad transparente? ¿Para qué la hicieron? ¿Y por qué la transparencia no tarda en ser una tortura aunque la mujer del protagonista lo pase bien porque "nada olía, tampoco se sudaba ni se lloraba, ni había más líquido en el cuerpo que la orina, que tampoco olía a nada"?
Éstos son las interrogantes que Rendición repite una y otra vez en el marco de una ucronía que, sin embargo, no termina de indagar el sentido de una vida traslúcida que, por supuesto, no es difícil identificar más allá de la literatura. Incubado en Silicon Valley, ese discurso tan contemporáneo como ambiguo sobre los beneficios de "verlo todo" es el que inspira no sólo la arquitectura de muchos espacios de trabajo, sino también la lógica de las redes sociales ("jefe o presidente o rey allí tampoco había, y nadie era más ni menos que nadie", dice en un momento el personaje de Loriga, como si estuviera anclado en Facebook) y que incluso ocupa el centro del discurso político contra la corrupción y la inseguridad en Occidente.
Tal vez el motivo por el que el narrador no es eficaz para otra cosa que confirmarse a sí mismo sus propias sospechas también sea transparente desde la primera línea: "Nuestro optimismo no está justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar". Y efectivamente, aunque insiste en que "no sabe qué decir" y la prosa simple de Loriga es consecuente con su pesimismo, el protagonista es el único entre "cientos y miles de personas" capaz de percibir que en esta ciudad uno "pierde su propia naturaleza y con ella lo que da sentido a su pequeña inteligencia". Es apenas cuando restan unas pocas páginas para el desenlace de la historia que, sin embargo, asoma la única pregunta interesante. Y aunque es tarde para que la novela pueda más que reconocer su límite, al menos la pregunta está ahí: "¿Cómo es que lo soportan los demás?"
Nunca lo sabremos. Pero, en tal caso, vale la pena leer con atención el Acta del Jurado del Premio Alfaguara que cierra el libro, donde se menciona una "historia kafkiana y orwelliana" y una "parábola de nuestras sociedades expuestas al juicio de todos". Esas afirmaciones son discutibles, pero es sin duda al plantear el drama de la transparencia desde una queja impenetrable que se vuelve muy fácil, también, coincidir con "el juicio de todos". En otras palabras, Rendición es una novela que afirma desde el principio que una ciudad transparente es una ciudad sospechosa, pero que nunca se permite incomodar la pureza de su propia afirmación al explorar por qué, además, esa transparencia ominosa es al mismo tiempo tan placentera y tranquilizadora para "cientos y miles de personas".
RENDICIÓN. Ray Loriga, Alfaguara, 209 páginas. $ 269
N. M.
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