El iPhone cumplió 10 años, pero parece que fue ayer
El viernes 29 de junio de 2007 empezaba a venderse el smartphone de Apple, que arrasaría con una industria y crearía una nueva
Uno creería que aquél 9 de enero de 2007, cuando Steve Jobs presentó el primer iPhone, los altos ejecutivos, jefes de ingeniería y responsables de diseño de BlackBerry, Motorola y Nokia sintieron que sus mundos colapsaban. Pero no fue así. La reacción fue mayormente de negación. Apple hacía computadoras, no teléfonos. Entre las tres compañías manejaban cómodamente el mercado de los celulares, y los chicos de la manzanita todavía debería vérselas con los incansables e industriosos surcoreanos. Steve Ballmer, CEO de Microsoft, se rió del nuevo producto de Apple.
Steve Jobs presenta el iPhone en enero de 2007.
Además, era sólo una presentación. Ya se vería si después, en el mundo real, las cosas eran tan lindas y fluidas como las había mostrado el CEO de Apple.
Los dueños de la telefonía celular tuvieron casi seis meses para hacer algo, para empezar a prepararse, para reaccionar. El iPhone llegaría al público el 29 de junio de ese año. Fue viernes. Ese fin de semana se vendieron tantos equipos que hasta existe un debate al respecto. Los medios dieron cifras tan disímiles como 250.000 y 700.000. El balance de AT&T, el único autorizado a vender el iPhone en aquél momento, refleja que se despacharon 145.000 ejemplares. Tampoco esto puso en alerta a los emperadores de la telefonía celular. En rigor, encontraron que las ventas "habían sido tibias". Sí, sólo que nadie hacía cola para comprar un teléfono de sus marcas. Sólo que la distribución de Apple estaba limitada a algunas ciudades de Estados Unidos. Hoy sabemos que tal juicio fue miope. Nueve años después, en julio de 2016, Apple alcanzó el hito de los 1000 millones de iPhones vendidos.
Impresiona volver a ver la presentación de Jobs en la Macworld de 2007. En el curso de 80 minutos borró del mapa una industria. No lo sabían por entonces, pero los tres gigantes estaban destinados a desaparecer. Nokia, en aquél momento el mayor vendedor de celulares del mundo, pasó a manos de Microsoft, y la licencia para usar la marca en móviles fue adquirida por la finlandesa HDM Global. Motorola Mobility, que había inventado el celular 34 años antes, fue adquirida por Google y luego se la quedó Lenovo. BlackBerry, que había impuesto la idea del smartphone, dejó de fabricar teléfonos en septiembre de 2016, luego de declinar durante casi una década.
Samsung y LG, siempre más pragmáticas, se adaptaron rápidamente. En 2005 Google había comprado una startup que estaba diseñando un sistema operativo para cámaras digitales -rubro que por entonces explotaba-, y en septiembre de 2008 saldría al mercado el primer equipo con Android, el HTC Dream. Sería otra de las compañías que, gracias a esta sinergia, pasarían a ocupar el lugar de los caídos en desgracia.
Pero el keynote de Jobs impresiona por otro motivo. El hombre está mostrando el futuro, está hablando de la forma en que hacemos las cosas hoy, una década después. El video parece filmado ayer.
Por lo general, las presentaciones de productos (incluso las de Apple ahora) están preparadas para mostrar lo que estaremos comprando en los próximos meses. No lo que usaremos dentro de 10 años. Diez años es, además, una enormidad en tecnología. Nadie, hoy, se atrevería a anticipar lo que estaremos usando en 2027.
Jobs hizo exactamente eso. Más aún, su presentación da cuenta no ya de los dispositivos y tecnologías que estaríamos usando una década después, sino también de cómo eso influiría en nuestras vidas. El de hoy es un mundo de teléfonos inteligentes con pantalla táctil, con una interfaz basada en software y no en teclados y botones físicos, fuertemente visuales, con funciones avanzadas de audio y video, conectados a Internet, repletos de sensores (el primer iPhone ya tenía tres) y en los que, como anticipó en 2007 el CEO de Apple, "llevamos nuestra vida en el bolsillo".
Tu peor pesadilla
El 29 de junio de 2007 la peor pesadilla de la industria de la telefonía celular (de cualquier industria, en rigor) se hizo realidad. El iPhone que la gente se sacaba en las manos luego de hacer horas de cola frente a los Apple Store, no el de la presentación de enero, sino el verdadero, era exactamente como el que había mostrado Jobs. Recuerdo que probé ese primer equipo, por cortesía de Agustín Bracco, de MacStation, y fue una experiencia fascinante. Hoy estamos tan habituados que tendemos a arrastrar cosas incluso en las pantallas que no son táctiles.
Los dueños de la telefonía celular tuvieron casi seis meses para hacer algo, para empezar a prepararse, para reaccionar. El iPhone llegaría al público el 29 de junio de ese año. Fue viernes. Ese fin de semana se vendieron tantos equipos que hasta existe un debate al respecto. Los medios dieron cifras tan disímiles como 250.000 y 700.000. El balance de AT&T, el único autorizado a vender el iPhone en aquél momento, refleja que se despacharon 145.000 ejemplares. Tampoco esto puso en alerta a los emperadores de la telefonía celular. En rigor, encontraron que las ventas "habían sido tibias". Sí, sólo que nadie hacía cola para comprar un teléfono de sus marcas. Sólo que la distribución de Apple estaba limitada a algunas ciudades de Estados Unidos. Hoy sabemos que tal juicio fue miope. Nueve años después, en julio de 2016, Apple alcanzó el hito de los 1000 millones de iPhones vendidos.
Impresiona volver a ver la presentación de Jobs en la Macworld de 2007. En el curso de 80 minutos borró del mapa una industria. No lo sabían por entonces, pero los tres gigantes estaban destinados a desaparecer. Nokia, en aquél momento el mayor vendedor de celulares del mundo, pasó a manos de Microsoft, y la licencia para usar la marca en móviles fue adquirida por la finlandesa HDM Global. Motorola Mobility, que había inventado el celular 34 años antes, fue adquirida por Google y luego se la quedó Lenovo. BlackBerry, que había impuesto la idea del smartphone, dejó de fabricar teléfonos en septiembre de 2016, luego de declinar durante casi una década.
Samsung y LG, siempre más pragmáticas, se adaptaron rápidamente. En 2005 Google había comprado una startup que estaba diseñando un sistema operativo para cámaras digitales -rubro que por entonces explotaba-, y en septiembre de 2008 saldría al mercado el primer equipo con Android, el HTC Dream. Sería otra de las compañías que, gracias a esta sinergia, pasarían a ocupar el lugar de los caídos en desgracia.
Pero el keynote de Jobs impresiona por otro motivo. El hombre está mostrando el futuro, está hablando de la forma en que hacemos las cosas hoy, una década después. El video parece filmado ayer.
Por lo general, las presentaciones de productos (incluso las de Apple ahora) están preparadas para mostrar lo que estaremos comprando en los próximos meses. No lo que usaremos dentro de 10 años. Diez años es, además, una enormidad en tecnología. Nadie, hoy, se atrevería a anticipar lo que estaremos usando en 2027.
Jobs hizo exactamente eso. Más aún, su presentación da cuenta no ya de los dispositivos y tecnologías que estaríamos usando una década después, sino también de cómo eso influiría en nuestras vidas. El de hoy es un mundo de teléfonos inteligentes con pantalla táctil, con una interfaz basada en software y no en teclados y botones físicos, fuertemente visuales, con funciones avanzadas de audio y video, conectados a Internet, repletos de sensores (el primer iPhone ya tenía tres) y en los que, como anticipó en 2007 el CEO de Apple, "llevamos nuestra vida en el bolsillo".
Tu peor pesadilla
El 29 de junio de 2007 la peor pesadilla de la industria de la telefonía celular (de cualquier industria, en rigor) se hizo realidad. El iPhone que la gente se sacaba en las manos luego de hacer horas de cola frente a los Apple Store, no el de la presentación de enero, sino el verdadero, era exactamente como el que había mostrado Jobs. Recuerdo que probé ese primer equipo, por cortesía de Agustín Bracco, de MacStation, y fue una experiencia fascinante. Hoy estamos tan habituados que tendemos a arrastrar cosas incluso en las pantallas que no son táctiles.
El público esperando que abran los Apple Store, el 29 de junio de 2007.
Pero en aquél momento era de otro planeta. No podía ser cierto que un móvil hiciera lo que hacía el iPhone. Y sin embargo ahí estaba, en la palma de mi mano, con los mapas de Google, con llamadas a un toque, con las tapas de los CD bellamente expuestos en una pantalla enorme (para la época) y que respondía de forma tan instantánea que la ilusión resultaba impecable, sin fisuras. De un día para el otro, la sola idea de volver a esas pantallitas mínimas, de baja resolución, a esas botoneras interminables y tan intuitivas como la computadora de abordo del Apollo 11 se había vuelto absurda. Los smartphones de la época súbitamente parecían de la Edad de Piedra. Y, lo sabemos de sobra ahora, desde el 29 de junio de 2007 todos los teléfonos inteligentes iban a tratar de parecerse al iPhone. Sin excepción.
No sos vos, soy yo
Ahora, ¿por qué fue Apple, una compañía que fabricaba computadoras, la que hizo un teléfono celular tan avanzado que arrasó con colosos encumbrados e inventó una nueva industria? Precisamente porque los smartphones no son teléfonos, son computadoras que a veces (y cada vez menos) usamos para hablar.
¿Esto era un secreto? De ninguna manera, pero el adherirse a conceptos que parecen evidentes forma parte de la historia de la humanidad. Es evidente que la Tierra es plana. Basta mirar alrededor. ¿Cierto? Un smartphone es un teléfono, ¿no?
Pero además de que Motorola, Nokia y BlackBerry fabricaban teléfonos (no computadoras), hubo otro factor que contribuyó a que Apple fuera el primero en patear el tablero: los costos. La investigación y el desarrollo que condujeron al iPhone consumieron (oficialmente) unos 150 millones de dólares (177 millones de hoy).
Ahora, los invito a que se figuren a un CEO pidiéndole al directorio 177 millones de dólares para desarrollar algo que la compañía no necesita y que, de hecho, podría ser disruptivo para los negocios. Como mínimo, recibiría una reprimenda. Como máximo, se pondrían a buscarle sucesor.
Jobs mismo fue un factor decisivo en el nacimiento del iPhone, y por un número de motivos. No sólo porque se tomó el asunto de expandir el iPod para transformarlo en un teléfono como algo personal, sino porque no dio ni un paso atrás en el único aspecto clave del equipo: la pantalla táctil multitoque y la interfaz gráfica intuitiva. (Y la integración con las tiendas iTunes Store y AppStore, pero esa es otra historia, muy interesante, pero extendería mucho este artículo.)
Su legendaria tiranía, por otro lado, se había suavizado un poco, y ahora, al revés que a los 30, era capaz de resignar algunas cosas. Por ejemplo, su primer plan no había sido el iPhone, sino la iPad. El iPhone, destinado a revolucionar el mundo en un grado no menor que la computadora personal e Internet, fue en rigor un paso atrás en sus ambiciones.
Esta ambición fue también un factor decisivo. Había en Jobs algo que rara vez se ve en los altos ejecutivos de las grandes compañías. Era una mezcla de mesianismo e inocencia. Basta verlo presentar el iPhone para caer en la cuenta de que se trataba de su juguete y su obra maestra, que realmente le encantaba cómo había quedado, que creía en esa invención. Se lo tomaba como algo personal, con una vehemencia que es en general mal vista en las grandes organizaciones y que, sin embargo, es el único motor de toda disrupción. No se puede modelar el futuro desde la complacencia, sin un poco de locura y una dosis importante de apasionamiento.
La falacia de Jobs
El lado brillante de Steve Jobs enmascaraba otra faceta, obsesionada con el control y en la que reinaba su ego. En ese lado oscuro de su personalidad anida lo que llamo El Sofisma de Jobs. Para explicarlo recurriré a un ejemplo bastante brutal. Cuando visité el laboratorio Watson de IBM, en Yorktown Heights, Nueva York, hace mas de 25 años, vi en el lobby un muro interminable repleto de números. Miles de números, uno al lado del otro.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Nuestras patentes -me respondió el ejecutivo que me acompañaba.
Así que las patentes no son algo nuevo y loco de la última década. Pero la guerra termonuclear que Apple desató luego del lanzamiento de los smartphones de Samsung (y otros) chocó contra un hecho que el ego de Jobs no supo anticipar: todas las tecnológicas tienen muchísimas patentes. No sólo Apple. Todas. Y que esas patentes se podían comprar en masa. Google, por ejemplo, adquirió Motorola Mobility (en 12.500 millones de dólares) casi exclusivamente para quedarse con su vasta colección de patentes relacionadas con la telefonía celular y, de este modo, poder responder al fuego de Apple con más fuego.
El ego de Jobs creyó haber encontrado en el laxo sistema de patentes de Estados Unidos una forma de cubrir todo lo que sus genios habían desarrollado. Digo laxo porque le permitió a Apple, por ejemplo, patentar que los íconos tuvieran esquinas redondeadas. No era algo nuevo en Jobs, a decir verdad. Cuando el Escritorio para Linux KDE sacó su primera versión, recibió una carta documento de Apple porque le habían puesto Trashal tachito de basura. Esa palabra la tenían patentada ellos. Que desistieran. Por eso en Windows el tachito se llama Papelera de reciclaje (sí, a esos delirios llegamos).
Jobs se puso de este modo (y el sistema de patentamiento estadounidense también) en rumbo de colisión con una tradición de más de medio siglo en la que los laboratorios de investigación y desarrollo de las compañías tenían vasos comunicantes, por medio de licencias y acuerdos razonables. Él mismo había aprovechado esos vasos comunicantes cuando en 1979 descubrió la interfaz gráfica y el mouse desarrollados por Douglas Engelbart y su gente en el Xerox PARC. Adquirió la licencia para usar ambas invenciones a cambio de acciones de Apple. Así nació uno de sus "inventos disruptivos", la Mac.
Pero lo más grave de tal sistema de patentamiento es que, tal como está, no sirve para nada. En 2004, cuando el desarrollo del iPhone ya había empezado, Microsoft consiguió patentar el doble clic cuando fuera usado en Windows Mobile. ¿Qué ganó Microsoft con esto? Nada. El doble clic en dispositivos móviles ya se había vuelto obsoleto.
-¿Sabe quiénes son los únicos que ganan con las guerras de patentes? Los abogados -me dijo hace casi 7 años John "Maddog" Hall, director ejecutivo de Linux International.
No se equivocó. De la guerra termonuclear entre Apple y el resto del mundo nadie sacó ninguna ventaja. Todos perdieron energía y dinero. Más dinero, de hecho, que el que invirtieron en investigación y desarrollo.
El Sofisma de Jobs es el que pretende que el precio del iPhone podría haber sido de sólo 500 dólares sin los 30 años previos de una cultura de desarrollos inclusivos y accesibles. Si rigiera la visión exclusiva y egocéntrica que sostuvo siempre Jobs, el iPhone habría salido a la venta con un precio diez veces mayor. Y habría fracasado. Es verdad que el iPhone fue un enorme avance, pero fue uno que se erigía sobre los hombros de gigantes.
Eventualmente, tal cerrazón tuvo un costo adicional para Apple, que con el tiempo, empezó a perder la iniciativa. Diez años después, los descendientes de aquél iPhone increíble que cambió la historia juegan cada vez más una estrategia reactiva.
Pero todo el fenómeno del iPhone -el original, el primero, ese del que Ballmer se rió- deja una lección. El presente tecnológico es siempre frágil. Si estás viendo esta nota en una tablet o en un smartphone, sabelo, esas maquinarias están destinadas a dar, cualquier día de estos, un nuevo salto evolutivo. Bueno, es lo que más nos gusta de esta industria. Que mañana a la mañana podemos despertarnos en 2027.
A. T.
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