Declárase de interés cultural al libro "Chicos de Varsovia -
Chicos de Varsovia: Una hija, un padre y las huellas de la mayor insurrección contra del III Reich
Libro de Ana Victoria Wajszczuk
El casi desconocido Levantamiento de Varsovia de 1944 contado desde la historia familiar de la autora. Un relato real donde la voz de los sobrevivientes se mezcla con la historia personal de la búsqueda de los propios orígenes
FRAGMENTO
CHICOS DE VARSOVIA
Ana Wajszczuk
—¡Es nuestro!
Domingo 13 de agosto de 1944. Son las seis menos cuarto de una tarde de verano que se ha convertido, de pronto, en una fiesta. El brillo del sol aún hace entrecerrar los ojos de la multitud que se agolpa en esta esquina, donde la calle Kiliński se une con la curva que forma la calle Podwale, en plena Ciudad Vieja, el barrio histórico de Varsovia.
Y Barbara Wajszczuk, dieciocho años recién cumplidos, a quien todos conocen como Basia, a la que algunos llaman Baśka, está ahí, en medio de la efervescencia, entre los gritos y aplausos de los que llegan corriendo a esta esquina para festejar y de aquellos que se asoman en los balcones sobre Kiliński; está ahí, entre sus amigos del batallón Gustaw que se llaman unos a otros y se abrazan.
—¡Vengan rápido, el tanque es nuestro!
Todos quieren ver el prodigio, todos transmiten la buena nueva; en este domingo diáfano y caluroso, ellos, los insurgentes del Armia Krajowa —el AK, el ejército polaco que salió por fin de la clandestinidad para asaltar al invasor—, capturaron en Plac Zamkowy —la Plaza del Castillo Real— este blindado alemán un tanto extraño, sin cañón ni ametralladora ni ningún arma adentro, que apenas supera el metro de altura y atraviesa ahora, en desfile triunfal, las calles de la Ciudad Vieja. Alguien hace flamear sobre el vehículo una bandera roja y blanca —los colores de la insignia nacional, que los nazis prohibieron durante estos casi cinco años de ocupación—, que ahora entra en las barricadas polacas, un tanque que Basia nunca ha visto antes y que ahora trata de ver estirando el cuello por encima de las cabezas de sus compañeros.
Es difícil atravesar la marea compacta de gente que se arremolina alrededor de la máquina. La noticia corrió rápido por cuarteles improvisados, por sótanos y postas sanitarias, por puestos de guardia y por las otras barricadas de la Ciudad Vieja, y son decenas de personas las que se agolpan queriendo llegar al tanque, scouts con boinas negras, insurgentes con su brazalete rojo y blanco en el brazo, civiles que se animan por primera vez a salir de los refugios, chicos que se escapan de las manos de sus padres. Todos quieren acercarse, tocar esa armadura fría de metal, treparse por las siete ruedas de tracción a oruga que tiene a cada lado.
—¡Los alemanes no son invencibles! Hitler kaput!
Las madres suben a sus hijos al tanque, los insurgentes les prestan cascos y los niños saludan a la multitud, felices. Conducido por un polaco, el trofeo de guerra es llevado hasta la esquina siguiente, donde el general Tadeusz Komorowski, seudónimo “Bór”, comandante en jefe de la insurrección polaca, instaló sus cuarteles generales un par de días atrás. Una procesión que sigue al cajón de un insurgente muerto se aproxima desde la Plaza del Castillo Real, y algunos deudos no pueden evitar unirse al festejo.
En un gramófono amarrado a un poste suena una marcha insurgente. Basia está feliz, tan feliz como sus amigos de las diferentes compañías del batallón Gustaw, mezclados entre la multitud o asomados a los balcones del cuartel improvisado en un edificio sobre el número 3 de la calle Kiliński; como las enfermeras del batallón Wigry que también se acercan desde el hospital de la calle Długa o se asoman desde el primer piso del número 1 de Kiliński; como los scouts que pelean por subirse al tanque, y como los civiles que dejaron de escuchar las noticias de la radio de Londres, desde un aparato apoyado en el alféizar de una ventana, para sumarse al desfile.
Se le hace difícil a Basia —en mangas de camisa y falda, con sus trenzas castañas recogidas en un moño en la nuca— alcanzar a ver el tanque, que se vuelve ahora hacia su barricada, en la esquina de Kiliński y Podwale, la que custodian ellos, los insurgentes del batallón Gustaw. El carro de combate llega al muro de defensa y se detiene. Trepa con dificultad, como un insecto torpe y gigante. Alguien empieza a quitar ladrillos, el blindado supera el escollo y vuelve a arrancar. Desde los balcones, los chicos y chicas de Gustaw son todo silbidos, besos al aire, vivas y aplausos. En el edificio del Ministerio de Justicia en la calle Długa, donde han mudado los cuarteles del Estado Mayor, alguien puso un disco y el chirrido del vinilo adelanta la música que se suma a la algarabía general.
Ahora el tanque encara, sobre Kiliński, hacia Długa, una de las calles más elegantes antes de la guerra, hoy picada por los proyectiles, sus edificios a medio derruir por los bombardeos. Doscientas, trescientas, tal vez cuatrocientas personas acompañan esta procesión exaltada; hace casi dos semanas, exactamente desde las cinco de la tarde del 1º de agosto, cuando los insurgentes del AK salieron a tomar la ciudad apenas armados, que Varsovia resiste. La artillería nazi vuelca todo su poder de fuego —morteros, bombas incendiarias, miles y miles de soldados— sobre la capital. Y este blindado es la promesa real, palpable en el acero de su armadura, de que vencer es posible, y no una de las historias con lenguaje exaltado que cuenta la prensa insurgente para levantar la moral.
Y ahora el tanque está llegando a otra pequeña barricada sobre Kiliński, de apenas un metro de alto, hecha con tierra y losas del pavimento. Algo debe haberse roto porque el conductor se baja de un salto. Es difícil ver, en medio de la multitud, qué sucede, pero al parecer vuelven a colocar, entre varios, una caja de metal que cayó de la parte frontal del blindado.
Basia está a unos cincuenta metros por detrás y cabeceando llega a ver más claramente este tanquecito casi miniatura. Como sea, es un vehículo alemán y ellos lo han capturado. Ha sido un día cálido, inusualmente tranquilo, sin demasiados ataques y sin bajas cercanas. Y ahora, que apenas falta un minuto para las seis de la tarde, la captura de este carro de combate viene a coronar eso: un buen día.
Lo último que ve Basia antes de desmayarse es un destello que la enceguece, como si un rayo cayera frente a su rostro y la prendiera fuego. Lo último que escucha es un ruido sordo, y todo se vuelve oscuridad y silencio, como si se hundiera en un pozo negro, profundo, en el centro de la Tierra.
Entre el humo y el polvo que forman un remolino vuelan vidrios y ladrillos, pedazos de hierro quemados y retorcidos, huesos, botones que saltan de las camisas y se incrustan en cuerpos que no les pertenecen; entre piedras, escombros, metales afilados como picos, restos de carne y extremidades, escudos con el águila polaca grabada, todo lo que es materia y no se ha desintegrado se convierte en proyectil expulsado por una ráfaga de fuego que se come en milésimas de segundo la calle Kiliński.
Cuando recobra la conciencia, Basia está tirada en mitad de la calle y casi desnuda: su falda es un amasijo de trapos. La garganta le quema tanto que no puede emitir sonido. Apenas puede respirar, apenas oye. Todo es negro, y blanco, y rojo oscuro, ella misma está cubierta de sangre y hollín y yeso. Desorientada entre el fuego y el humo, acre, picante, que la envuelve y la quema y se le mete por cada poro, logra entreabrir los ojos. Ya no existe ninguno de los balcones que se asomaban sobre Kiliński, no ve a sus amigas de la compañía Scout del batallón Gustaw, ni a quienes se amontonaban un minuto antes a su alrededor. El olor es imposible de soportar, huele a plástico derretido, a pelo, a carne quemada. Del cielo caen gotas, parece que empieza a llover. Pero son gotas rojas y viscosas; una cortina de vísceras y sangre que cae sobre los vivos y los moribundos y los muertos, sobre troncos sin cabeza, pulmones sin caja torácica, cueros cabelludos, cabezas, manos desparramadas, una boina negra de scout intacta. Del tanquecito alemán queda un cascarón vacío y achicharrado, de quienes estaban a su alrededor no queda nada.
Alguien agarra a Basia Wajszczuk por debajo de las axilas y arrastra sus piernas, desnudas, en carne viva, sus pies descalzos, y la pone de pie sobre lo que queda del empedrado de la calle Kiliński en la intersección con Podwale, envuelta en el humo negro, denso y pegajoso, que poco a poco empieza a asentarse y a descubrir esta escena.
HAY UNA CIUDAD QUE TODOS LOS AÑOS SE DETIENE POR UN MINUTO
Varsovia está en calma.
Es sábado a la tarde, un sábado soleado, caluroso y sin nubes clavado en la mitad del verano europeo. Caminamos con mi padre por un sendero de los llamados Jardines Reales de Łazienki, y a medida que nos adentramos entre los árboles y los jardines de rosas sin ningún pétalo fuera de lugar, entre las familias que extienden los manteles y detienen los cochecitos de bebé en el césped prolijamente cortado, el ruido de las avenidas que ciñen al pulmón verde de la ciudad se aleja.
La luz del sol se cuela entre los árboles y destella en las plumas de los pavos reales ocultos entre los arbustos, y pareciera que Varsovia fuese solo esto, hubiera sido siempre solo esto, la calma amable y despreocupada de un parque en verano. Pero mi padre y yo apuramos el paso. Esta es una visita rápida, porque no es aquí donde hay que estar hoy.
Camino dos pasos por delante de él, que arrastra un poco los pies y me sigue, su espalda levemente encorvada, el bolsito azul colgado del hombro, la cara roja por el sol y el calor, los anteojos colgados del cuello, el gorrito con visera. En este desfasaje apenas perceptible de nuestros pasos me doy cuenta de que mi papá está viejo.
Cuesta arriba, retomamos una de las lomas del parque hacia la avenida Ujazdów para ir al centro de la ciudad. Hoy es sábado 1º de agosto de 2015 y los buses y tranvías que cruzan Varsovia tienen horarios y rutas especiales. Hay carteles pegados en las paradas pero para mí, que apenas reconozco alguna palabra del idioma, son como maderas sueltas en un mar revuelto. Papá los descifra a medias. Hace tres días, desde que aterrizamos en Varsovia y subimos y bajamos de buses y tranvías, que le insisto para que le pregunte a cualquiera por la calle cuando tiene alguna duda. No sabe leer bien en polaco, pero lo habla perfecto; aunque no es su lengua natal, es su lengua materna. Mi padre nació en Londres, en el exilio de mis abuelos polacos después de la Segunda Guerra Mundial, y llegó a la Argentina con un año y medio, en un barco que se zarandeó un mes por las aguas del Atlántico. Empezó a hablar español cuando entró a la escuela primaria. El polaco es la lengua que se habló siempre en su casa y en la casa de los amigos de sus padres y en la iglesia Nuestra Señora de Częstochowa, al sur del Gran Buenos Aires, donde mis abuelos se juntaban con sus compatriotas —también arribados, después de la guerra, al conurbano de la ciudad más grande de un país que parecía más bien, para ellos, otro planeta— a escuchar la misa en su idioma natal.
A mi papá le dicen “El Polaco”; así lo nombran sus amigos, incluso a veces mi mamá, mis hermanos, yo. Ahora que hace un par de años que murió mi abuela Stefania, que hace más de treinta que murió mi abuelo Zbigniew, ahora que ya no están sus padres, el Polaco no habla en polaco con nadie. Pero acá, en Varsovia, ese idioma de zetas y eses parece armársele en su interior, como una especie de esqueleto emocional. Como si él volviera a ser, mientras habla, lo que era de niño: un hijo de inmigrantes expulsados de un país al que creían que iban a regresar alguna vez. O al menos eso creyeron por un tiempo.
“Nos encontramos cinco menos cuarto en la rotonda De Gaulle. La de la palmera”, había propuesto mi prima Kamila. Dicho así pareciera que algo inmediato nos une, pero nos conocimos hace un par de días, después de semanas de intercambiar correos en inglés, yo en Buenos Aires, ella en Varsovia. Somos primas o algo así solo por convención: su bisabuelo y mi tatarabuelo eran hermanos. Ambas tenemos casi la misma edad, y el mismo apellido, ese que aprendí a escribir a los cinco años deletreándolo y que indefectiblemente, a lo largo de mi vida, todo el mundo lo pronunció o lo escribió mal. Ese apellido que aquí, en Varsovia, corre como agua clara para cualquiera, y yo me doy cuenta de que contagiada por mi padre empiezo a pronunciarlo distinto de como es en polaco: en la Argentina decimos “guaisuk” y acá, algo así como “vaishtchuk”.
“La de la palmera”. La rotonda Charles de Gaulle es un punto central de Varsovia; en una de las esquinas se levanta el monumento al general francés y en el cruce de calles, una palmera artificial de quince metros de alto, un falso ejemplar botánico de penacho siempre rígido que alguna vez fue parte de una instalación artística y quedó allí como marca registrada, tan estrafalaria como un ovni para esta ciudad donde en invierno las temperaturas se hielan a más de quince grados bajo cero. Son las cuatro y media de la tarde y el tránsito circula a su alrededor.
Tenemos un rato todavía hasta que sean las cinco: godzina W, la “hora W”. No parece que nada especial fuese a pasar. Hay gente que recorre con pereza de sábado la calle, otra que camina hacia el puente Poniatowski y las playas del río Wisła, el Vístula, que atraviesa la ciudad de sur a norte. Hay un chico con barba hipster, gorrita y bermudas apoyado muy tranquilo contra el mármol negro del monumento a De Gaulle, hay dos señoras con bolsas de Marks & Spencer sentadas al pie, hay turistas con riñoneras y mochilas, bicicletas, grupos de amigos que parecen estar esperando algo, parados ahí bajo el sol como nosotros, haciendo nada, chequeando sus smartphones, en esta esquina y en las otras tres. Pero es sábado, y esto podría ser solo una postal más de un fin de semana de verano. Podría no tener nada que ver con lo que vine a buscar en Varsovia.
En este día particular, todo esto que compartimos con mi papá y con Kamila —el encuentro, el lugar, el apellido, la espera en la rotonda— por momentos me parece una especie de marca de nacimiento borroneada, un lugar de pertenencia que en realidad no me pertenece. Estoy de vuelta en Varsovia por cuarta vez en menos de diez años y arrastro ahora a mi padre por los cimientos de esta ciudad, buscando algo que diga nuestro nombre.
“Hay una ciudad que todos los años se detiene por un minuto”, así se titula el video que produjo hace unos años el Muzeum Powstania Warszawskiego —el Museo del Levantamiento de Varsovia— sobre lo que pasa cada año el primer día del mes de agosto, y que circula por Internet. Eso es lo que vengo a ver en esta esquina. Eso es lo que quiero que vea mi papá: las sirenas de bomberos colándose por todos los rincones de la ciudad, la gente que se detiene dondequiera que esté cuando las escucha o espera ese momento en algunos puntos céntricos de Varsovia, como nosotros ahora en la rotonda de la palmera de plástico. Quiero que vea las bengalas que algunos prenden, las que agitan un humo blanco y rojo. Las banderas que flamean. Los que se quedan firmes, haciendo el saludo militar, sus remeras estampadas con ese signo que parece un ancla, con la “P” y la “W” entrelazadas: Polska Walczy (Polonia Lucha), o con escenas de las fotos más conocidas del Levantamiento. Remeras que no encontramos en ninguna tienda, que se compran en los sitios web de memorabilia militar polaca, nos enteraremos luego, cuando papá, que nunca se cansa de agregar a su colección de remeras talle XXL algunas con la bandera polaca, con el escudo polaco, con los colores polacos, se canse de buscarlas en los locales de souvenirs.
Las sirenas van a marcar, en unos momentos, el inicio de un minuto de silencio por los insurgentes y por los muertos, los cerca de doscientos mil muertos del Levantamiento de Varsovia, la rebelión más larga y sangrienta que hubo contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial y que inició el Armia Krajowa. Traduzco: el Ejército Patriótico o Ejército Nacional. Ese era el nombre de la resistencia polaca, un ejército regular pero subterráneo, el más grande de la Europa en guerra. El Levantamiento, pensado para durar como máximo una semana —dirigido por los oficiales y comandantes que habían pasado a la clandestinidad al inicio de la guerra alistados con el Gobierno polaco exiliado en Londres—, se prolongó por sesenta y tres días, hasta el 2 de octubre de 1944, cuando capituló el AK.
Los alemanes detuvieron a todos los combatientes que quedaban tras la capitulación y expulsaron a todos los civiles de la ciudad. A todos. Del millón de habitantes de Varsovia no quedó nadie, excepto unos pocos que se ocultaron bajo las ruinas. De la capital polaca no quedó nada, excepto veinte millones de metros cúbicos de escombros.
Es entonces un minuto de silencio, también, por esa ciudad que yace debajo de esta que caminamos hoy. Hitler había ordenado destruirla “a ras del suelo”, y así exterminaron los nazis a la capital de Polonia: casa por casa, monumento tras monumento, palacios, parques, iglesias, archivos, museos, bibliotecas. De todo eso quedaron cascarones carbonizados, mares de escombros y ladrillos que en algunos puntos de la ciudad no superaban los cinco centímetros de altura, barrios como desiertos cubiertos de yeso, una cordillera de esqueletos viejos y enclenques de lo que antes habían sido edificios soberbios, cráteres donde antes se habían cruzado avenidas, restos de una ciudad fantasma.
Resulta tan raro tener en mente esas fotos en blanco y negro de Varsovia como una tierra baldía cuando con mi padre caminamos en estos días por calles impecables llenas de canteros con flores que parecen siempre recién regadas y nos tomamos una cerveza por el centro histórico, reconstruido con tozudez para aparentar la antigüedad que ya no tiene, con sus edificios altos y angostos de estilo medieval, abigarrados, de fachadas de colores y techos de tejas, como salidos de un cuento de los hermanos Grimm, que se mezclan con barrios de construcciones grises y monumentales, con estatuas en los frisos que representan a campesinos y trabajadores, restos tectónicos de la arquitectura “realista-socialista” soviética, y si se mira hacia arriba en Varsovia asoman por todos lados los edificios espejados de treinta pisos y los centros comerciales con marcas de lujo, y si se mira hacia abajo, se ven las grúas en baldíos, como guardianas de nuevos edificios espejados de treinta pisos y centros comerciales de lujo que están en construcción.
Todos los veranos, desde que cayó el régimen comunista en 1990, el primer día de agosto la ciudad entera hace este minuto de silencio en memoria de ese otro primer día de agosto, el de 1944, cuando a las cinco en punto de la tarde se abrieron puertas y ventanas en toda Varsovia y los insurgentes del AK, hartos de cinco años de una de las ocupaciones más crueles que los nazis hubieran impuesto, salieron a arrebatarle las calles al invasor. La cantidad de insurgentes y todas las cifras que refieren al Levantamiento son enormes y poco exactas, hablan de veinte, de treinta, de cuarenta mil soldados del AK en Varsovia. En su mayoría eran muy jóvenes, alumnos de las escuelas clandestinas, poco entrenados para empuñar las armas, ávidos de pertenecer a ese ejército polaco en las sombras, anticomunistas, intensamente patrióticos, fervientemente religiosos. Chicos criados en familias que habían peleado por la independencia polaca, que bebían de la tradición de la “libertad dorada” de su país y se habían alimentado con historias heroicas de abuelos, padres y tíos.
Chicos que formaban parte de una elite cultural concentrada en la capital moderna y culta en que se había convertido Varsovia durante los años treinta, que habían entrado en la adolescencia escuchando swing y participando en salones literarios, que se sumaban a la moda de los scouts, que eran más escolarizados que cualquiera antes en sus familias. Que se pasaban de uno a otro la impresión clandestina de Piedras para la barricada, un libro escrito por Aleksander Kamiński sobre las desventuras de los scouts en conspiración. Una historia sobre “las ideas maravillosas de hermandad y servicio, sobre hombres que sabían cómo vivir y cómo morir bellamente”, decía su autor. Ser descubiertos con este libro, o cualquier otra publicación clandestina, era un boleto de ida directo a un campo de concentración.
Entre estos chicos de Varsovia, nacidos al calor de esa independencia recobrada en 1918 y educados con guante de terciopelo y mano de hierro bajo el gobierno del mariscal Józef Piłsudski, estaban los tres primos de mi abuelo Zbigniew, el padre de mi padre. En 1944, Antoni tenía veinte años; su hermana Barbara, dieciocho, y el menor, Wojtek, quince. Cada uno se reunió con su pelotón del AK en lugares distintos de la ciudad, tenían órdenes y tareas diferentes. Ese 1º de agosto, o tal vez un día o dos antes, se habrán despedido, habrán prometido verse pronto, muy pronto, cuando todo terminara. Poco después salían a encontrarse con su muerte.
Papá y yo llegamos a la capital polaca cuando empezaban las conmemoraciones, que arrancan cada año a fin de julio con una ceremonia oficial: el presidente de la República de Polonia recibe a los ex insurgentes en los jardines del Museo del Levantamiento.
“Muzeum Powstania Warszawskiego, Muzeum Powstania Warszawskiego”, repito para mí misma, tratando de encontrar alguna lógica que me ayude a recordar la declinación de las palabras, tal como intenté aprender en las pocas clases de polaco que llevo tomadas con una convicción que es más bien la esperanza de que, entendiendo algo de esta lengua dura como hielo pulido, voy a comprender algo de esta patria a la cual algo de lo que soy pertenece.
Cada fin de julio, y hasta mediados de agosto, la ciudad entera está tomada por octogenarios y bandas militares. Ellos son, por unos días, los protagonistas de Varsovia. Y tienen un calendario agitado. Los ex insurgentes bajan de los tranvías con sus boinas y sus condecoraciones, cruzan las avenidas con sus bastones y sus pieles traslúcidas, las mujeres reciben ramos de flores —blancas, rojas, amarillas— de los scouts, que escoltan y acompañan en los homenajes organizados por el ayuntamiento de la ciudad. Con el pelo blanco o cuidadosamente teñido de oscuro, las señoras lucen sus trajecitos sastre azules como cuando tenían dieciséis y acompañaban a los batallones como enfermeras. En polaco, la palabra para nombrar a una enfermera de combate es sanitariuszka, una de las pocas palabras que reconozco en los discursos, que se me quedará adherida en el idioma que mi lengua aún no sabe pronunciar.
Todos, hombres y mujeres, llevan puesto —algunos en el brazo derecho, otros en el izquierdo— el brazalete blanco y rojo con el cual se reconocían entre ellos hace setenta y un años, en esos pocos días que les llenaron toda una vida. Algunos brazaletes parecen originales. Descoloridos por el tiempo, se alcanza a leer en ellos la sigla del Armia Krajowa; otros tienen estampada el águila blanca del escudo y la sigla del ejército polacos; o el nombre del batallón al que pertenecían: Zośka, Baszta, Gustaw. Los vimos llegar bajo el sol ardiente de fin de julio, con sus hijos y sus nietos y sus bisnietos, sus bastones y sus sillas de ruedas, al Parque de la Libertad, en los jardines del museo. Los vimos cantar el himno nacional, recibir condecoraciones y arrasar con el buffet dispuesto bajo gazebos blancos. Los recibían y acompañaban voluntarios como Alicja y Aga, dos chicas de dieciséis años —pelo largo, ojos claros, timidez— que pertenecen a los Scouts y buscaron entre “sus” ex combatientes alguno que hablara inglés para presentármelo. Tal vez alguno haya conocido a los tres primos de mi abuelo.
“No, no lo conocía”, me dice uno con un brazalete que lo identifica como scout de las Columnas Grises, los Szare Szeregi, la organización a la que pertenecía Wojtek o a la cual se sumó al estallar el Levantamiento. Una ex enfermera de pelo blanco, ochenta y muchos años, sentada en una silla después de la ceremonia, dice que ella estuvo ahí, en la misma calle de Barbara, el día que explotó el tanque, pero que no la conoció. “Lo que te quiere contar —traduce papá— es cómo logró escapar cuando los nazis cercaron a su pelotón.” Mi padre se emociona y su pie tamborilea sobre el piso, la cara colorada, las primeras lágrimas de un tendal que voy a empezar a ver en este viaje, y no puede seguirle el hilo a la señora que habla y habla sin detenerse, narrando la historia que ella quiere contar y no lo que le pregunto. Tampoco logramos encontrar a alguien del batallón al que perteneció Antoni. Nadie aquí recuerda a los tres hermanos Wajszczuk.
Con mi padre hablamos de tres, pero en realidad los hermanos eran cuatro: la mayor, Danuta, continuaba en la universidad clandestina los estudios de Farmacia que había comenzado antes de la guerra en Wilno, la misma ciudad al noroeste de Polonia donde estudiaba mi abuelo, su primo. El Estado polaco, desde el primer día de la ocupación, había organizado clandestinamente una red de colegios y universidades subterráneas a espaldas de los nazis, con diplomas oficiales que serían reconocidos después de la guerra, donde se podía estudiar lo que los alemanes habían prohibido: toda educación más allá de la primaria y las escuelas de oficios, es decir, todo saber que fuese superfluo para la población de un país cuyo único fin, para los nazis, era proveer de mano de obra esclava al Reich. Los polacos pensaban en el día después: se iban a necesitar ingenieros, médicos y técnicos para reconstruir Polonia. Para 1944 había cien mil chicos en los colegios clandestinos y diez mil universitarios estudiando en la sombra.
Vuelvo a Danuta: tenía veintiséis años y aparentemente no era miembro del AK, aunque colaboraba con ellos. Y sobrevivió al Levantamiento. De ella sé casi tan poco como de sus hermanos.
Pero ¿cómo sobrevivió al Levantamiento? ¿Cómo sobrevivió, luego, a la noticia de la muerte de sus tres hermanos? Cuando contacté a J., uno de los hijos de Danuta, me aseveró y me lo repitió, vía correo electrónico, en inglés, que no va a hablar conmigo de nada de eso. Porque no lo consulté ni le pedí permiso para escribir un libro sobre ellos. Ahora es tan fácil, me dice, ahora cualquiera habla del Levantamiento. Ante mi insistencia, dijo también que lo que yo quiero, patéticamente, es pegarme a la historia de su familia. Usó la palabra glue, algo pegajoso, algo que no está unido naturalmente a lo que pretende estar. Esa frase me perseguirá durante todo el viaje.
En una esquina del barrio de Mokotów: “Lugar santificado por la sangre polaca que cayó por la libertad de su patria. Aquí el 2 de agosto de 1944 los nazis ejecutaron a 27 civiles”. Sobre la pared de ladrillos en la entrada principal del mercado Hala Mirowska: “Lugar santificado por la sangre polaca que cayó por la libertad de su patria. El 7 y 8 de agosto los nazis ejecutaron aquí a 510 polacos”. Bajo unos árboles en la calle Wolska: “Lugar santificado por la sangre polaca que cayó por la libertad de su patria. Aquí entre el 6 y 7 de agosto de 1944 los nazis asesinaron cerca de 4.000 participantes del Levantamiento y residentes de las casas cercanas”. Están por toda la ciudad. En las esquinas, bajo un árbol, frente a un minimercado abierto las veinticuatro horas, dentro de un parque, en una callecita bajo un puente, en la pared externa de un mercado junto a unos puestos de flores, en la puerta de un restaurante; en todos lados, monumentos, escudos y placas recordatorias, y bajo los monumentos, los escudos, las placas, hay velas y coronas con flores. Con los colores del pabellón nacional, y también en rojo y amarillo, los de la bandera de la ciudad de Varsovia.
Las bandas militares, con sus trombones y vientos tocando las canciones más populares del Levantamiento, también están por toda la ciudad durante estos días: proveen el soundtrack que nos acompaña. Presentes también ayer, en una misa pública al atardecer, multitudinaria, en la plaza Krasiński de la Ciudad Vieja, ahí donde alguna vez fue el casco histórico y hoy es el casco histórico reconstruido. Entre ofrendas de flores y estandartes llevados por diferentes asociaciones, después de la misa —en Polonia para todo hay una misa— se hizo el homenaje militar a los caídos, al lado de un monumento que representa a los soldados del AK: estatuas de bronce, diez metros de alto, en el acto de escapar por los kanały, el sistema de alcantarillado del siglo XIX que todavía conecta, bajo la tierra, a toda Varsovia. A pocos metros, la gente llegaba a la plaza cruzando la calle Miodowa, pisando la tapa de una alcantarilla que yo misma pisé otras veces y a la cual no había prestado atención. Es la boca real por donde los insurgentes de la Ciudad Vieja y algunos civiles escaparon cuando los nazis cercaron este barrio. Unas cinco mil personas descendiendo día y noche —cuerpo a tierra, bombas incendiarias que no paraban de caer— por ese agujero estrecho.
Las salvas del ejército, esos tres tiros al aire rituales como parte del homenaje a los caídos, nos tomaron por sorpresa a papá, a mí y a los pájaros posados en las ventanas de los edificios cercanos, que huyeron como sombras chinescas en el atardecer. Creo que fuimos los únicos en sobresaltarse.
Todo eso pasó ayer, y hoy, 1º de agosto, casi las cinco de la tarde, con el correr de los minutos empieza a reunirse más y más gente en los alrededores de la rotonda De Gaulle. Ahí llega Kamila, que ya estuvo con su cámara entre la pequeña multitud que se está formando alrededor de nosotros. Es periodista y fotógrafa aficionada. Alta y delgada, tiene una calma contagiosa, da la sensación de ser una persona sensata, ecuánime, como si solo le faltara la balanza de la Justicia entre las manos. Solo una sensación, claro, hace menos de veinticuatro horas que nos vimos por primera vez. En su pelo castaño y lacio, en sus ojos chiquitos, quiero ver algo que no sé si está, algo que nos identifique como familia.
Kamila me señala una inscripción que parece de otra época, tallada sobre la parte superior de un muro gris en la esquina en diagonal a nosotros, un edificio que comparte la cadena de librerías local Empik y la muy internacional cadena de perfumerías Sephora. Cały naród buduje swoją stolicę. “La nación entera está construyendo su capital”, traduce Kamila al inglés. Y me acuerdo de la mujer con la que compartí el asiento en el avión desde Buenos Aires, una polaca que, cuando respondí en inglés a su pregunta de por qué estaba viajando a Polonia, lo primero que me dijo, con orgullo, fue que su padre, del sur del país, después de la guerra había viajado a Varsovia para ayudar en la gran campaña de reconstrucción. A levantar de nuevo la capital sobre la tierra arrasada.
No se ven muchos ex insurgentes en la rotonda De Gaulle. Hoy muchos de ellos, con sus hijos y sus nietos y sus bisnietos, sus bastones y sus sillas de ruedas, están visitando el cuadrante de su batallón en el cementerio militar de Powązki. El cementerio, dicen, es el otro lugar donde hay que estar hoy a esta hora. Pero yo le digo a papá que mejor estar acá, en la rotonda, mirando cómo vive este momento la gente común, no los ex insurgentes y sus familiares. Lo que no le digo es que también quiero evitar un encuentro incómodo con J., que supuestamente todos los años viaja en esta fecha desde el norte del país, donde vive, para estar en Powązki. Por la noche, en el noticiero —papá cruzado de piernas, cerveza en mano, mirando la tele en polaco como si lo estuviese mirando una noche cualquiera de verano en su propia casa— veremos como en el monumento central del cementerio, un obelisco con la inscripción Gloria Victis, “gloria a los vencidos”, los ex combatientes desfilaron con los estandartes de sus ex batallones ante las autoridades del país, tan erguidos y solemnes como sus cuerpos achacosos lo permiten. A la noche, por televisión, el cementerio brilla como un pequeño incendio escapado de esa Varsovia que ya no existe, sobre las tumbas la luz anaranjada de cientos de velas prendidas.
Las cinco menos cinco, menos cuatro, menos tres minutos. Si me encontrara de casualidad por esta calle, pensaría que lo que hay en la rotonda de la palmera de plástico es un embotellamiento o un accidente de tránsito lleno de curiosos. Y entonces ese sonido, a las cinco en punto de la tarde, a la “hora W”. Las 166 sirenas del sistema regional y las 54 del sistema urbano de alarmas de la ciudad de Varsovia empiezan a ulular, un sonido que crece y se estira y se va metiendo en los oídos, un sonido que parece atravesar paredes y puertas, que se abre paso por la materia, que por unos segundos cubrirá cualquier otro ruido que puedan hacer los dos millones de habitantes de esta ciudad. Todos los que estaban sentados en los alrededores de la rotonda se levantan. El poco tránsito que todavía circula se detiene, y los conductores se bajan de los buses y de los autos y de las camionetas último modelo. Todos estamos de pie, inmóviles, las espaldas rectas. Dejándonos atravesar por el sonido ondulante de las sirenas. Que tienen algo de siniestro, como si la ciudad no fuera de nadie, más que de los muertos o de sus fantasmas, y ellos se asomaran detrás de ese resonar. En un segundo estamos envueltos en el humo blanco y rojo de las bengalas que vuelve neblinosa la escena. Me parece, de reojo, que a papá se le llenan los ojos de lágrimas.
Termina el minuto de silencio, y Kamila me traduce: “¡Gloria a los insurgentes!“, machacan algunos en un cántico que tal vez porque no entiendo suena áspero, monocorde. Las sirenas se van apagando. Se debilita el aplauso, terminan los cantos, se apagan las bengalas. Los vehículos arrancan, la gente empieza a articularse, a caminar. Queda, como un eco asustado, el sonido de las alarmas de los autos.
Y el sábado de sol, clavado en mitad del verano, continúa como si nada.
1º DE AGOSTO DE 1944, 17:00
Warschau ist kalm.
Ese martes 1º de agosto de 1944 había amanecido a las cinco y diez de la mañana. El pronóstico indicaba nubosidad en aumento, lloviznas en el horizonte y una temperatura apacible para el caluroso verano polaco: diecinueve grados. A las 13:29, el parte diario de la agencia de noticias alemana afincada en la ciudad informaba al Reich el estado de la metrópolis que hacía cinco años sobrevivía bajo la ocupación nazi: “Varsovia está en calma”.
No era cierto.
Algo retumbaba en toda la ciudad. El sonido provenía del otro lado del río Wisła, era la artillería del Ejército Rojo. El frente ruso, una marea humana imparable a esa altura de la guerra, estaba a menos de veinte kilómetros. Los varsovianos habían visto con sus propios ojos, en los últimos días, a los soldados alemanes levantar oficinas, desarmar plantas industriales y trasladar instalaciones ferroviarias fuera de la ciudad, a las familias de los oficiales SS ser evacuadas de los departamentos que habían usurpado llevándose las finas alfombras, la vajilla de plata, a los camiones y los BMW negros tomar las rutas hacia el oeste. Las autoridades alemanas habían convocado a los ciudadanos por altavoces y a través del diario a presentarse para cavar trincheras. Nadie acudía. Radio Kościuszko, por otra parte, insistía desde Moscú con mensajes que incitaban a la rebelión. Entusiasmados con lo que parecía una retirada, muchos no habían notado que, sin embargo, después de unos días de pánico, los alemanes parecían regresar en masa a la ciudad.
Meses antes, la policía alemana había descartado los reportes de Inteligencia sobre un posible alzamiento en la ciudad por considerarlo una locura. Pero ese día, toda Varsovia —casi un millón de habitantes, lo que quedaba después de la deportación y el asesinato de alrededor de trescientos mil ciudadanos desde 1939— y gran parte de los invasores alemanes presentían que algo, aunque no sabían exactamente qué, estaba por suceder. Se olía en el aire tenso de esa tarde nublada y húmeda; en las muchachas aferradas a sus carteras subiendo y bajando escaleras, entrando y saliendo de los edificios; en los scouts que corrían como linces entre las calles; en los grupos de amigos vestidos con demasiado abrigo para estar en pleno verano, congregándose con paquetes de tamaños sospechosos en ciertas casas de la ciudad, con las flores en el ojal que las novias ponían como despedida y entre la ropa, escondido, un brazalete hecho con un retazo blanco y otro rojo: los colores de la bandera polaca, prohibida por los alemanes.
Antoni, Barbara y Wojtek Wajszczuk vivían junto a su madre, Maria, en un departamento en la planta baja de un edificio con fachada de yeso en la calle Ogrodowa, número 23, en el centro de Varsovia, limitando con el distrito fabril de Wola. Danuta, la mayor de los hermanos, no vivía ahí, pero también se había mudado con ellos a la capital desde Krasnystaw, una ciudad ínfima en el sureste de Polonia donde toda la familia residió en la misma casa hasta, aparentemente, 1942. El padre, el doctor Edmund Wajszczuk, era el tío de mi abuelo. En algún momento de ese año, los hermanos y su madre llegaron a ese edificio de la calle Ogrodowa donde vivían unos parientes, buscando un lugar más seguro para vivir y estudiar. En Krasnystaw, el único colegio secundario había sido clausurado por los nazis; sus profesores fueron arrestados, y oficiales de la Gestapo que firmaban las órdenes de ejecución contra los polacos habían ocupado la casa de la familia, arrinconándola en un par de habitaciones, mirando con recelo sobre todo a Antoni, en edad de ser deportado al Reich para trabajos forzados. En esa casa tomada de Krasnystaw, el doctor Wajszczuk siguió viviendo y atendiendo su consultorio privado mientras su esposa y sus hijos se instalaban en Varsovia. Moriría poco tiempo después en circunstancias nunca aclaradas del todo.
Ogrodowa, a la altura del número 23, era en 1942 una calle elegante, empedrada, iluminada a gas. Hoy día no es ninguna de esas tres cosas; con mi padre la caminaremos de una vereda y de la otra, trataremos de imaginarnos cómo sería por entonces esta calle que parece abandonada de tan silenciosa, miraremos reconcentrados un edificio de seis o siete pisos de cemento gris que ocupa casi toda la cuadra, lleno de ventanas estrechas y rectangulares, el único que sobrevivió a esa época, enfrente de la antigua dirección de nuestros parientes. La calle se alargó, la numeración es otra, el edificio original donde vivieron los Wajszczuk fue quemado durante el Levantamiento y demolido después de la guerra. En el lugar donde, creo, estuvo la casa familiar, hoy se levanta otra construcción, de tres pisos, con paredes graffiteadas al lado de una calle interna y de un jardincito arbolado. Su numeración va del 13 al 29. Al lado del portón general, un pequeño mástil con la bandera polaca, como si allí funcionara alguna escuela o dependencia oficial, y una ventana que oficia de vidriera para una peluquería —en Polonia casi cada cuadra tiene una peluquería—. Algunos autos estacionados, dos o tres personas pasan caminando.
La palabra ogrodowa refiere en polaco a un “jardín”, pero la calle con ese nombre dista hoy de serlo, y en esa época, a pesar de su mentada elegancia, tampoco lo parecía: estaba a metros del peor lugar posible en Polonia por fuera de los campos de exterminio que se multiplicaban como hongos venenosos por todo el país. Ahí, lindando con Ogrodowa, por donde caminaremos esa tarde, se levantaban los muros del Gueto de Varsovia.
De los parientes y conocidos de los cuatro hermanos que veremos en los próximos días, nadie me podrá confirmar en qué momento exacto llegaron los Wajszczuk a la calle Ogrodowa, pero es muy probable que haya sido varios meses antes del otro Levantamiento. Me refiero al del Gueto. Esa rebelión es historia conocida. Los judíos organizados clandestinamente que quedaban allí, después de las deportaciones masivas ordenadas por los alemanes en el verano de 1942, se dieron cuenta de que solo tenían dos opciones, morir en la cámara de gas de Treblinka o morir luchando. Eligieron lo último. Y se sublevaron contra los nazis. Los varsovianos del otro lado del muro miraron durante la Semana Santa de 1943 —entre la humareda que se extendía por las calles y se colaba en las calesitas de las plazas y en los bancos de los parques y en las iglesias repletas— cómo el fuego iba devorando el perímetro del más grande de los seiscientos guetos que los alemanes habían instalado en Polonia.
Me pregunto cómo se habrán sentido los hermanos Wajszczuk ante lo que pasó a metros de sus narices durante esos días. ¿Indignados, rabiosos, impotentes? ¿Les habrá importado lo que les sucedía a sus vecinos? ¿O también ellos, como muchos otros polacos que estaban del lado “ario” de las cosas, tenían suficiente con sus propias deportaciones y redadas y asesinatos como para preocuparse por lo que les pasaba a “los judíos”?
Hay un poema de Czesław Miłosz escrito en esa primavera de 1943, cuando el Gueto ardía y el Nobel de Literatura todavía le quedaba lejos. Se llama “Campo dei Fiori” y describe esa plaza romana, su bullicio, su colorido, su alegría. Es la misma plaza donde quemaron a Giordano Bruno en la hoguera de la Inquisición. “Y antes de que las llamas se apagaran/ las tabernas volvieron a llenarse”, dice el poema. Miłosz ve un paralelo entre la plaza romana y Varsovia en esa Pascua de 1943. Con la música de la calesita. Las risas. Las escamas ennegrecidas volando empujadas por el viento hacia el otro lado del Gueto que “los jinetes del tiovivo/ atrapaban como pétalos en el aire”. No quiere hacer una pequeña moral con esto. Tan solo hablar de los que mueren solos, y quienes los recuerdan cuando ya todo es leyenda.
Las SS entraron a sangre y fuego en el Gueto, y aunque los sublevados lograron mantener la rebelión casi un mes, finalmente fue liquidada; los nazis deportaron a los escasos sobrevivientes y demolieron y quemaron lo que aún estaba en pie. Escombros y cenizas fue todo lo que quedó, como un aviso siniestro de lo que eran capaces de hacer. Quince meses después se levantó el resto de Varsovia. Algunos recién entonces llegarían a darse una idea de lo que habían pasado los judíos del Gueto, luchando solos y sin esperanzas, abandonados por el resto del mundo. Otros, ni siquiera en ese momento.
Esta historia que empiezo a contar, la del Levantamiento de Varsovia, a diferencia de la del Gueto, es casi desconocida por fuera de los límites de Polonia, que vivió desde el final de la Segunda Guerra hasta 1990 detrás de la llamada “Cortina de Hierro” —me gusta el nombre, tan gráfico—, bajo el aura de un gobierno comunista digitado por la Unión Soviética. Es casi desconocida porque el AK, el ejército clandestino y nacionalista, prodemocrático y conservador a la vez, había interferido en los planes de dominación de Stalin, como pulgas insidiosas en el lomo de un mastín. La Varsovia del Gueto y la Varsovia del Levantamiento contaban la historia de dos ciudades, y había que elegir con cuál quedarse. Stalin decidió que la menos peligrosa de cara al futuro que planeaba para Polonia era la primera. ..
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