Cada dos o tres noches, cuando ceden las agitaciones del día y procuro conciliar el sueño, espío mi cuenta de Instagram. Suelo maravillarme con las imágenes de la Tate Gallery o de NatGeo, siempre rebosantes de imaginación, pero entre las fotografías que me acompañan en ese umbral del sueño hay una serie que inevitablemente me toca el corazón: son las que Fernando Gutiérrez, uno de los muy buenos compañeros de ruta que me ha regalado este oficio, les toma a sus hijos mientras duermen. La expresión de esos rostros es serena, de una extraña placidez, quizá porque el rostro de un niño dormido nos transporta a un estado de dichosa inocencia que a menudo añoramos. Mirándolos dormir, me he preguntado muchas veces qué es lo que provoca en mí ese sentimiento de mansa felicidad. De cuando en cuando, esa alegría se transforma en risa: los niños duermen no ya en lugares inverosímiles, sino en posiciones insólitas que parecieran concitar cualquier cosa menos el sueño.
Algunas de esas imágenes trajeron del fondo de la memoria los momentos en que he mirado dormir a mis hijos. Hace unos cuantos años, en la penumbra del dormitorio, con el reflejo de las luces nocturnas filtrándose por las celosías, observaba descansar a uno de ellos cuando vino a mi mente una imagen que jamás me abandonaría.
Me asaltó en ese instante de mansedumbre un sentimiento inesperado que me pareció era tocado por cierto espíritu de religiosidad. El capricho me hizo pensar en la serie de esculturas inacabadas de Miguel Ángel, que muchos años antes me habían conmovido con su potencia contenida -el cuerpo aún emergiendo del mármol, el instante perturbador en que todo aún está por suceder- al contemplarlas por primera vez en el Louvre.
El sueño en los niños es un instante en que todo es (o aparenta ser) sosiego, y esa calma encuentra su reflejo en los rasgos de ternura que inevitablemente nos conmueven: los niños arrebujados entre las mantas, la boca apenas entreabierta que desnuda la punta de un diente blanquísimo, el débil latido de las aletas de la nariz que provoca la respiración, quizá el pelo revuelto. Sin embargo, siempre se me antojó que esa quietud era un espejismo. En esa calma anida el brío de aquello que está por ocurrir.
Mirándolos una y otra vez, creía yo ver en la serenidad de los rostros de mis hijos la semilla del porvenir. Basta un pequeño hechizo -el milagro del despertar- para que la vida, que es movimiento puro, estalle.
Cuando mis hijos eran pequeños, solía dormirlos en brazos, arrullándolos con canciones infantiles o con la voz de Caetano Veloso. Con una pizca de malicia, mi mujer solía burlarse de mí diciéndome que el esmero que ponía en dormirlos no era más mi deseo de quedarme a solas, lejos de las perturbaciones que traen el ruido inevitable de los niños.
Una de estas noches quise hacer algunas anotaciones sobre este tema cuando vi una imagen de una de las hijas de Fernando durmiendo (creo que era Paloma), y como sucede siempre cuando escribo busqué canciones de cuna para que me acompañasen durante la escritura. El azar quiso que diese con el célebre Wiegenlied de Johannes Brahms. Cuánta fue mi sorpresa al descubrir que una de las canciones con que solía acunar a mis hijos (el "Ponte ya..." que tantos padres y madres hemos musitado en las noches) había sido compuesta por el músico alemán.
Brahms no fue el único compositor de música clásica que exploró la forma límpida y cristalina de la canción de cuna (Wiegenlied o berceuse, en su versión en francés); lo hicieron también Franz Liszt, Richard Strauss, Maurice Ravel e Igor Stravinsky. A George Gershwin le debemos una de las más hermosas que se hayan escrito jamás: "Summertime", la canción que después de su estreno en 1935 mereció una infinidad de versiones, es una de las arias de su ópera Porgy & Bess. La cantidad de creaciones es infinita en el campo de la música popular.
Quizá el placer de verlos dormir sea algo egoísta. Mirarlos en sus camas mientras duermen, en casa, niños todavía y niños de todos modos aunque tengan ya más de veinte años, nos da la tranquilidad de sentir que están a salvo de las hostilidades del mundo, cuidados amorosamente por nosotros, sus padres. Siempre niños soñando felicidad, niños jugueteando inquietos en los jardines de un lugar que despiertos jamás encontrarán.
V. H. G.
El sueño en los niños es un instante en que todo es (o aparenta ser) sosiego, y esa calma encuentra su reflejo en los rasgos de ternura que inevitablemente nos conmueven: los niños arrebujados entre las mantas, la boca apenas entreabierta que desnuda la punta de un diente blanquísimo, el débil latido de las aletas de la nariz que provoca la respiración, quizá el pelo revuelto. Sin embargo, siempre se me antojó que esa quietud era un espejismo. En esa calma anida el brío de aquello que está por ocurrir.
Mirándolos una y otra vez, creía yo ver en la serenidad de los rostros de mis hijos la semilla del porvenir. Basta un pequeño hechizo -el milagro del despertar- para que la vida, que es movimiento puro, estalle.
Cuando mis hijos eran pequeños, solía dormirlos en brazos, arrullándolos con canciones infantiles o con la voz de Caetano Veloso. Con una pizca de malicia, mi mujer solía burlarse de mí diciéndome que el esmero que ponía en dormirlos no era más mi deseo de quedarme a solas, lejos de las perturbaciones que traen el ruido inevitable de los niños.
Una de estas noches quise hacer algunas anotaciones sobre este tema cuando vi una imagen de una de las hijas de Fernando durmiendo (creo que era Paloma), y como sucede siempre cuando escribo busqué canciones de cuna para que me acompañasen durante la escritura. El azar quiso que diese con el célebre Wiegenlied de Johannes Brahms. Cuánta fue mi sorpresa al descubrir que una de las canciones con que solía acunar a mis hijos (el "Ponte ya..." que tantos padres y madres hemos musitado en las noches) había sido compuesta por el músico alemán.
Brahms no fue el único compositor de música clásica que exploró la forma límpida y cristalina de la canción de cuna (Wiegenlied o berceuse, en su versión en francés); lo hicieron también Franz Liszt, Richard Strauss, Maurice Ravel e Igor Stravinsky. A George Gershwin le debemos una de las más hermosas que se hayan escrito jamás: "Summertime", la canción que después de su estreno en 1935 mereció una infinidad de versiones, es una de las arias de su ópera Porgy & Bess. La cantidad de creaciones es infinita en el campo de la música popular.
Quizá el placer de verlos dormir sea algo egoísta. Mirarlos en sus camas mientras duermen, en casa, niños todavía y niños de todos modos aunque tengan ya más de veinte años, nos da la tranquilidad de sentir que están a salvo de las hostilidades del mundo, cuidados amorosamente por nosotros, sus padres. Siempre niños soñando felicidad, niños jugueteando inquietos en los jardines de un lugar que despiertos jamás encontrarán.
V. H. G.
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