“Las fantasías de Sarmiento con Mariquita”
Sarmiento, de pronto, fue víctima de una inesperada reacción fisiológica. Algo se había despertado en él más abajo de su vientre. Intentó disimular el contratiempo cruzando las manos sobre el promontorio que le abultaba el pantalón. Pero era una posición todavía más obscena.
¿Quién había sido la responsable de tamaña incomodidad? La venerable Mariquita Sánchez de Thompson. La distinguida interlocutora de Sarmiento hablaba sin apartar sus ojos de los del futuro Presidente, acaso para no incomodar aún más a su visitante.
Sarmiento asentía sin escuchar, sonreía incómodo, mientras se cruzaba de piernas para evitar que el torbellino de humores que lo invadía hiciera saltar la costura de algún botón. El hombre que habría de regir los destinos del país, no podía gobernar sus propias pasiones. Ni el pudor podía apagar el fuego que había encendido Mariquita.
Cuanto más hablaba, sonreía y agitaba sus manos en el aire, más leños agregaba a la hoguera. Con un sudor que le empapaba la frente, Sarmiento imaginó esta escena: en ese estado, se pondría de pie, sujetaría las muñecas de la mujer y, haciéndola girar sobre su eje, la tomaría por detrás, la abrazaría y besaría su cuello largo. Entre sollozos, Mariquita se resistiría primero con denuedo, luego se quejaría con resignación, hasta que, por fin, los lamentos se convertirían en gemidos de placer.
Los pensamientos del futuro Presidente no contribuían a calmar al guerrero que pugnaba por liberarse y actuar. Confrontado a la barbarie que le brotaba desde abajo, invocó a la civilización de la razón. Pero la visión de la mujer que tenía enfrente lo obnubilaba.
En ese momento ingresó en el salón una criada; la irrupción hizo que, por fin, la fiera se amansara y sobreviniera la fatiga, el descanso y la calma.
Este pasaje, que se diría salido de la imaginación de un escritor, resultaría inverosímil si no hubiese quedado registro en primera persona en una carta que escribió Sarmiento en 1846 a Juan María Gutiérrez. Refiriéndose a Mariquita, dice:
“Nos hicimos amigos, tanto que una mañana, solos, sentados en un sofá, hablando […], me sorprendí víctima triste de una erección, tan porfiada que estaba a punto de interrumpirla y, no obstante sus 60 años, violarla. Felizmente entró alguien y me salvó de tamaño atentado.”
Conviene señalar que Sarmiento era un joven de treinta y cinco años.
Esta carta es sorprendente. Pero hay una otra, que refleja el espíritu del prócer de manera clara y transparente. Un escrito que explica como pocos la visión de Sarmiento sobre el sexo, el matrimonio, las mujeres y la infidelidad. Pero también habla de la humildad del que jamás utilizó la función pública para enriquecerse. Es una carta, dirigida a su primo Domingo Soriano Sarmiento:
“Querido tocayo:
Con el mayor placer he sabido que se ha casado usted con la prima Laura.
(…)
Vea usted cómo miro yo el matrimonio.
No creo en la duración del amor, que se apaga con la posesión. Yo definiría esta pasión así: un deseo para satisfacerse. Parta usted desde ahora del principio de que no se amarán siempre. Cuide usted pues cultivar el aprecio de su mujer y de apreciarla por sus buenas cualidades. Oiga usted esto; porque es capital. Su felicidad depende de la observancia de este precepto. No abuse de los goces del amor, no traspase los límites de la decencia; no haga a su esposa perder el pudor a fuerza de prestarse a todo género de locuras. Cada nuevo goce es una ilusión perdida para siempre; cada favor nuevo de la mujer es un pedazo que se arranca al amor. Yo he agotado algunos amores y he concluido por mirar con repugnancia a mujeres apreciables que no tenían a mis ojos más defectos que haberme complacido demasiado. Los amores ilegítimos tienen eso de sabroso, que siendo la mujer más independiente aguijonea nuestros deseos con la resistencia. Deje a su mujer cierto grado de libertad en sus acciones y no quiera que todas las cosas las haga a medida del deseo de usted. Una mujer es un ser aparte que tiene una existencia distinta de la nuestra. Es una brutalidad hacer de ella un apéndice, una mano para realizar nuestros deseos.
Cuando riñan, y esto ha de haber sucedido antes de que reciba ésta, guárdese por Dios de insultarla. Mire que he visto cosas horribles: la primera palabra injuriosa que la cólera del momento sugiere deja una idea en su espíritu: si en la primera riña le dice usted bruta, en la segunda le dirá infame, y en la quinta puta. Tenga usted cuidado con las riñas y tiemble usted no por su mujer, sino por la felicidad de toda su vida.
(…)
Me urgen porque acabe y sólo tengo tiempo para hablarle un poco de asuntos de dinero, del cual estoy in puribus. Sé que usted quiere comprar un piano de casa que tiene en su poder. ¿Lo quiere por cien pesos? Tómelo. ¿Le parece caro? Avísemelo y proponga el precio que le parezca equitativo; esto que sea pronto.
Démele un fuerte abrazo a Laura. A Dios, pues, Domingo F. Sarmiento”
Un prócer de verdad, un hombre de carne y hueso, excesivo en las pasiones, austero hasta la pobreza.
Cuando riñan, y esto ha de haber sucedido antes de que reciba ésta, guárdese por Dios de insultarla. Mire que he visto cosas horribles: la primera palabra injuriosa que la cólera del momento sugiere deja una idea en su espíritu: si en la primera riña le dice usted bruta, en la segunda le dirá infame, y en la quinta puta. Tenga usted cuidado con las riñas y tiemble usted no por su mujer, sino por la felicidad de toda su vida.
(…)
Me urgen porque acabe y sólo tengo tiempo para hablarle un poco de asuntos de dinero, del cual estoy in puribus. Sé que usted quiere comprar un piano de casa que tiene en su poder. ¿Lo quiere por cien pesos? Tómelo. ¿Le parece caro? Avísemelo y proponga el precio que le parezca equitativo; esto que sea pronto.
Démele un fuerte abrazo a Laura. A Dios, pues, Domingo F. Sarmiento”
Un prócer de verdad, un hombre de carne y hueso, excesivo en las pasiones, austero hasta la pobreza.
F. A.
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