viernes, 21 de julio de 2017

HISTORIAS DE VIDA


Llegó a casa cuando yo era chico, luego de ser descartado por el diario La Prensa, donde trabajaba mi padre, que lo compró en una de las subastas que solían organizarse cuando tocaba mudar de mobiliario. Era uno de esos enormes y pesados escritorios de roble, con tapa de cortina y siete cajones en la parte inferior; arriba, ocultos cuando se cerraba la tapa, seis gavetas más pequeñas con tiradores de bronce, y, como descubrí en mis investigaciones ulteriores (sólo los niños pueden ser tan inquisitivos), algunos de los adornos eran, en realidad, cajones disimulados.


No era un escritorio, era un mundo. Pero lo habían desfigurado. Alguien, vaya a saber inspirado en qué horrible y efímera concepción estética, lo mandó a pintar de blanco. Todo, salvo el área de trabajo, donde el enchapado todavía estaba a la vista. Sus décadas de servicio en oficinas donde el cigarrillo todavía era bienvenido le habían dejado feas quemaduras en un borde. El tabaquista parece haber sido diestro.
Tuvo unos cuantos años de descanso, al servicio de mi padre, que casi nunca estaba en casa, y luego también él decidió descartarlo. Demasiado grande, demasiado pesado. "Y es un juntadero de cosas", añadiría mi madre, pragmática. Me opuse y, así, en mis veinte, lo heredé y fue a parar a mi estudio, escribí durante temporadas enteras sobre su mesa y me lo llevé conmigo, dificultoso y todo, cuando me fui a vivir solo. Luego volvimos a mudarnos. Y de nuevo, hace un año y medio. Pero esta vez era hora de cumplir una promesa que le había hecho 30 años atrás. Que volvería a ser el mismo. Con algunas arrugas, desde luego, y unas cuantas cicatrices. Pero volvería a lucir su orgullosa alma de árbol.
No resultó fácil encontrar un restaurador, sin embargo. Algunos juzgaron que el mueble estaba más allá de toda posible salvación.
-¿Pintado de blanco? No, imposible. La pintura entró en las vetas, no se la puede sacar.
Me encanta la liberalidad con la que algunos emplean el adjetivo imposible. Otros aceptaban el desafío, pero a costos exorbitantes. Por fin, luego de buscar y rebuscar, di con Gabriel. Un minuto después supe que había encontrado las manos y el espíritu que rescatarían a mi viejo amigo de roble. Gabriel ama los muebles. No los restaura. Los resucita.
Le mandé fotos. Volvimos a hablar. Estaba indignado. Quería el nombre del que había pintado madera de ese modo. Le dije que eso había ocurrido más de medio siglo atrás. Cuando se calmó, me preguntó por dónde lo pasaba a buscar. En ningún momento me habló de dinero. Quería empezar a reparar todo ese daño malsano cuanto antes.
Le llevó meses. Descubrió nuevas lesiones en su interior. Me propuso soluciones con la convicción del que sabe de antemano que no va a bajar los brazos. Por fin, en mayo de 2016, me anunció que el escritorio estaba listo. Vino con el mismo fletero que se lo había llevado, medio año atrás, y me bastó ver su expresión entre gozosa y atónita para anticipar que estaba por presenciar casi un milagro. Creo que, cuando corrí hasta el camión, volví a tener siete años.


Trepado a la caja, Gabriel descorrió unas alfombras, y lo vi. Lo vi, quizá, por primera vez. Lo vi como lo había imaginado durante décadas, cada vez que le prometía que volvería a ser el de antes. No pude hablar durante varios segundos. Habría llorado, si no fuera por ese prurito torpe que tenemos los hombres delante de otros hombres.
Mi escritorio había vuelto, redivivo, libre de ese disfraz patético y fantasmal, pero con todos los secretos que nos habíamos confiado intactos. Lo bajamos con cuidado. Olía de nuevo a madera y las vetas se sentían claras y distintas en las manos. Mi escritorio de toda la vida; por fin podía tocarlo. Lo observo, mientras escribo estas líneas, y de nuevo me cuesta creerlo. Está silencioso y sigue siendo el mismo tipo reservado de siempre. Pero la madera sonríe ahora y parece dar las gracias.
Por favor, faltaba más.

A. T. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.