jueves, 28 de septiembre de 2017

DESVENTURAS DE UN PERIODISTA

Italo Calvino escribió que cada vida es una enciclopedia, una biblioteca. He recordado esta idea a menudo cuando el oficio me puso a las puertas de una entrevista. Con el mismo temblor con que hace treinta años me disponía a conversar con un desconocido, de quien tenía apenas indicios que me habían llegado con un libro o una película, tomo fuerzas para asomarme a esa vida con la curiosidad (con el temor) con que me huiese aventurado a recorrer la biblioteca de Alejandría.
Puesto a investigar el género de la entrevista, que cultivé en estos últimos tiempos con mucha mayor frecuencia que en los primeros años de la profesión, me pregunté qué razón llevaría a cultivar esa ardua disciplina a alguien que durante una buena parte de su vida ha sido renuente a la conversación. No conseguí una respuesta satisfactoria, pero sí algunos indicios. Uno de ellos es una medida de mi egoísmo. En la reconstrucción de una biografía, suelo comenzar por el principio: la infancia. No es un alarde de imaginación, pero sigo creyendo que en esos primeros años está la verdad de una vida: es una brasa tibia que se enciende apenas agitamos una mano sobre ella. Indago en la niñez de las personas a las que entrevisto en la esperanza de vislumbrar en ese espejo rastros de mi propia infancia. Todavía recuerdo la impresión que me provocó, en la penumbra de una sala de cine, el momento de El ciudadano en que el magnate de la prensa imaginado por Orson Welles, mientras agoniza, murmura una última palabra: Rosebud. Es el nombre del trineo con el que jugaba en su niñez.
He leído en estos días a los grandes teóricos del género (Mikjail Bajtin, Roland Barthes), y sin embargo, pese a la riqueza conceptual de esos trabajos y de las herramientas que proveen la lingüística, la semiótica o la filosofía, me sigue atrayendo más la experiencia concreta de la conversación. Una de las lecciones más reveladoras que tomé en mi carrera fue la lectura de las entrevistas de Playboy. Para cualquier estudiante de periodismo de los años 70, ese libro que reúne los mejores reportajes de la publicación de Hugh Hefner tenía el peso de un viaje de iniciación (y no sólo sexual).


Dos de esos textos resultan particularmente memorables: las entrevistas con Miles Davis y Marlon Brando. Después de no prestar declaraciones a la prensa durante veinticinco años, Brando invitó al periodista Lawrence Grobel, autor de las Conversaciones íntimas con Truman Capote, a que compartiera con él diez días en Tetiaroa, la isla en la que se refugiaba del asedio de los medios y los fanáticos. La entrevista terminó siendo un libro. En esas fabulosas reconstrucciones de la vida íntima de dos artistas monumentales -verdaderas enciclopedias- puede leerse lo mejor del periodismo de la segunda mitad del siglo pasado.
El procedimiento con que los entrevistadores van asomándose al alma de esas criaturas es parecido al que siguen los detectives o, mejor aún, los arqueólogos. Con paciencia infinita, éstos van quitando tierra y escombros hasta dar con pequeños fragmentos del pasado: un trozo de una vasija, la punta de una flecha, los restos de una máscara o los huesos dispersos de un esqueleto.
El entrevistador debe afrontar esa tarea con ciertas dificultades particulares de su oficio. La primera es que toda entrevista, aun cuando los protagonistas se entreguen a ese intercambio con sinceridad, es una simulación. Se trata de dos personas que conversan sabiendo que otros (la audiencia) los escucharán en ese momento o después. Reproducen rasgos de carácter de una época (los modos en que se manifiestan hoy el dolor o la alegría, los usos del lenguaje, la gestualidad) y se presentan en escena para agradar a los otros y ser reconocidos -sobre todos los artistas y los deportistas- por su heroicidad. La verdad es remisa; asistimos al despliegue de la veracidad o la verosimilitud.
La otra dificultad es del orden de la psicología: toda memoria es una cronología del olvido. Cuando echamos la vista atrás vemos, como si estuviésemos en medio de un desierto abrasador, a través de los fulgores de una reverberación. Son apenas esquirlas del recuerdo. Eso que creemos que es el pasado (nuestro recuerdo de ese pasado y de lo que fuimos, el deseo de la memoria) es apenas lo entrevisto. Una parte de ese pasado se nos ha ido para siempre. La literatura, como sucede con las entrevistas, nos trae otro espejismo: el del tiempo recobrado.
V. H. G. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.