lunes, 25 de septiembre de 2017

ECONOMÍA; JORGE RIABOI




JORGE RIABOI 
Diplomático y periodista 

Según el multifacético periodista y escritor Jorge Fernández Díaz, el presidente Mauricio Macri evalúa la posibilidad de asumir la condición de desarrollista para noquear los constantes exabruptos del kirchnerismo y la izquierda argentina. La militancia dedica sus mejores recursos a presentarlo como un ejemplar de la derecha liberal. Y lo hace con un ramillete de consignas patoteras, narraciones abstractas, utópicas demandas sociales y métodos irritantes de confrontación callejera. Mientras tanto, la franja del medio observa el eclipse lunar. Los únicos que tiemblan de ira, objetan el gradualismo económico y no perdonan los rasgos de incompetencia oficial, son los verdaderos liberales. De ahí que elogios como el que acaba de dedicar Mario Blejer a la gestión del estoico Federico, suenan a gestos perdidos.
Esta columna es un utópico intento de separar la paja del trigo. La Argentina podría sacar enorme provecho de una contienda menos conventillera. Al cumplirse diez años de la peor crisis y post-crisis económica global que se registra desde 1929, un economista y referente europeo se tomó el trabajo de explicar, en forma didáctica, la fuente cultural del magro crecimiento económico global. Por ello es recomendable entender a Anatole Kaletsky, quien tácitamente nos invita a pensar los hechos sin candados en el mate. Ja!!...El texto aclara el contrapunto.
Por empezar, es un aliciente que el propio Fernández Díaz estudie los enfoques que dieron fama, poder e influencia al ilustre y polémico abuelo del actual Ministro del Interior, ambos llamados Rogelio Frigerio. El nono (alias el Tapir) fue asesor directo del ex presidente Arturo Frondizi en los inicios de los 60 y un escuchado ideólogo de la vida editorial de Clarín y del fugaz Movimiento de Integración y Desarrollo (MID). Él solito generó una sensible reforma de los patrones de gobernabilidad del país. Su gran mérito fue dejar atrás la izquierda convencional y entender, como otros desilusionados, que la partidocracia aborrece la realidad y rechaza el pragmatismo institucional.
Ese último es un dato singular, puesto que la mayor pifia del desarrollismo fue abrazar, sin anticonceptivos, un modelo de sustitución de importaciones incompatible con la necesidad de crear una economía abierta y competitiva para ganar divisas y financiar, con ingresos de exportación, un sano proceso de desarrollo (algo así fue lo que dijo e hizo el ingeniero Hernán Büchi para crear el verdadero milagro chileno, basado en una racional, equilibrada y viable apertura económica). Esa grave omisión explica uno de los motivos del derrape frondizista.
Ningún plan serio podía funcionar entonces, ni eludir ahora, la necesidad de organizar un país preparado para vender regularmente un paquete de bienes, servicios y tecnología al mundo exterior. La obsoleta noción de acudir al proteccionismo y a la deuda externa, cuya posibilidad de repago casi nunca tiene confiable demostración, no constituye un atajo al desarrollo sostenible, concepto que estos días incluye la lucha contra el cambio climático y la sanidad del medio ambiente.
El desarrollismo autóctono nunca vivió desconectado de las doctrinas originadas por la CEPAL de Raúl Prebisch y por sus seguidores de fuste como José Antonio Mayobre, Enrique Iglesias o el polémico Celso Furtado. En todo caso, los enfoques del Tapir permitieron generar un desprolijo pero muy exitoso ciclo de autoabastecimiento petrolero y 28 ensambladoras automotrices que en su mayoría engrosaron el baúl de los disparates nacionales. En el país de entonces, al igual que en el país de hoy, se hablaba con mucha pasión y poco conocimiento del concepto de Industria Infantil (incorporado al Artículo XVIII del GATT 1947) y del deterioro de los términos del intercambio (Prebisch puro), un razonamiento que ahora usan con entusiasmo las potencias tradicionales como la Unión Europea (proyecto circulado en 2009 sobre la actual Política Agrícola Común 2014-2020).
Leyendo y escuchando a Héctor García, un economista de excelente formación y notable inteligencia, se puede conocer con facilidad el valor real del histórico ciclo desarrollista que hoy parece tener el oído atento de la Casa Rosada. Él fue uno de los genuinos conductores de una etapa del FIDE, un reducto intelectual que generó algunas contribuciones significativas al debate especializado.
También es recomendable y urgente acceder al pensamiento del economista y consultor Anatole Kaletsky, quien desde hace más de cuarenta años deambula en forma estable por lugares como la Royal Economic Society, The Times, el Financial Times, The Economist, el New York Times y otras publicaciones que algún día serán tenidas en cuenta.
Anatole acaba de concebir una genial y discutible mini-reflexión para Project Syndicate (19 de julio de 2017) tras el Encuentro Económico realizado en Aix-en-Provence. El texto, titulado "Una ¿Revolución Macroeconómica?" dice, sin anestesia, las siguientes cosas. Primero, destaca en forma de crónica el silencio de los cerebros que acudieron al evento cuando se les preguntó si los países podrían haber evitado la magra tasa de crecimiento registrada durante la prolongada post-crisis de 2007 (recuérdese que con esa inquietud nació el G20). Segundo, si existían realmente tales ideas, lo que generó un aluvión de propuestas. Tercero, Anatole mismo preguntó: ¿por qué tan pocas de vuestras meritorias ideas fueron llevadas a la práctica?.
Kaletsky adjudicó la poca efectividad actual de la política económica al fundamentalismo que naciera del Consenso de Washington, basado en la noción de que los mercados siempre tienen razón y el intervencionismo estatal vive en estado de error (ojo con esa observación, porque aceptar la tácita y poco localizable existencia de fallas del mercado, es la trampa más conocida para dejar vivito y coleando al proteccionismo, en especial el aplicable al sector agrícola). Anatole sostiene que la revolución keynesiana tuvo sus treinta años de gloria hasta que vino papá Milton Friedman y demostró que ese modelo era chatarra inflacionaria, para luego enterarnos que la crisis de 2007 nos estaba llevando a una economía deflacionaria que afectó en forma drástica el valor de las exportaciones de países como la Argentina y socavó el futuro de la industria global. El fundamentalismo de mercado, dice Anatole, también explica el estancamiento y pésima distribución del ingreso, con lo que bendijo el debate sobre inclusión social y enterró sin honores al viejo Pareto.
Anatole parecía dirigirse febrilmente a Federico Sturzzeneger y Nicolás Dujovne cuando enumeró las falacias de la política económica tradicional. Entre ellas, imaginar que los mercados financieros son infalibles, racionales y eficientes; que los bancos centrales se deben limitar a poner objetivos inflacionarios, y no a meter los deditos en la estabilidad económica ni en la desocupación; en creer que la única función de la política fiscal debe ser el equilibrio presupuestario, no la estabilización económica. Y, como si fuera súbdito del Presidente chino XI Jinping, aconsejó enfatizar que la política monetaria, fiscal y estructural tenía que ser un ensamble unitario, consistente y bien coordinado. Aquí dejé de leer: pedirle coherencia al Gobierno, es hacerle el juego a Lavagna y a Mirtha Legrand.

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