viernes, 22 de septiembre de 2017

ECONOMÍA CON MARTÍN TETAZ


El Filósofo norteamericano John Rawls planteaba en su “Teoría de la Justicia” dos principios; decía que una desigualdad era aceptable si mejoraba el bienestar de los que antes estaban peor y si en el punto de partida surgía de oportunidades abiertas a todos por igual.
Messi, por hablar de dinero, es muchísimo más rico que cualquiera de nosotros, pero eso a nadie le parece injusto, porque todo el mundo entiende y acepta que la posibilidad de llegar a jugar en el Barcelona, a priori, está abierta a todos por igual. Lio es el 10 de los catalanes, solo porque es el mejor de todos; no tuvo ningún acomodo, ni tampoco podemos decir que ninguno de los que no llegamos hayamos sido discriminados.
En otros ámbitos aplica la misma lógica; la facultad de Ingeniera, por poner otro ejemplo, tiene una matrícula ampliamente dominada por los hombres, pero en realidad no existe ninguna barrera al acceso de las mujeres; simplemente ellas prefieren estudiar Psicología, Derecho, Magisterio o alguna otra carrera.
Persiste sin embargo en la Universidad una desigualdad económica fundamental, porque la mayoría de los estudiantes son de clase media y alta, quedando las clases populares visiblemente subrepresentadas.
RESOLVER LAS DESIGUALDADES
Una de las principales razones por las que los pobres no acceden a los estudios superiores en la proporción poblacional es que las actividades académicas tienen un alto costo de oportunidad; simplemente no pueden darse el lujo de no trabajar full time y muchas veces se van al mercado de trabajo incluso antes de terminar el colegio secundario. Por esa razón las distintas universidades habitualmente instrumentan programas de becas de todo tipo, desde las privadas que cubren la matrícula, hasta las públicas que subsidian el alimento y los apuntes. En general, la mayoría de esas intervenciones apuntan a igualar oportunidades.
CUPOS ELECTORALES
Otra desigualdad evidente es la de la representación de las mujeres en el Congreso, que como señala un reciente informe de Chequeado.com pasó de 6% en 1991 a 28% en la actualidad, ley de cupos mediante. El fenómeno no es solo local; salvo en Rwanda donde 61% del parlamento es femenino y en Bolivia, donde la participación asciende al 50%, en el resto de los países ellas ocupan menos de la mitad de los lugares y, de hecho, en la mayoría de ellos se llevan menos del 40% de las bancas.
Por supuesto; no toda desigualdad de resultados supone oportunidades injustamente distribuidas. Es plausible pensar que además de existir factores claros de discriminación en los partidos políticos, también estemos en presencia de preferencias distintas. Por caso el Profesor James Byrnes de la Universidad de Temple, recopiló 150 estudios científicos concluyendo que los hombres son más propensos a tomar riesgos y a preferir esquemas competitivos en los cuales se premia a los que ganan y los Economistas Rachel Croson y Uri Gneezy, de la Universidad de San Diego, encontraron evidencia que indica que esos gustos son transculturales, correspondiendo a diferencias genéticas. Por último, también existen preferencias influidas por la cultura que acomoda tareas y roles para cada sexo; la continua exposición a estereotipos de liderazgo masculino puede moldear preferencias por ocupaciones de menor responsabilidad sobre otros.
La distinción es importante porque si lo que se pretende es igualar oportunidades, tal vez el cupo necesario no sea del 50%. La clave aquí es decidir si el criterio de justicia que nos mueve es el de la no discriminación o el de la búsqueda de resultados iguales.
Si lo que se pretende es igualar resultados, el cupo del 50% es la solución mágica, e incluso sería razonable extenderlo a otros ámbitos, como el laboral o el académico. Bajo la misma filosofía podría ser interesante considerar también otros cupos para minorías sexuales, o para grupos etarios discriminados, como ocurre con la tercera edad en materia de empleo, por ejemplo.
Pero si lo que se busca es garantizar que no exista discriminación y que cada uno pueda acceder a un puesto con el único requisito de su idoneidad, entonces un cupo del 50% podría distorsionar ese principio de igualdad de oportunidades.
Me explico; si 200 mujeres y 100 hombres se anotan en la facultad de Medicina y se nos ocurriera poner un cupo que establezca que 50% de los estudiantes tuvieran que ser de cada sexo, la probabilidad de acceso de los hombres sería del 100%, pero la de las mujeres caería al 50%, puesto que solo 100 de ellas entrarían. En otras palabras; si un grupo social manifiesta menores preferencias de acceso a una posición, en un escenario de nula discriminación el resultado final sería el de una subrepresentación voluntaria de ese segmento.
Como regla general, evitar cualquier tipo de discriminación equivale matemáticamente a garantizar que una vez que alguien aplica a una posición, la probabilidad de acceso a un cargo público, al banco de una universidad o a un empleo, sea igual para hombres y mujeres, viejos o jóvenes, liberales o socialistas, heterosexuales o gays, judíos o cristianos. Pero lo que hacen los cupos es otra cosa; los cupos igualan resultados, no oportunidades.
Queda en pie, es cierto, un argumento de dinámica social en favor de igualar resultados. Si la discriminación positiva en favor de un grupo aumenta la participación de ese colectivo, entonces lo que empezó siendo un mecanismo para igualar resultados puede terminar siendo una garantía de iguales oportunidades.
En cualquier caso, lo que hace falta son más investigaciones locales que midan los distintos niveles de discriminación existente tanto en los empleos, como en la política, pero no computando solo las diferencias finales de acceso a los cargos, sino también las eventuales diferencias en materia de preferencias por esos lugares.

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