viernes, 22 de septiembre de 2017
HISTORIA DE VIDA
¿Fue sólo una casualidad la que sentó en la misma aula del Nacional de Buenos Aires a un genio de la matemática y a este pobre mortal, que empalidecía de terror tan pronto el profesor arrancaba con esas ecuaciones que tenían más incógnitas que nuestros romances adolescentes? ¿O fue destino?
Su nombre era Horacio, y desde mi humilde punto de vista poseía alguna clase de superpoder. No se entendían, de otro modo, ciertas hazañas mentales que lo vimos ejecutar, no una, sino muchas veces.
En cierta ocasión, por ejemplo, uno de los pocos malos profesores que poblaron mis pesadillas en esos años entró en el aula y, con cierto dramatismo sobreactuado, nos lanzó un reto que, aseguró, nadie podría descifrar. Desafiante, garrapateó una serie de ecuaciones en el pizarrón y, tras este hermético planteo, emitió una pregunta estratosférica. El clic de la tiza, cuando volvió a depositarla junto a la pizarra, sobresaltó nuestro pasmo. Entonces, con su calma habitual, Horacio levantó la mano, señaló el galimatías y dijo:
-Hay un error, profesor.
Treinta cabezas se dieron vuelta a mirarlo, allá donde se sentaba, junto a la ventana. El profesor abrió la boca para replicar algo. Horacio añadió, piadoso:
-Se olvidó un signo menos. En el tercer renglón. Cerca del final.
Treinta cabezas rotaron hacia el profesor, que a su vez había girado y estudiaba, desencajado, su propia escritura. Ya se imaginan quién tenía razón.
Tal era su pericia con los números. Resolvía los exámenes más espinosos en cinco minutos, y cuanto más despiadado era el desafío, más se entusiasmaba. Fue una de las personas que más admiré en los años de la escuela secundaria. No sólo eso. Su incalculable talento ayudaría un día a dirimir un asunto que empezó con senos, cosenos, tangentes, grados y radianes, pero que derivó en una lección de vida.
Rendimos, al año siguiente o al otro, un examen diabólico. Ni los más diligentes lograron desarmar su relojería preternatural. El saldo fue catastrófico: 18 unos. Los demás no superamos el deshonroso cuatro. Bien lejos del siete que se requería para aprobar. Todos aplazados.
Excepto, claro, Horacio, que se había sacado su 10 de rigor. Cuando el profesor terminó de contar las bajas y se disponía a terminar con el incómodo trámite (a él tampoco le cerraban estos números), una mano se levantó allá en el fondo. Con la voz trémula por los nervios, dije:
-Profesor, con todo respeto, ¿estos 30 aplazos hablan de nosotros o de usted?
La historia de mi vida. Tiro un título y después me arrepiento. ¿Quién me mandaba a hablar? Mientras confiaba en que el piso se abriera y me tragara, el profesor me miró con fijeza, quizá con alivio. Luego se dirigió a Horacio y le preguntó:
-¿Fue difícil el examen?
Sigo viendo su expresión. No dijo nada. Sólo levantó las cejas en un elocuente gesto de turbación. Él mismo había tardado media hora en resolver los retorcidos acertijos. Como un peso pesado que recuerda a ese contrincante que logró ponerlo por única vez contra las cuerdas, rememoró el trance con un mohín de disgusto y miró para otro lado.
Su honesta admisión fue suficiente. El profesor, que ese día se convertiría en nuestro héroe, meditó un rato. Sabía que algo no estaba bien con esas notas. Recorrió los pupitres con la vista, tal vez ponderando el costo personal que tal derrota tendría para cada uno. Por fin, asintió en silencio.
-Lo que usted dice es cierto -concedió, volviendo a mirarme-. No les fue mal a ustedes. Me fue mal a mí.
Una semana después, excepción inusitada en la historia del colegio, volvió a tomarnos la prueba. Esta vez, los resultados reflejaron con más fidelidad nuestros esfuerzos y nuestras destrezas. Sólo en un caso no hubo cambios; Horacio volvió a sacarse su 10 de rigor. Pero no sólo en trigonometría esta vez, sino también en compañerismo.
A. T.
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