Llamémosla Marina, por preservar su intimidad. Tiene 15 años, es buena alumna, adora la música. Viste como visten las chicas de su edad: entre el desparpajo y el juego, entre la moda de no estar a la moda y el descubrimiento de sí misma. Lleva siempre, no importa el tiempo que haga, mangas largas. Las luce con gracia. Con elástica displicencia, como si nada. Como si nadie fuera a preguntarle, nunca, qué son las cicatrices que esconde con géneros más o menos gruesos según el momento del año.
Por razones difíciles de entender, Marina se lastima a sí misma. En la intimidad de su cuarto, toma objetos punzantes y traza pequeños surcos sobre la piel. No son piercings, ni tatuajes, ni nada ligado con la estética o la provocación. Son señales; mapas de un dolor que no puede encontrar palabras.
Como bien saben psicopedagogos, docentes y otros profesionales habituados a tratar con adolescentes, los casos de chicos y chicas que se autolesionan son más frecuentes de lo uno podría suponer. En cuanto a Marina, tampoco es la única que lo hace en su familia.
Camila, su prima, mujer hecha y derecha, profesional y a todas luces exitosa, me confió su mayor secreto: cuando la presión la desborda -una angustia sin nombre que amenaza desgarrarla por dentro- se encierra donde sea y se muerde los nudillos, antebrazos, extremos de la mano. A diferencia de su sobrina, algo puede explicar de esos arrebatos: "Si no lo hiciera, terminaría gritando. Pero gritando tanto...", asegura. Nombra lo que, supone, la arrasa: estrés. El momento en que el barómetro del día a día entra en zona roja y algo dentro de sí vocifera que ya no puede más.
"Cosas de la edad", me cuenta que desdramatizó el padre de Marina al descubrir los brazos lastimados de la adolescente. "Cosas de la edad", ironiza con algo de amargura Camila, mientras se toma el ansiolítico de turno. "Privatización del estrés", pienso yo, recordando la idea que trabaja el británico Mark Fisher en su libro Realismo capitalista. Además de escritor, crítico y colaborar de medios como Sight & Sound, Fisher -fallecido a principios de este año- daba clases en escuelas secundarias de su país. Y observaba, pasmado, los elevados índices de depresión entre un alumnado del que podían esperarse muchas reacciones menos apatía.
Entre otras cosas, en su libro toma nota de la carrada de psicofármacos que marcan la vida de jóvenes y adultos occidentales, desesperados por encontrar la pastilla que les permita dormir, o los serene, o les facilite mayor concentración. Y concluye que, con todas sus variantes, de lo único que hablan estos cuadros es de un enorme sufrimiento psíquico. Sufrimiento cuyo origen no habría que buscar exclusivamente en el recorrido personal de cada quien, sino en los rasgos de toda una época. "Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado, mientras que, inversamente, el descontento se individualiza e interioriza", escribió, señalando lo que otros denominan "la sociedad del cansancio" o la de la "hiperindividualidad". Porque, si todo depende pura y exclusivamente de uno mismo, y desde esa soledad, hay que ser brillantes, innovadores, activos en redes, dueños de múltiples talentos, productivos, flexibles, solventes, acaparadores de likes y promotores de continuos éxitos laborales... en algún momento la maquinaria chirria y algo en la psiquis colapsa. Se quema. Burn out.
Curiosa especie, la nuestra. De un lado del mundo, un grupo de personas masacra a centenares de semejantes básicamente a causa de una leve diferencia en la interpretación del libro sagrado que todos, víctimas y victimarios, leen. Del otro lado del planeta, entre sofisticaciones y razones varias, una población de hámsteres gustosos compite por quién gira más rápido en la interminable rueda cotidiana. Algunos, a veces, gritan. Escucharlos sería un modo de paliar el absurdo.
D. F. I.
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