Lectoras del siglo XIX, de Graciela Batticuore
"Se le ha llenado la cabeza de esos libros extranjeros, y la realidad, Camila, no es una novela extranjera", le dice el padre a la protagonista de la famosa película de María Luisa Bemberg. Camila es una mujer lectora en el siglo XIX, como Amalia, la protagonista de la novela de José Mármol. Un hilo las une y las enlaza con mujeres reales, como Eduarda Mansilla o Manuelita Rosas. ¿Qué leyeron las mujeres de nuestra historia? ¿Cómo leyeron? ¿Quiénes las pintaron, las narraron? ¿De qué manera? Ésas son algunas de las preguntas que abre Graciela Batticuore para abordar pinturas, películas, novelas, y esbozar las respuestas que reúne en Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina.
El libro narra las formas de disciplinamiento y las revoluciones, grandes o diminutas, que se pusieron en juego en el pasado para configurar el modo en que las mujeres avanzaron en el universo "letrado" y fueron algo más que "el ángel del hogar". Son tres capítulos que hablan de tres clases de personas: "La lectora de cartas", "La lectora de periódicos" y "La lectora de novelas". A través de ellas, Batticuore transita la forma en que las mujeres del siglo XIX accedían a la lectura, traza líneas con sus implicancias en el siglo XX y permite pensar cómo eso resuena en la actualidad.
Lctoras del siglo XIX incluye varias imágenes, en blanco negro y en color. A través de ellas, la autora cuenta, por ejemplo, el difícil camino que tuvo la lectora de periódicos. Los hombres de la casa funcionaban como una suerte de editores: decidían qué leer en voz alta y qué no en esas mesas familiares, como lo muestra "Escena interior", de Benjamín Franklin Rawson, pintada en 1867, donde a la luz de la vela el padre de familia aparece como el mediador en la lectura. En el arte argentino, explica la autora, no abundan las representaciones de mujeres con periódicos y apenas aparecen en sus manos misales, libros, cartas ¿Cuándo se da el cambio? Batticuore hace ese rastreo y ofrece respuestas. El historiador Georges Didi-Huberman suele poner el acento en la dimensión política de las imágenes. La autora se inclina en una dirección similar.
El capítulo sobre las lectoras de cartas ofrece ricas historias de la educación de la escritora Eduarda Mansilla (1834-1892) o detalles de un retrato de Manuelita Rosas (1817-1898) realizado por Prilidiano Pueyrredón, en el que una variación en la imagen abre interesantes ideas sobre lo que puede significar el cambio de un libro por una nota en una mano dentro de un cuadro.
En las cartas se cuelan la política y la erótica. Albergan pasiones, como las novelas. Y ahí entra el tercer capítulo: "La mujer lectora de novelas", que es quizá el que suena más familiar. Ahí están Camila, Amalia, compartiendo linaje con Madame Bovary ¿Qué novelas llegaban a las mujeres? ¿Qué universos abrían? Batticuore ya analizó a las lectoras románticas, y los pasos de la lectura a la escritura en las mujeres del siglo XIX. Aquí retoma la idea, estudia los intentos de "encarrilar" las novelas para formar así caballos de Troya para las prácticas "civilizatorias". También hay lugar para contar los caminos de las autoras, las rebeldías y, finalmente, ver cuánto sobrevive de todo ello.
Hay un libro, Las mujeres que leen son peligrosas, de Stefan Bollmann, que Batticuore retoma para, a la vez, discutir. Si bien hay una propuesta similar (reconstruir una historia desde las representaciones artísticas), Bollmann deja la política de lado. Batticuore, en cambio, hace énfasis en ella y en la mirada de género. "Las perspectivas contemporáneas sobre la mujer lectora siguen teñidas de inquietud, fascinación, a veces temores", afirma. En el arte quedan nuestras huellas, las prácticas sociales de todo un siglo son contadas en nuestra cultura. El libro de Batticuore acerca ese pasado que parece tan cercano para, como escribe en el prólogo, "volver al siglo XIX para entender un poco más el XXI".
LECTORAS DEL SIGLO XIX, Graciela Batticuore, Ampersand ,174 págs., $ 320
N. G.
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Origen, de Dan Brown
Un Umberto Eco para todo público
La suerte de gigantografía que proponen novelas como las de Dan Brown (Nuevo Hampshire, 1964) exigen un desmesurado entramado de elementos que, para encontrar equilibrio, requieren de no poco oficio. Esa arquitectura puede no ser demasiado compleja, pero aun así el autor debe preocuparse para que esa diversidad cuaje sin que el lector termine mareado o más interesado por alguna de las partes que por todo el conjunto.
En el caso de Brown, al que en más de un sentido puede pensarse como un Umberto Eco para todo público, sus historias trabajan con una mezcla de géneros que van de la novela de aventuras al cuento de hadas (aquí no faltan reyes ni princesas), y parte de su dificultad radica en cómo contener cada uno de los ejes de la trama para que desemboquen más o menos armónicamente en el tramo final, esa suerte de cascada en la que todos los puntos van montándose sobre sus respectivas íes.
El argumento de Origen, la nueva novela de Brown, dialoga con la espectacularidad de las anteriores. Robert Langdon, su personaje insignia -profesor de simbología e iconografía religiosa de Harvard, un estudioso con tendencia a meterse en problemas-, asiste a una presentación en el Museo Guggenheim de Bilbao en la que se preanuncia un descubrimiento que, se supone, va a cambiar la vida de casi todo el mundo o que, más precisamente, se propone dar respuesta a dos de las preguntas esenciales de la humanidad: de dónde venimos y hacia dónde vamos. Quien la convoca es un genio de la futurología, ex alumno de Langdon y con mucho de megalómano. Consciente del sismo que está por provocar, Edmond Kirsch -de él se trata- se reúne en secreto unos días antes de la presentación con líderes de las tres religiones principales del mundo para ponerlos sobre aviso y que cada uno pueda calibrar los pasos a seguir a partir del impacto que esos descubrimientos tendrán en sus fieles. Ambos episodios, el encuentro con los líderes religiosos y la presentación en el Guggenheim, desencadenan una serie de hechos delictivos con todo tipo de consecuencias, algunas, desde luego, de lo más inesperadas, con Langdon y una despampanante partenaire ocasional entregados a la huida pero, al mismo tiempo, ocupados en desentrañar la clave de toda la historia.
Se sabe que la novela es el arte de la dilación, y Brown maneja esos mecanismos con cierta ductilidad, pero el problema de Origen es el modo en que a veces su autor se deja ganar por el ingenio, privilegiando el efecto y sacando conejos de la galera. Las más de seiscientas páginas en que se desarrolla la historia no consiguen, por otra parte, calmar la ansiedad del autor, que a cada momento pone blanco sobre negro sin permitirle al lector entrometerse en los intersticios de la trama y encadenar lo que haya que encadenar. Ese papel a veces demasiado explicativo le toca a Langdon, que no casualmente es docente, cuya conciencia acompaña y por momentos lleva de la mano al lector hasta el siguiente eslabón. Esa tendencia a clarificar antes de tiempo genera una pasividad que las intrigas latentes de la historia no logran disimular.
DAN BROWN,AUTOR DE EL CÓDIGO DA VINCI |
A la vez, hay algo en el trasfondo de la propuesta de Brown que se relaciona con la grandilocuencia de la presentación en el Guggenheim del enigmático Kirsch. En ambos casos hay bastante de promesa no cumplida, más allá de las revelaciones que el texto sí entrega. Como si no quisieran enemistarse definitivamente con ciertas creencias y costumbres, tanto Kirsch como Brown sacuden para luego recomponer, dinamitan y construyen a la vez, con la intención acaso excesiva de que todo el mundo se vaya a dormir tranquilo. En algún punto, pese a las amenazas que la novela pregona a diestra y siniestra, a todas sus supuestas provocaciones, cada cosa retorna a su sitio.
Como sus predecesoras -El código Da Vinci a la cabeza-, Origen parece contener ya todos los rasgos de su futura adaptación cinematográfica. En cualquier caso, la bella Barcelona y algunos íconos españoles como el Palacio Real, La Sagrada Familia y el mismo Museo Guggenheim ya están ahí esperándola. Y por supuesto, todo un ejército de fieles.
J. M. B.
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