A la relatora de silencio que pasó por mi vida generosamente.
Aquel día fue posible que una caricia de desamparo me llenara de intriga. Un enunciado discreto disimulado en los contornos de una mujer. Muchos años después supe que aquel aparente desmantelo cobijaba un núcleo que era la sustancia de vida a la que pocos acceden. Era tan diferente. Nunca se había conformado con el preciso adoctrinamiento que habían proyectado para ella desde que nació, no permitió que aplacaran sus instintos; ellos la llevaron una y otra vez por los abismos de la incertidumbre. Así supo de su vocación, el contorno de su sexualidad y el significado de la muerte. Esa era quizá su más grande conquista. Había puesto a prueba su capacidad y deseo sin la insolvencia de una vida dosificada por otros, escrita siempre y durante milenios en los ámbitos de la comodidad, del miedo y la culpa.
Era como una sombra de la calle, su belleza había que buscarla. Una languidez ordenada entre sus ropas; camisa blanca sin corpiño, pantalón grande atado a la cintura con un pañuelo de seda, zapatos de hombre acordonados y negros. En su largo cuello elevado por sus prominentes clavículas llevaba una pequeña cruz.
Cuando la vi recordé las calles de París con la primera luz que todos los días parece custodiar hasta esa hora el verdadero contenido de su intriga, historia y lascivia. Un pacto convenido entre la luz, el silencio y la calma; con su trazado de monumentos, puentes y edificios que reinan siempre, pero sólo trascienden inmensos al amanecer.
A ella también le pertenecían las mañanas, con su esperanza cobijaba esas primeras horas heroicas. Nada quedaba delegado al hastío.
Guardaba un sigilo felino y sus ojos con ojeras traslúcidas parecían mirar algo que yo no veía. Una mujer con tales encumbrados secretos se trata con prudencia, puede ser fábula o abrazar como ella los magníficos contornos de algo inexpresable, desconocido.
Allí entre sus manos y sus ojos residía un aliento que por momentos me producía un vértigo de búsqueda. Una mujer a la que uno puede hablar, abrazar, mirar, sondear con dedos y labios centímetro a centímetro en una pesquisa que se pierde en un cálido y mágico túnel, donde el tiempo no es medido por horas, sino mas bien por hechizos.
Al despertarme me traía café a la cama y ordenaba el cuarto antes de bañarse y cuando caminaba desnuda los huesos de sus caderas se desplegaban como un erizo hasta su vientre, ombligo y pubis. Eran el más gallardo emblema del deseo.
Viví por años arraigado en los contornos de su piel, en el desierto de su memoria, entre los gemidos de sus sueños. Bebiendo de su boca, intentando comprender lo incomprensible en los remansos y latidos de su frenesí. Piel a piel, anchos de amor.
Su pelo negro era un rodeo de simplicidad; sus ojos marrones, como dos espejos donde sólo se reflejaban los más bellos opuestos; vanos, próvidos o de fausto intelecto.
Nada es para siempre. Aprendí. Ciertas personas pasan por nuestras vidas como una felicidad temporaria. Aquella libertad de siempre: poder cerrar puertas afectuosamente para abrir otras.
He vuelto al llano, a la aristocracia del amor, al pan con manteca. A los amaneceres solo, con una mañanita en los hombros, al café sin azúcar, a mis libros y los abrazos de mis hijos. He vuelto a la nieve, al viento del oeste, al martín pescador que me sigue atento de rama en rama mientras camino en el agua pescando en las arroyadas de mi sur.
Se fue, nunca más la vi.
F. M.
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