Y NO SE OLVIDEN DE HACER "TROMPITA"...PARECEN TODAS MONAS EN CELO
Nada menos social e integrado al mundo
La palabra inglesa self significa yo, ego (en el sentido psicológico) o auto (de autoservicio, autoabastecimiento, automantenimiento). Pero en inglés, o en cualquier idioma, las palabras fundamentales nunca están solas, sueltas, aisladas. Existen en pares de opuestos complementarios, y sólo entonces cobran significado. Esto explicaba el filósofo austríaco-israelí Martín Buber (1878-1965), uno de los grandes pensadores existencialistas del siglo XX. Se puede entender qué es luz si existe la palabra sombra, lo mismo ocurre con frío-calor, alto-bajo, duro-blando, bien-mal o vida-muerte por nombrar muy pocos ejemplos. Todo lenguaje es entendible desde la polaridad. Buber publicó en 1923 un pequeño y extraordinario tratado cuyo valor crece en el tiempo. Titulado sencillamente Yo y Tú, estudia la poderosa resonancia filosófica, moral y espiritual de ese par de palabras a las que consideraba primordiales.
Las palabras primordiales, explicaba Buber, no significan cosas. Designan relaciones. Y la relación entre un Yo y un Tú funda la experiencia humana, que es impensable sin ella. Una vez dichas estas palabras empieza la existencia, escribía. Cuando digo Yo, creo un Tú y simultáneamente me convierto en el Tú de quien está ante mí, conmigo. No se puede ser Yo sin ser Tú, y viceversa. Para este pensador fundamental, Yo-Tú son una única palabra. Indivisible. Incomprensible si se la desgaja. Y esta palabra, afirmaba, sólo puede ser dicha con la totalidad del ser.
Sería interesante observar la reacción de Martin Buber si resucitara en estos años del siglo XXI, en plena era de las selfies, cuando las personas no cesan de mirarse a sí mismas a través de todos los espejos posibles, como si dudaran de su propia existencia. Espejos que, en realidad, son pantallas (de celulares, computadoras, notebooks, tablets) donde el otro (el Tú) no se refleja. Todo es Yo. Comiendo en tal lugar, bañándome, parado en la cima de una montaña, en la playa, despertándome, mostrando mis tatuajes, abrazando a mi perro, comprándome ropa, subiendo al avión, bajando del avión. La recomendable serie televisiva inglesa Black Mirror muestra con agudeza e inteligencia la profunda angustia existencial que destila esa cultura de autorreferencia. Lo hace desde su título. El espejo oscuro a que aluden las palabras black mirror, es ese en el cual nada se refleja salvo una soledad creciente, un aislamiento supuestamente glamoroso, el vacío infinito que deja la ausencia del otro en un mundo cada vez más virtual.
Es curioso que la fiebre de la autofoto (donde cada quien se mira a sí mismo y ya no es necesaria la mirada de otro ser humano, basta la del artefacto) haya aumentado al calor de las redes sociales. Nada menos social, menos integrado al mundo, que la conducta narcisista que campea en tales redes. Y acaso haya sido Narciso, el personaje mitológico que, arrobado por su propia belleza ignoraba a los demás, el precursor de las selfies. Así rechazó el amor de la ninfa Eco que, despechada, pidió a Némesis, diosa de la venganza, que castigara la soberbia de Narciso. Esta lo condenó a amarse sólo a sí mismo. Y, enamorado de su propia imagen reflejada en las aguas del río Estigia (un black mirror, una pantalla), se acercó tanto a ellas que cayó y se ahogó.
Se podría decir que Narciso pretendió un Yo sin Tú, quiso eliminar una sílaba esencial de la palabra primordial que funda y sostiene la existencia humana. Acaso no haya imagen más fiel de nosotros mismos que aquella que nos devuelven los otros con su mirada, su palabra y su presencia. Los otros reales, los de carne y hueso. Es en ellos, y no en memorias virtuales y algorítmicas, en quienes quedarán las huellas y el sentido de nuestra existencia.
S. S.
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