jueves, 5 de enero de 2017
LECTURAS RECOMENDADAS
Desde que tengo memoria asocio el verano con la playa, los viajes y los libros. En eso consistían básicamente los veranos de mi adolescencia y mi juventud. En este cóctel, sin embargo, las proporciones podían variar año tras año de acuerdo con las circunstancias y según pasaba el tiempo.
Por lo general, a más viaje, menos libros. Si uno se aventura a lugares que no conoce, traslada la lectura de las páginas impresas a la gente y los sitios que encuentra en el camino, y los días suelen ser tan intensos que la novela que llevamos vuelve a casa tan virgen como salió. La playa en cambio no se opone a los libros. Es tan generosa que hay en ella, a lo largo del día, lugar para todo. Según mi experiencia, hay dos momentos ideales para leer allí. Uno es temprano por la mañana, cuando el mar aún conserva la calma que le impone la noche y la arena que planchó la marea todavía no ha recibido más pisadas que las del puñado de madrugadores que salen con sus perros. El otro es cuando cae la tarde. Ahí la playa regresa a las mismas condiciones de las que disfrutamos temprano, aunque con el signo inverso: todo lo que antes se abrió ahora se cierra, desde las sombrillas hasta el horizonte, mientras las gaviotas se lanzan en picada más allá de la rompiente, en busca de alimento. Esos momentos de transición son los mejores para perderse en un libro. Sobre todo si contamos con una silla baja que nos permita hundir los pies en la arena.
De estas tres cosas que yo ligo al verano, la única incondicional han sido los libros. No todos los años podemos salir de viaje o programar una quincena en el mar. En cambio, los libros están siempre ahí. Sobre todo aquellos que hemos reservado, por su extensión, por respeto a los clásicos, para esas tardes de enero en las que el sol baja más despacio y no es necesario tener al celular de acompañante.
Ya tengo más o menos elegidos mis libros para este verano. Les cuento primero cuáles son y después la sensación de extrañeza que me asaltó mientras los elegía. Al primero lo empecé por estos días: Botas de lluvia suecas, una novela de Henning Mankell que es la saga de otro buen libro suyo, Zapatos italianos. Me gusta este escritor sueco que murió el año pasado, más conocido por sus policiales.
Con un estilo simple y despojado, es capaz de crear personajes complejos, vivos en sus contradicciones. Seguiré con Hombres sin mujeres, una colección de relatos de Haruki Murakami,
un autor que siempre me conmueve y es capaz de conciliar opuestos: la alta literatura con lo popular, Oriente con Occidente. Pasaré luego a una antología de Chejov compilada por Richard Ford, un escritor norteamericano que también me gusta mucho. He leído bastante a Chejov en los tres tomos de sus Obras Completas que publicó Aguilar, pero me tienta volver al maestro ruso de la mano de un gran escritor de relatos como es Ford.
También estoy pensando en una novela de Thomas Mann (unos veranos atrás me deslumbró Muerte en Venecia) y hasta en volver a las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury.
¿La sensación de extrañeza? En un mundo que no lee como antes, tengo que admitir que yo tampoco. Al menos de un tiempo a esta parte. De hecho, este año leí mucho menos de lo que me habría gustado. He ido dejando la casa sembrada de libros que empecé y no logré terminar, entre ellos, varios que me gustaron.
Me dirán que estoy disperso, acelerado, con mucho trabajo, y todo eso es verdad. Pero, ¿quién no lo está? Más allá del impacto que el acoso digital haya producido en mi vida, debo confesar que, en mi caso, el retroceso del libro ha sido directamente proporcional al avance de las series. Este año me he enfrascado en series muy buenas, muchas de ellas con decenas de capítulos, y la fuerza de gravedad que me empujaba hacia la tele al mismo tiempo me alejaba de la biblioteca. Supongo que estoy lejos de ser el único, pero ahora que tomo conciencia de esta lucha desigual me propongo resistir del lado de los libros.
Ésta es la inquietud, ésta es la duda: ¿podré leer este verano con la misma entrega y el mismo placer de antes? Ojalá este verano pueda ser recordado también por un libro, como aquel ya muy lejano en que leí El cónsul honorario, de Graham Greene, sentado hasta las primeras luces del alba en un mullido sillón de la casa de mis abuelos, en Mar del Plata.
O aquel en que devoré Cien años de soledad a la sombra de un árbol, en mi casa. O el que pasamos con mi mujer y mi hija mayor, entonces pequeña, en Valeria del Mar, en el que leí Cambio de piel, de Carlos Fuentes.
Puede que falten el viaje y la playa. Pero que no me falten libros este verano.
H. M. G.
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