sábado, 7 de enero de 2017

LUNA, LUNERA....CASCABELERA.


Estar en la Luna
Desde que el hombre es hombre no pudo sustraerse a sus encantos. Misteriosa y coincidentemente casi todas las culturas le asignaron una sexualidad femenina, desde la egipcia Isis a la griega Selene, pasando por la incaica Quilla. La Luna fue una quimera, tema preferido de enamorados y poetas como Miguel Hernández que imposibilitado de todo en una prisión franquista le decía a su hijito hambriento en las “Nanas de la cebolla”: “Ríete, niño, que te traigo la Luna cuando es preciso.”


Nuestro Lugones llegó a conformar un “Lunario sentimental”, y Borges sentenció: “Ariosto me enseñó que en la dudosa Luna moran los sueños, lo inasible”, recordando a Astolfo, a aquel personaje de Ludovico Ariosto (1474-1533), que en “Orlando Furioso” encuentra en la Luna todo lo perdido en la Tierra: los suspiros de amantes, los deseos no cumplidos, las ilusiones deshechas, las utopías.
Pero entre los libros sobre viajes a la Luna el primero sin dudas fue el del autor griego del siglo II Luciano de Samosata (125 -192) quien narra un periplo que comienza atravesando las columnas de Hércules en el Estrecho de Gibraltar, el límite de Occidente, para llegar a una isla desconocida en la que había ríos de vino y mujeres convertidas en vides. Cuando aún no salía de su asombro fue transportado a la Luna por un extraño viento en un viaje de siete días y siete noches.

 Llegado a destino, pudo ver cómo los hombres quedaban embarazados en la pantorrilla, cómo los selenitas podían elegir entre ojos intercambiables y cómo las lámparas cobraban vida y hablaban arrojando su “luz” sobre las conversaciones. Después de estas visiones lunares alucinantes, Luciano es depositado de regreso en el mar de la calma.
La Luna le sirvió a Cyrano de Bergerac (1619-1655), para ironizar sobre la Tierra a la manera de Tomás Moro en su célebre Utopía. Según nos cuenta en “Los Estados e Imperios de Luna” -que recién pudo ser publicado veinte años después de su muerte- en el satélite de la Tierra hay una Casa de la Moneda en la que un eximio jurado cotiza y paga los poemas y textos literarios. El guía de Cyrano en la Luna es nada menos que el demonio de Sócrates quien le hace ver que el lugar está habitado por dos clases sociales: La Grandeza, cuyo lenguaje remite a la música y el pueblo, que sólo se expresa con ademanes y gestos; el demonio socrático resalta la existencia de árbitros cuyo trabajo consiste en constatar la absoluta equidad entre los contendientes en las guerras y en caso de empate deciden el entuerto a cara o cruz, pero la batalla final se da entre los sabios de los dos bandos cuyos triunfos valen tres veces lo que una batalla. 

También nos describe un extraño aparato portátil que usan los “lunáticos” que les permite escuchar el texto de un libro en vez de leerlo. En uno de los pasajes se produce el siguiente diálogo entre Cyrano y su guía: “Sabed, pues, que el amuleto con que este hombre se ciñe la cintura, y del cual pende como medalla la figura de un miembro viril, es el símbolo de caballero y la insignia que distingue al noble del villano. Esta costumbre me parece muy extraordinaria -dije entonces-, porque en nuestro país lo que distingue a la nobleza es llevar una espada”. Pero mi huésped, sin conmoverse, me dijo: “¡Ay, hombrecito mío! ¿Cómo puede ser eso? ¿Los grandes de vuestro país pueden ser tan estragados que hagan gala del arma que caracteriza al verdugo, que no fue forjada sino para destruir y que, es, en fin, el jurado enemigo de todo lo que vive, y esconden en cambio un miembro sin el cual nosotros estaríamos al nivel de lo que no existe? ¡Desdichada tierra en la cual los signos de la generación son ignominiosos y los de la destrucción son honorables!”

Pero fue un francés nacido en Nantes en 1828, Julio Verne, el primero que osó conquistar la Luna con su poderosa y premonitoria imaginación. Estaba de gira dictando unas conferencias en los Estados Unidos cuando le tocó presenciar los estertores de la guerra de secesión y allí, en medio de aquella exaltación armamentista y de poderío de la nación del destino manifiesto, comenzó a pergeñar De la tierra a la luna. En la novela -publicada por primera vez por entregas en el “Journal des débats politiques et literaraires” en septiembre de 1865- Verne se burla del “espíritu emprendedor de la gran nación americana” y de su espíritu conquistador que según sus impulsores no tenía límites terrestres. Ubica la acción al final de la guerra en un para nada improbable “Gun Club” en el que sus miembros, fabricantes de armamentos desempleados, ponen en marcha el proyecto de conquistar la Luna a través de un proyectil lanzado por un gigantesco cañón Columbad emplazado en la Florida (muy cerca de dónde realmente estaría el centro de lanzamiento espacial de Cabo Cañaveral).

 En el proyectil-nave, de dimensiones muy similares al de la Apolo, viajan tres astronautas, dos norteamericanos, el presidente del Club, al que Verne bautiza como Impery Barbicane, y el capitán Nicholl y un francés llamado Michell Ardán (anagrama de Nadar, su amigo el famoso fotógrafo). Tras una serie de peripecias en la Luna los tripulantes amerizan. ¿Dónde? En el Océano Pacífico, a pocos kilómetros del sitio dónde lo hicieron los tripulantes del Apolo XI en 1969 cuando la realidad intentó vanamente superar a la ficción.

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