Cuando Marcial era jubilado y displicente, se consideraba a sí mismo un millonario sin plata. Cultivaba, entre otras muchas rarezas, una ciertamente asombrosa: aprendió a ser feliz con muy poco.
Ese estoicismo, que sacaba de las casillas a mamá, se parece tanto a la pasividad que sólo un experto podría diferenciar una cosa de la otra.
Nunca fue un águila de los negocios, y todo lo que obtuvo fue con tracción a sangre, sosteniendo el dogma de que el sacrificio es lo más grande que hay, y gracias a la visión emprendedora de Carmen, que condujo el barco en medio de la borrasca y lo llevó a buen puerto.
Para hacerlo, mamá tuvo que meter el cadáver de su propio pasado en el placard, mutar gestos e idiomas y adoptar una nueva cultura.
Mi papá, en cambio, se quedó detenido en las épocas y los decires de cuando se hizo hombre a orillas del Cantábrico.
Eligió así vivir para siempre los míticos años de la juventud, y hoy que es un viejo es un joven a quien las arrugas no pueden alcanzar.
Papá resultó ser nieto de labradores e hijo de un herrero asesinado en Normandía.
Desde años inmemoriales los Fernández y los García vivieron en Barcia, un pueblito marino aledaño a un pintoresco puerto sitiado por pinos y ubicado a cien kilómetros de Oviedo.
Luarca es una playa, un jardín, un bullicio, un ir y venir de barcos de colores, y es sobre todo el aroma cambiante de los claveles, las rosas, el atún fresco y el congrio.
Barcia siempre fue, en cambio, un barrio agrícola que le sigue perezosamente los pasos.
Nicasio, mi abuelo paterno, tenía treinta y seis años y tres hijos de un anterior matrimonio cuando enamoró a una chica de dieciocho que se llamaba Valentina.
Los tres hermanastros de papá siguieron viviendo en casa de su abuela, que era una mujer recelosa.
Una de esas hermanastras murió de tuberculosis en su propia cama, y Pepín, el menor, fue destrozado por un cañón en la batalla de Teruel.
Sólo quedó en pie mi tía Justa, que conocí cuando a los ocho años mamá me subió de la mano a Barcia por un sendero de hierbas y sembradíos.
El viudo, promediando la década del 20, aceptó en préstamo la casa de un amigo, reincidió con Valentina y la embarazó nueve veces, si se cuentan dos mellizos que nacieron muertos.
El mayor de los hermanos se llamó Ramón, y se dedicó a la pesca. El segundo fue Balbino, que murió joven de una enfermedad pulmonar contraída en las minas asturianas.
El tercero resultó Ángel, un hombre invencible al que venció un cáncer prematuro. El cuarto fue Marcial, y siguen las firmas.
La vieja casa tenía anexado un taller donde Nicasio fabricaba cuchillas, hoces y guadañas para vender en las ferias.
Era un tipazo de anchos hombros, fuerza descomunal y pulso firme que dominaba por igual los metales y los caballos. Los fines de semana se emborrachaba, pero nunca perdía los estribos.
Un sábado de vinos le apostó a un parroquiano que él podría montar a su yegua indomable.
La rodeó despacio, la tomó de las crines, le murmuró unas palabras y la montó de un salto: entró con ella a la taberna y la frenó sobre el mostrador en medio de escándalos y risas.
Los hijos aprovechaban esas pequeñas distracciones para eludir el trabajo y correr por los maizales hasta la playa. Jugaban a la pelota y nadaban un largo rato. Nicasio los esperaba siempre con los rigores del cinturón.
A papá lo metieron, para enseñarle a nadar, en un pequeño bote mar adentro y lo empujaron al agua. La desesperación, en casa de los Fernández García, siempre fue buena didáctica.
Una tarde, ya adolescente, Marcial comprobó que la mar no era inofensiva. Transpirado como estaba, luego de descargar papas en un prado vecino, se quitó la ropa y se arrojó al océano.
Nadaba normalmente mil metros hasta una roca, descansaba unos minutos y volvía sin despeinarse ni forzar el aliento.
Pero a mitad de ese extraño atardecer, con la playa desierta y sin embarcaciones ni seres humanos a la vista, papá se dio cuenta de que los músculos no le respondían y que jamás alcanzaría la piedra.
Se dio vuelta como si un carguero le colgara de la cintura, y braceó hacia la tierra con todas sus fuerzas.
A las cincuenta brazadas lo acosaron los calambres y le faltó el aire, y con fría lucidez percibió que nadie podía ayudarlo y que se ahogaría.
No quiso imaginar la muerte, pero resulta que esa estúpida se le metía por la boca, por la nariz, por los ojos y por las orejas.
Arremetió, como luego haría con la vida, ciegamente hacia adelante, suspendiendo las esperanzas y los conflictos, y cerrado a todo pensamiento inútil.
En algún momento hizo pie pero desconfió de la marea y de su propio equilibrio, y llegó arrastrándose a la orilla, y gateó en cuatro patas por el barro hasta la arena seca, y sólo entonces se tiró boca arriba.
Mi abuelo, que nunca se enteró de esa travesura mortal, era jefe de un comité que ayudaba a los pobres. Cuando se desató la guerra civil, tuvo la certeza de que los falangistas vendrían a degollarlo.
Como decía Quevedo, no quedaba entonces más que batirse. Reunió a toda su familia y les explicó a los hijos que tendrían que cuidar de su madre, y le advirtió a Pepín que no se alistara de voluntario ni para comer.
Pepín era valiente, pero la suegra de Nicasio le metía en la cabeza las ideas del franquismo. Nicasio ignoró los odios de esa mujer y ni siquiera intentó modificar las inocentes convicciones de su primogénito.
Echó su bolsa al hombro, abrazó a todos, se unió a un grupo de veinte republicanos y juntos se fueron caminando en silencio a los montes y a la batalla.
Pepín, poco después, se alistó en el bando contrario, y es un milagro que padre e hijo no se hayan enfrentado a los tiros en los campos de combate.
Un mediodía Marcial vio llegar al alcalde y entrar en la casa de su hermanastra para darle una mala noticia. Y escuchó a Justa pegando gritos de locura y de miedo.
Pepín había muerto en Teruel, los fragmentos de su cuerpo habían quedado diseminados por los terrenos de la infantería y no podía dársele siquiera cristiana sepultura.
El amigo de Nicasio que les había prestado la casa fue encarcelado junto a muchos otros, y todos los días fusilaban a cuatro o cinco vecinos. Lo salvó la influencia policial que tenía un ricachón de alma reblandecida.
El amigo de mi abuelo conservaba su hacienda y, para que no agonizaran de hambre, les ofreció a Valentina y a sus hijos todo lo que guardaba en su hórreo.
Así se denomina a una suerte de granero de altos pilotes y tejas a cuatro aguas donde se guardan, a un par de metros de altura, los frutos de la tierra.
El primer hórreo que vi en mi vida era una caricatura vacía que tenían, y tienen como emblema, en el Centro Asturiano de Buenos Aires, esa Asturias de ficción donde los desterrados simulan vivir en aquel tiempo y en aquella patria.
Fue gracias a ese hórreo que los Fernández García, trapos y porquería, los parientes más escuálidos de Barcia y sus confines, sobrevivieron al hambre de la guerra y a la orfandad.
Llevaban una vida austera y silvestre, se bañaban en un riacho, cagaban entre arbustos y se limpiaban con plantas.
Y eran permanentemente acosados por el franquismo triunfante: la novia de Pepín, luego de los breves lutos, se refregaba con un guardia civil, y lo alentaba en secreto a que registrara una y otra vez la casa de Nicasio.
El amante, con fusil y pequeña tropa, le daba el gusto: cada semana requisaba a los Fernández García y preguntaba por el ausente.
Valentina, impotente ante tanto atropello, tomó un día las cartas y fotos que su marido les enviaba desde el frente, y pidió hablar con el jefe del verdugo.
El capitán comprendió que mi abuelo no estaba escondido en el monte y muchísimo menos que se refugiaba de tanto en tanto en su propia casa, y percibió también que el guardia civil actuaba por motivaciones personales.
Le ordenó que dejara en paz a esa familia, y así fue como el buitre se dedicó por diversión a otras presas.
En una peña, quiso sobrar una noche a unos montañeses y éstos lo mataron a puñetazos y lo tiraron desde lo alto de un puente.
La primera carta que Nicasio escribió empezaba diciendo: “Cuántas veces pensé en vosotros”.
Eran misivas rápidas y cariñosas, que burlaban el cerco y mostraban a un hombre que no empuñaba armas sino herramientas: remachaba puentes, reparaba pistolas y bayonetas, y trabajaba el hierro fundido de los rebeldes en toda España. Luego, perseguido en la derrota, cruzó junto a otros la frontera y se refugió en una granja francesa.
Allí lo sorprendió la Segunda Guerra Mundial y el desembarco de Normandía. Un día las cartas cesaron y se sobrentendió en Barcia que Nicasio había muerto.
Un abogado, varios años después, le confirmó a mi abuela que el cadáver había sido enterrado en una fosa anónima a pocos kilómetros del mar del Día D, y muchos trámites y lustros más tarde el Estado alemán admitió la responsabilidad e indemnizó a Valentina con una pensión.
Pero nadie podía asegurar nada en aquellos tiempos siniestros. Un ciudadano de Luarca, que había partido a la lucha, fue dado por muerto luego de varios años de desaparición.
Su mujer, creyéndolo en el cielo, se casó con otro asturiano. Cuando el primero regresó y descubrió la desgracia, tomó sus trapos con la resignación del destino y se marchó para no empeorar las cosas.
Mi abuela Valentina, que al final era afecta a los culebrones, me lo contó pelando una pera con la misma indolencia con que se cuenta la reaparición de un lunar.
Su familia aguantó como pudo las manifestaciones de los franquistas de primera y última hora que festejaban la recuperación de Oviedo o la toma de León, parando frente a cada casa de cada republicano y dedicándole cantos amenazantes y fieros insultos.
En la calle, en la escuela, en el campo o en la mar, los hijos de los vencedores degradaban a los hijos de los vencidos con un epíteto. ¡Rojos!, les gritaban.
Papá y sus hermanos no se sentían rojos ni blancos, y estaban tan lejos del marxismo leninismo como de la Argentina, pero reaccionaban con puños, patadas y codazos.
Marcial recuerda peleas colectivas de a decenas, espalda con espalda y rompiendo narices y bocas, y volviendo alegres y sangrantes por el prado, mientras cantaban: Ellos eran cuatro y nosotros ocho. Qué paliza les dimos, qué paliza les dimos… ellos a nosotros.
A los quince años Marcial plantaba eucaliptos en el gigantesco vivero de Luarca y a los dieciséis abría cuevas para los grandes pinos a sueldo de la Forestal.
A los diecisiete, temblando de miedo, mintió la mayoría de edad a un capataz falangista para que lo tomaran en el Ferrocarril. Pico y pala, y luego ayudante de barrenero.
Aquel trabajo era emocionante: había que aprender a manejar la dinamita y abrir túneles en las montañas de granito.
Marcial encendía las mechas y echaba a correr, y de pronto el mundo se venía abajo: polvo y piedras lo alcanzaban, y los oídos parecían estallar. A esos juegos debe una lesión crónica en el pulmón y una sordera mal disimulada.
Una mañana el capataz hizo mal los cálculos, la explosión provocó un derrumbe y papá y su compañero de mecha quedaron atrapados en la oscuridad y en el dolor.
Sacaron a Marcial con un tajo en la frente y una hendidura en el cráneo. Aturdido percibió que su compañero seguía adentro y volvió a buscarlo con un farol. En la penumbra, y a los gritos, vio las piernas y tiró de ellas.
Su compañero vivió y festejó su buena fortuna, pero murió al poco tiempo por culpa de los golpes y quizás también por ese enfermizo polvo de sílice que las precarias mascarillas de entonces no repelían.
Papá era apuesto y muy buen bailarín, hechizaba a las chicas de los pueblos, pero no llegaba muy lejos porque no resultaba un buen partido.
Era Marcial de Valentina, y eso en la región sólo podía significar una cosa: mucha pinta y poco cobre.
Se anotó en la Marina, tuvo dos meses de instrucción y navegó dos años en el crucero Galicia, un buque de 175 metros y 650 tripulantes.
Aquella aventura lo llevaría a las costas del África y a todos los puertos de España, Canarias y Portugal, y templaría definitivamente este carácter impasible de héroe de película.
Hay que decirlo: mi padre admiraba y se parecía a Tyrone Power, el torero trágico de “Sangre y arena” y el vigoroso espadachín del “Cisne negro”.
No cargaba capa, ni muleta ni espada, y jamás enamoró a Rita Hayworth, pero aprendió a usar el máuser, se dejó el bigotito de Diego de la Vega y se recibió de galán serio en Vigo, La Coruña, Cádiz y Ferrol.
Bien es cierto que sus máximas alegrías las tuvo en casas de citas, a 15 pesetas la hora, pero el impecable uniforme blanco le había refinado la estampa y a partir de entonces le sobraron novias y problemas sentimentales.
A bordo lo llamaban “Asturias”, practicaba boxeo con unos vascos y un día en el sollado le rompió la mandíbula a un gallego que lo azuzaba. Sólo una vez en toda esa temporada supo lo que era el miedo en el crucero Galicia.
Fue precisamente en la costa gallega. Marcial hacía guardia en el puente y una furiosa tempestad levantó olas monumentales y entornó el barco.
La tripulación bailó durante horas y las ráfagas huracanadas amenazaron con enviar a ese inmenso acorazado al mismísimo fondo del mar.
Las cadenas se rompieron y desde su puesto papá vio cómo uno de los botes laterales se desprendía y cómo el viento lo alzaba graciosamente en el aire y lo empujaba contra los vidrios de la oficina del comandante.
Los vidrios se pulverizaron y la odisea continuó horas y horas, que parecieron días y semanas, hasta que el peligro se aventó y la mar les franqueó el paso.
Regresó de la mili con trabajo asegurado en La Terma S.A., pero su hermana Luisa, y por ende su madre, estaban entusiasmadas con la idea de vender lo poco que tenían y seguir el camino de sus tías, quienes se las rebuscaban en cierta ciudad que crecía sobre el Río de la Plata.
Los hermanos estuvieron de acuerdo, pero Ramón se había casado y dijo que se quedaba. Se quedó, y fue muchas veces a la pesca del bonito en las costas de Francia, y pescar fue su vida.
Y puedo decir que ahora está muerto, pero que yo dormí alguna vez en su maravillosa casa, al borde de un acantilado que visitan de mañana y de tarde las gaviotas.
Cuando tenían todo arreglado para viajar, y ya no había retorno, el cónsul argentino se puso meticuloso con la visa. Despachaba a cientos de asturianos por hora y se daba el lujo de poner objeciones ridículas.
Eran tan ridículas que parecían el sebo de alguna coima. El cónsul detectó un dedo mocho en la mano izquierda de Valentina y decretó que esa lesión la hacía inútil para el trabajo, y por lo tanto inviable para emigrar.
Sin dinero, sin tiempo y sin chances, Marcial recurrió a su prima, que era cocinera del gobernador, y éste fue magnánimo y ejecutivo.
El cónsul reculó y firmó los papeles a regañadientes, y el buque de carga Entre Ríos los llevó a la otra orilla del mundo.
Acamparon en un departamento de planta baja del barrio de Palermo, apretadísimos por el espacio, que compartían con tías y primos, y apremiados por encontrar empleo. Algunos consiguieron conchabos en la gastronomía.
Luisa se anotó en la fábrica de medias Reina Cristina, que quedaba en Bonpland y Honduras. Y papá, luego de cargar cajones en la Bieckert, aprendió a fabricar caños y fue oficial de radiadores en una planta de la calle Arévalo.
Palermo, que en la primerísima oleada de inmigrantes había sido invadido por calabreses y napolitanos, cobijaba en los años cuarenta a la gran familia española.
A eso se debió, en parte, que Carmen y Marcial se tropezaran en el Cangas de Narcea y le dieran una nueva vuelta de tuerca a esta historia.
Pero no es menos cierto que, en cuanto pudieron levantar cabeza, la viuda y los hijos de Nicasio alquilaron un departamento amplio en la calle Montiel y se fugaron a Mataderos.
Quedaron en el barrio papá fabricando radiadores y mi tío Ángel, que todavía es una leyenda por los cafetines de Córdoba y de Niceto Vega. Ángel manejaba un camión de larga distancia y tenía fama de camorrero.
Cierta vez tuvo un roce con un chofer italiano y le rompió la cara con una llave inglesa. El italiano fue a parar al hospital y mi tío a la comisaría, y luego se hicieron íntimos amigos.
El tano mostraba con orgullo la tremenda cicatriz que le había dejado, y solían jugar juntos al billar y tomar fernet en las tardes bucólicas.
Ángel no tenía caso. Fumaba cien cigarrillos por día, levantaba a pulso una mesa de pool para ganar una apuesta, volvía con la camisa rota y ensangrentada de la cancha, se rebelaba contra los vigilantes y cada dos por tres la empresa tenía que ir a rescatarlo de alguna seccional.
Articulaba una risa mefistofélica y aguardentosa, y vivía en un conventillo con una mujer desorientada y enigmática que terminó en un neuropsiquiátrico. De chico yo lo admiraba y le temía.
Con un cuchillo, era capaz de la más sofisticada artesanía: una noche quedé fascinado por un barco de madera que había construido hasta en sus mínimos detalles.
Era un transatlántico del tamaño de su brazo, pintado de blanco y de azul con pincel y paciencia. Aquel hombre violento era un delicado artista.
Me vio los ojos tan grandes, que me regaló esa miniatura que yo atesoré durante años hasta que la grasa del tiempo y la humedad del olvido la enmohecieron y astillaron.
El cáncer terminal y la esquizofrenia de su esposa se declararon simultáneamente, y no puedo recordar qué se dijo en su funeral.
Marcial fue muy amigo de su hermano, a quien perdonaba por sus desmesuras, pero pertenecía a otra especie del género humano.
Papá era un jornalero de trabajos forzados de día y un caballero impoluto de noche, un príncipe en las veladas sociales y un esclavo en las labores diarias.
Permitía que, como la mar, el destino tomara decisiones en su nombre, sabiendo de antemano que es ilusoria la autodeterminación de los individuos, y se dejaba llevar así por las corrientes marinas.
A ese fatalismo se debe la mansedumbre con que aceptó trasplantarse, huir frívolamente de su tierra y padecer cincuenta años de añoranzas.
Intuyó alguna vez que a mayor conciencia mayor desdicha, y que no debía preguntarse demasiado, puesto que todo a nuestro alrededor, salvo la muerte, suele ser niebla, confusión y engaño.
Hay que bracear sin esperar nada, barrenar el granito sin miedo al derrumbe y mantenerse firme en el puente hasta que amaine el temporal.
Puede ser que, con un poco de suerte, la vida nos permita gatear en las orillas y derrumbarnos por fin al sol.
Papá sostenía, como cualquier inmigrante, que se avanzaba sufriendo, y que por lo tanto sufrir es avanzar.
Pero cedió el timón a Dios, al azar y a mi madre, se hizo inmune a las grandes ambiciones y a pesar de los dolores de cabeza que le esperaban supo construirse este pequeño manual de felicidad personal del que jamás se apartó.
Fue entonces feliz a pesar de que odiaba a los argentinos, quienes trataban despectivamente a los españoles, y también a la República Argentina, culpable de no ser Asturias.
Lidiaba con mi país de lunes a viernes, pero reverdecía con el suyo los sábados y domingos: mi padre se hizo ciudadano ilustre de una patria fantasmal construida por la colonia argentina de asturianos.
Gracias a esa secta sufrida, en sus pistas y dominios, Tyrone Power pisó fuerte y sedujo a unas cuantas antes de seducir a Carmina.
Le tocó suavemente el brazo y salieron a bailar un pasodoble que digitaba con entusiasmo la orquesta de Feito: una gaita, un clarinete y un enérgico tambor.
Mimí bailaba con una compañera de Sporteco y los relojeaba de tanto en tanto, y su hermano Jesús se sintió un día en la necesidad de advertirle a Marcial que Carmen tenía unos tíos muy severos y que no podía esperar más que reparos y zancadillas.
Papá se encogió de hombros y le respondió: No me importa. Creo que con el correr de las semanas se había enamorado.
Le propuso a mamá noviazgo mientras Feito tocaba “La española cuando besa”. Mamá, que nunca había besado, le dijo sin convicción: De eso nada. Y pronto se casaron.
JORGE FERNANDEZ DÍAZ
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