MIGUEL ESPECHE
Hay que apretar un botón y esperar a que llegue. Así empieza la historia diaria con el ascensor, esa máquina que, si bien desde la perspectiva histórica tiene corta edad, se ha transformado en parte de la vida cotidiana de millones, que suben y bajan desde y hacia las alturas gracias a él.
El ascensor es así, imprescindible. O casi, ya que allí está siempre la leal escalera para socorrer cuando la energía eléctrica juega una mala pasada o la tecnología falla y los botones no responden a sus mandos naturales.
De repente, para bajar o para subir de piso aparecemos todos (muy) juntos en ese rectángulo que nos contiene, y es raro eso anímico que sucede en el viaje.
Ocurre que no estamos muy duchos a la cercanía física y menos con compañeros de ruta generalmente extraños, en un trayecto que varía entre los segundos cortísimos de uno o dos pisos, a los interminables, propios de esos largos trayectos que suben o bajan en clave de rascacielo y a veces pueden llegar a durar minutos.
Ya arriba, hay que definir qué cara poner y dónde mirar. Eso es todo un problema ya que el ángulo en el cual se está dentro del cubículo no siempre es controlable y las posiciones pueden ser incómodas. A veces son muchos los compañeros de viaje, otras uno solo, y aquellas personas algo fóbicas a la cercanía física no saben qué es peor. Paradójicamente, la multitud de un ascensor de oficina pública parece menos intrusiva que esa sola persona con la que se sube o baja en un ascensor pequeño. Es como si la cosa se diluyera cuando se divide entre varios la experiencia, esa que solamente puede experimentarse en la dimensión vertical de un ascensor urbano.
Cada cultura tiene sus distancias en lo que cercanías físicas respecta. Dicen que los argentinos somos de los más proclives a "bancar" el estar cerca de los otros en términos físicos, algo que no puede evitarse en los ascensores, pero tampoco en los colectivos y trenes en los que los cuerpos se aprietan en las horas pico, a veces, brutalmente.
Cada cultura tiene sus distancias en lo que cercanías físicas respecta. Dicen que los argentinos somos de los más proclives a "bancar" el estar cerca de los otros en términos físicos, algo que no puede evitarse en los ascensores, pero tampoco en los colectivos y trenes en los que los cuerpos se aprietan en las horas pico, a veces, brutalmente.
Sin embargo, por más cercanos que seamos, esa intimidad de segundos que se produce mientras se miran pasar los números de los pisos con cara de póquer, suele ser algo incómoda ya que nada parece interponerse más que el silencio entre los viajeros y, se sabe, el silencio parece expresar la "nada", el gran cuco de todos nosotros los industriosos occidentales.
Capítulo aparte es el encierro. Es una situación que genera temor a muchos, sobre todo, por el siempre latente peligro de que, como se dijo más arriba, la luz se apague y eso que sería sólo un corto viaje se transforme en una estadía más amplia y compleja, con el ascensor detenido entre pisos. Allí sí, la lotería de los compañeros de ruta puede hacer más o menos "bancable" la espera a que llegue la ayuda. Se sabe que la aventura une a las personas, y no deja de ser una suerte de epopeya el hecho de compartir en ese rectángulo todas las peripecias de un encierro indeseado.
Capítulo aparte es el encierro. Es una situación que genera temor a muchos, sobre todo, por el siempre latente peligro de que, como se dijo más arriba, la luz se apague y eso que sería sólo un corto viaje se transforme en una estadía más amplia y compleja, con el ascensor detenido entre pisos. Allí sí, la lotería de los compañeros de ruta puede hacer más o menos "bancable" la espera a que llegue la ayuda. Se sabe que la aventura une a las personas, y no deja de ser una suerte de epopeya el hecho de compartir en ese rectángulo todas las peripecias de un encierro indeseado.
Estamos tan apurados, industriosos, ajetreados? Hasta que llega el silencio de esos pisos que van pasando, mientras la respiración se escucha, la marca del champú del vecino se adivina olfato mediante, y las palabras son las grandes ausentes de la escena, abriendo por segundos un tiempo al silencio tenso.
Así es la vida urbana. Llena de situaciones aparentemente vacías que, sin embargo, esconden un entramado de pequeños mundos vinculares. Es el tejido de lo cotidiano que hace a la cuestión. Mientras los grandes temas van y vienen a fuerza de ideas y reflexiones, el tejido de la vida diaria se va generando de esta forma, subiendo o bajando, yendo y viniendo, compartiendo los espacios, en los que lo humano se hace visible, sobre todo, para aquellos que lo saben ver.
El autor es psicólogo y psicoterapeuta
Así es la vida urbana. Llena de situaciones aparentemente vacías que, sin embargo, esconden un entramado de pequeños mundos vinculares. Es el tejido de lo cotidiano que hace a la cuestión. Mientras los grandes temas van y vienen a fuerza de ideas y reflexiones, el tejido de la vida diaria se va generando de esta forma, subiendo o bajando, yendo y viniendo, compartiendo los espacios, en los que lo humano se hace visible, sobre todo, para aquellos que lo saben ver.
El autor es psicólogo y psicoterapeuta
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