La aventura "hombres en la peluquería"
En el final de Crónica de los Wapshot, la primera novela de John Cheever, el narrador devela el contenido de un escrito que deja el capitán Leander Wapshot antes de morir. Metida entre las páginas de un libro con obras de Shakespeare, la nota se titula "Consejos para mis hijos", y es una lista de recomendaciones organizada con una lógica medio borgiana. Dice, entre otras cosas: "No hacer nunca el amor con los pantalones puestos"; "No dormir a la luz de la luna"; "No llevar nunca corbata roja"; "Cortarse el pelo una vez por semana"; "Evitar arrodillarse en los suelos de piedra de iglesias no caldeadas". Y finalmente: "Erguir la espalda. Gozar del amor de una mujer dulce. Confiar en el Señor".
Me gusta la idea de alguien que se corta el pelo todas las semanas. Un sentido ritual de la apariencia que encuentro fascinante, tal vez por lo lejos que estoy yo, aplazador crónico de la visita al peluquero. Me recuerda también al personaje de Clint Eastwood en Gran Torino, que pasa por la barbería del polaco antes de vengar la sangre hmong de sus vecinos.
El vínculo que se establece con el peluquero tiene algo particular para muchos hombres. Encontrar al peluquero adecuado puede llevarte la vida, y una vez que alguno merece tu confianza, hacés todo lo posible para serle fiel, más que nada por lo engorroso que resulta el cambio. Lo que prevalece no tiene necesariamente que ver con aptitudes técnicas ni con una concepción estética, sino con la comodidad y la afinidad. El tipo tiene que conocer mínimamente tu cabeza y saber decodificar tus intenciones, que casi siempre son confusas. Explicarle el corte a un peluquero desconocido está entre las tareas más complejas que uno pueda enfrentar como cliente. Por eso algunos sugieren que, una vez que des con el estilo deseado, te saques una foto para guardar de referencia.
Hace un par de años, mientras me pasaba la escobilla por los hombros, un viejo peluquero barrial me dijo: "En un momento, quizás dentro de algunas semanas, vas a ver que te gusta el corte. A partir de ahí empezá a contar un mes hasta venir de nuevo. Entonces voy a saber lo que tengo que hacer". Pero el local cerró antes de que pudiera probarlo.
Hay peluqueros muy conversadores, que hablan todo el rato aprovechando la condición cautiva del cliente y la proximidad de sus orejas. Otros prefieren hacer el trabajo en silencio. En estos días muchos se saltean el lavado; algunos ni siquiera te mojan el pelo. La primera vez que noté esto fue en una peluquería moderna, y cuando le manifesté mi extrañeza al hipster que trabajaba en mi cabeza me respondió con seguridad: "Es una técnica exclusiva. La llamamos texturado en seco".
Hay peluqueros muy conversadores, que hablan todo el rato aprovechando la condición cautiva del cliente y la proximidad de sus orejas. Otros prefieren hacer el trabajo en silencio. En estos días muchos se saltean el lavado; algunos ni siquiera te mojan el pelo. La primera vez que noté esto fue en una peluquería moderna, y cuando le manifesté mi extrañeza al hipster que trabajaba en mi cabeza me respondió con seguridad: "Es una técnica exclusiva. La llamamos texturado en seco".
Hace no mucho, un estilista paciente y virtuoso, con el que establecí un récord personal de unos nueve cortes, me explicó la diferencia entre "desmechado" y "texturado". Era una diferencia de consideración, pero ya no recuerdo los detalles ni quiero investigarlos.
Me gustaría, sí, haber tenido la suerte que tuvo mi viejo durante mis años de infancia y adolescencia. Su consultorio oftalmológico estaba junto al Puente Alsina. Él salía de atender a las ocho y se iba a cortar el pelo a lo de Dardo, un peluquero confiable de Pompeya al que llamaba irónicamente coiffeur. Era paciente suyo, y de hecho, tenía un ojo de vidrio, cosa que no le impedía acertar el tijeretazo. Jamás se habló ahí de texturado en seco.
P. P.
Me gustaría, sí, haber tenido la suerte que tuvo mi viejo durante mis años de infancia y adolescencia. Su consultorio oftalmológico estaba junto al Puente Alsina. Él salía de atender a las ocho y se iba a cortar el pelo a lo de Dardo, un peluquero confiable de Pompeya al que llamaba irónicamente coiffeur. Era paciente suyo, y de hecho, tenía un ojo de vidrio, cosa que no le impedía acertar el tijeretazo. Jamás se habló ahí de texturado en seco.
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