martes, 29 de agosto de 2017
CONMIGO NO; SOY GATO
¿Qué más decir, si tanto maestro escribió sobre ellos (por no hablar de la dupla más fotogénica: el escritor y su minino)? ¿Qué aportar sobre sus gestos, posturas y mañas, cuando Internet es un hervidero de imágenes y videos de gatos? Para qué seguir hablando de esos eternos señores de la casa, me digo, mientras mi gata, indudable emperatriz de departamento, se acomoda sobre la página del diario que estoy leyendo. Así ocurre y así se repite una y otra vez: vuelvo a caer -¿boba de mí?- bajo su displicente hechizo.
Llegó a nosotros como suelen llegar las mascotas a las familias. Un niño pequeño y padres en conciliábulo: qué hacer, si quiere llevarse a casa cada animalito que se le cruza en la calle; un perro, imposible; un gato, podría verse...
La encontramos gracias a las buenas artes de una colega especialista en estas cuestiones. Para mi hijo, bautizarla no representó ningún problema: "Se llama Linda", dijo, con la certeza de quien señala lo evidente. Y así pasó a llamarse nomás.
Todavía era muy chiquita y adaptarse no le fue fácil. Se la pasaba buscando rincones más o menos ocultos donde esconderse, y yo temía que los movimientos bruscos del niño de cinco años que no paraba de buscarla la terminaran de aterrorizar. Como suele ocurrir con tantas cosas, la clave estuvo en tomarse un tiempo.
Un día en que estábamos solas las dos me acerqué con cuidado al recoveco oscuro donde se había metido. Suavemente, casi con timidez, impulsé una pelotita hacia allí. Uno, dos, tres segundos. Del cono de sombra emergió la pelotita, esta vez en dirección a mí. Bingo.
Estuvimos un rato así, a distancia prudencial, pelota va, pelota viene. Hasta que, de a poco, Linda fue haciéndose ver. Aproveché y le ofrecí alimento. Se acercó, olfateó, comió de mi mano. Era el comienzo de una hermosa amistad.
Hoy por hoy, y en especial en el vínculo con mi hijo, Linda es lo más parecido a un perro que un gato podría llegar a ser. Juega, salta, lo persigue, a veces se deja perseguir. Pero es gata. Y se ocupa de que todos lo recordemos.
Porque finalmente es eso, el resto de selva que persiste en su mirada, lo que los vuelve -a ella y a todos los de su especie- irresistibles.
Por estos días la miro y pienso en las noticias que en las últimas semanas sacudieron los principales sitios del mundo: la sexta extinción masiva ya habría comenzado, y a los seres humanos nos estaría tocando el triste papel de aquel célebre asteroide que terminó con los dinosaurios. La frenética expansión sobre el planeta, la voracidad consumista, la contaminación y el cambio climático estarían poniendo contra las cuerdas -esta vez, definitivamente- la diversidad biológica del planeta. Nada estrictamente nuevo, salvo en la velocidad con que estarían comenzando a producirse los hechos.
Las admoniciones son de todo tipo. Las hay éticas (¿realmente queremos cargar con la responsabilidad de arrasar con buena parte de la vida del único planeta habitado a la vista?); las hay pragmáticas (difícil que semejante hecatombe no tenga impacto en la existencia humana). Pero Linda ronronea y, más que en advertencias, pienso en la tristeza y la aridez de un mundo donde todos sus habitantes, gloriosos y patéticos conquistadores del resto, fueran más o menos iguales a sí mismos. El horror -o la somnolencia- de un planeta completamente domesticado. Qué será de nosotros el día en que, más allá de las ciudades, lejos de rutas, teclados y bien habido confort, no lata el misterio de lo atávico, eso que se sabe abismalmente diferente y que por esa razón se teme, se respeta, se mantiene a raya de ser necesario. Pero nunca se aniquila.
En semejante mundo reluciría, y con qué fuerza, la ferocidad secreta, ese modo inabordable que tienen los gatos de decirnos que con ellos no, que ni lo soñemos: con ellos no pudimos ni vamos a poder.
D. F. I.
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