jueves, 31 de agosto de 2017
PARA ALGUNOS LA MUERTE NO EXISTE...JERRY LEWIS EN LA MEMORIA Y EL PENSAMIENTO
La memoria es el vasto territorio de lo que aún no recordamos. Resulta difícil no estar de acuerdo con esta idea del poeta español José Ángel Valente. Vista de esta manera -que es como debe ser vista-, la memoria es un colosal reservorio de evocaciones desconocidas hasta que algo las saca finalmente a la luz y pensamos entonces en ellas. Por ejemplo, yo no había pensado mucho en Jerry Lewis, hasta que se murió, el domingo pasado.
Pero eso no quiere decir que también Jerry Lewis no habitara ese vasto territorio del que hablaba Valente, y que en cada uno de nosotros es diferente. Podemos ser iguales a los demás en casi todo menos en dos cosas: en las lecturas que nos hicieron quienes somos y en la memoria.
Lewis está en la memoria de muchos de nosotros, es cierto, pero no del mismo modo. Todos los sábados de la infancia (¿a la tarde?) pasaban por televisión películas suyas (películas en las que actuaba o que había dirigido). Yo las veía en los años ochenta, 20 o 30 años después de su estreno, pero en cualquier caso eran un estreno para mí. De todas esas películas que vi, saltó repentinamente una de ellas, y sin duda salió de la memoria esa y no otra (ninguna otra), porque también allí el problema de la memoria, el recuerdo y el olvido se ponían en escena.
Esa película era y sigue siendo Living It Up (que en la Argentina se conoció como Más vivos que muertos), y se estrenó en 1954. La trama entera apareció de golpe. Lewis (Homer Flagg en la ficción) es un trabajador ferroviario que vive en Nueva México y quiere conocer Nueva York. Un día -por una peripecia que olvidé para siempre- descubre un auto abandonado en un campo de pruebas atómicas. Le diagnostican contaminación radiactiva y le dan un pronóstico (equivocado) de tres semanas de vida. Luego, una periodista de un diario neoyorquino convence al editor de cumplirle a Homer el último deseo (el viaje a Nueva York) y tener una cobertura entonces exclusiva del caso para el diario. Cuentan para eso con la complicidad de Dean Martin, aquí un médico de pueblo, que sabe que el otro es un enfermo imaginario, pero quiere sacar partido del viaje y de un eventual amorío con la cronista.
Como sea, ya en Nueva York pasan las semanas y Homer no muere. El editor se impacienta porque los gastos aumentan y la noticia (la muerte siempre es noticia, como lo prueba el hecho de que activara de pronto la memoria) no llega. Por fin deciden darlo por muerto aunque no muera. Hay en Nueva York exequias masivas y con honores: multitudes conmovidas por ese joven de provincia víctima de la radiactividad. Caen papelitos. Dos barrenderos se ocupan de barrerlos. Son Jerry Lewis y Dean Martin que, con anteojos oscuros, encontraron ese nuevo trabajo de barrenderos. Siguen con los anteojos oscuros. Por fin, uno le dice al otro (¿quién a quién?) que ya no necesitan los anteojos. Un minuto después de concluidas las exequias, Nueva York había olvidado para siempre a su protegido desprotegido.
Ben Hecht, el guionista, sabía lo que hacía. En la superficie, la comedia parece una farsa acerca de la tragedia de la fama, de ese olvido irremediable que corroe la fama. Pero en el fondo es otra cosa: una consideración sobre la mercadería cotidiana que nos colma de recuerdos que, como no llegan a precipitar en la experiencia que implica toda memoria, se pierden para siempre. Las películas son para mí casi una cosa del pasado. Sin embargo, a diferencia del recuerdo, que manejamos a discreción, la memoria es impiadosa. Tendré qué pensar por qué la memoria me trajo ese objeto, suvenirdel tiempo ido, del tiempo perdido para siempre de la infancia, ese tiempo en que el todo era posible, y emblema además del poderío incorruptible del olvido.
P. G.
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