Esta historia comenzó, imagino, con esa primera lotería de la existencia, cuando el ADN de nuestros padres se combina para convertirnos en lo que habremos de ser. En mi caso, el sorteo me obsequió un sistema nervioso de lo más vehemente, para decirlo bonito. Anoticiado de que algo raro pasaba, a eso de los 22 o 23 años fui a ver a un neurólogo. Al entrar en su consultorio, antes de que me sentara, lanzó:
-Vos sos músico de jazz o periodista, y no dormís bien.
Le respondí que era periodista y que tocaba mal el piano, pero que dormía bien. Negó con la cabeza.
-No. Vos no dormís como todo el mundo -decretó. Fui a responderle algo, pero dijo: -Venís a verme por los dolores de cabeza, ¿no?
Sí, claro, ¿pero cómo se había dado cuenta, si no le había podido decir nada todavía? Por toda explicación, señaló mi frente con la birome.
-El ceño fruncido. Eso lo causan muchas horas de dolor. Vamos a hacerte un electro.
Fue la consulta médica más breve y extravagante de mi vida. Pero el hombre tenía razón. Mientras estudiaba los resultados, observó:
-Ya veo por qué no te dedicás a la música.
-Ah, ¿sí? -farfullé.
-Sí. Nunca vas a poder mantener un ritmo regular.
Contra ese problema había chocado siempre al intentar fundar mi propia banda o al probarme para tocar en alguna agrupación. Así que no era impericia, sino que había venido con el metrónomo fallado de fábrica. También se originaban allí las migrañas, juzgó el neurólogo.
Para reducir mi padecimiento, me recetó una droga en cuya caja había una vistosa advertencia en letras rojas, que decía: No deje de tomar este medicamento sin orden del médico. Alarmado, volví a su consultorio.
-Por lo general, la orden del médico es para empezar a tomar un remedio -protesté, mientras ponía la cajita sobre la mesa con el letrero rojo hacia arriba, debajo de sus ojos.
-Esto -respondió, golpeando la cajita con la punta del índice- sirve para reducir tu actividad cerebral. No podés dejar de tomarlo de un día para el otro.
-El problema es que yo me gano la vida con mi actividad cerebral, doctor -repliqué.
-En tal caso, vas a seguir teniendo dolores de cabeza.
-Eso parece.
-Y casi seguro van a empeorar.
-Me han dicho lo mismo.
-Ahora, tus sueños son fantásticos, ¿no?
-¿En qué sentido?
-Te cuesta dormir, te despertás muchas veces, de chico fuiste un poco sonámbulo, pero tus sueños son como ir al cine, ¿me equivoco?
Toda esa retahíla, una vez más, era de una exactitud pasmosa. No supe qué responder. ¿Con qué compara uno los propios sueños? Preguntó:
-¿Tenés sueños lúcidos?
-¿Qué es eso?
-Ya te vas a enterar.
Fue la última vez que lo vi. Y durante los siguientes 30 años, mi actividad onírica, aunque vistosa y de un realismo encomiable, siguió siendo sólo eso, simples sueños. Sin embargo, algo cambió cuando, por fin, logré desembarazarme de las migrañas (esa es otra historia). Mi dormir accidentado se complicó todavía más, y entonces llegaron los sueños lúcidos.
Los tenía por un mito urbano o por un argumento de ciencia ficción, como el de la película Inception. Sus cultores tal vez estaban confundidos -sospechaba- y eso que llamaban sueño lúcido no era sino una forma anómala del duermevela.
Pero ahora que los he experimentado sé que no es así. Aunque aparecen muy de vez en cuando, son sueños con todas las de la ley. Sólo que uno es consciente de que está soñando y puede modificar esa realidad paralela. Tal situación anfibia de la mente lo cambia todo, y la ensoñación se transforma entonces en un vasto, aunque volátil, espacio de experimentación. Al despertar no puedo sino pensar en Calderón y en qué poca distancia media entre la vida y los sueños. ¿O es al revés?
A. T.
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