martes, 29 de agosto de 2017

HABÍA UNA VEZ....EDUARDO SACHERI


Al final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes, sin fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con bronca, casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Esteban, alguna culpa le cabría por ese amor que a él hacía años le quemaba las entrañas.
Ella lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy abiertos. Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echó a temblar como una hoja.
Él supo que no tenía más salida que seguir hasta el final, y por eso habló hasta quedar exánime, hasta que la voz se le estranguló por la emoción y por el miedo, hasta que se cohibió en la contemplación de la metamorfosis del rostro hermoso de ella, que viró del asombro a la incredulidad, y de la incredulidad a la furia.
El cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle natural, porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de castigo.
Enseguida, como para nutrir aún más a la bestia de su desamparo, ella se acomodó la cartera y se trepó a un 93 que venía repleto. Para colmo desde el estribo dio vuelta la cara y lo miró con los ojos llenos de lágrimas. No hacía falta ser un genio para advertir que no iba a perdonarlo nunca.
Muchas veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir el modo de decírselo, había tratado de representarse a sí mismo en el instante posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse la idea. Hablarle le parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto siguiente a haberlo conseguido se le antojaba de otro mundo; un minuto para ser vivido en otro planeta.
Una vez que constató que seguía con vida, que no había muerto de vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató de pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era igual, a qué negarlo. Buenos Aires estaba por todos lados, pero casi no importaba.


El cielo estaba encapotado de nubes bajas y pesadas. Esteban casi sintió un pinchazo ligero de bronca, una sensación de injusticia por esa indiferencia rotunda para con su tormento en carne viva.

Con pasos de autómata abandonó la parada y caminó por Leandro Alem hasta la plaza. Ella seguía poblando sus pensamientos con una premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro dolido y rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho mayor que el tamaño que cobraba su propia desventura.

En una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le había contado, con naturalidad, que se casaba en mayo. Como él sabía que tarde o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle esa montaña sobre la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma pasase casi inadvertido.
Armándose de valor, hasta tuvo la hombría de formular las preguntas consabidas: que cuándo, que en qué iglesia, que la fiesta dónde, que la luna de miel en qué lugar y otras por el estilo.
Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la cama sin pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora, de que el tal Alejandro no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez el único modo de obligarse a perderla y olvidarla.
Se vieron varias veces desde entonces. Habría sido sospechoso que él evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él era su mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No se habían reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los unían en romances de todo tipo?
Para Esteban esos fueron cuatro meses macabros, pero los soportó a pie firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la dejaba hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo por cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de invitados.
Él se asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz de soportar sin gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que dejara de martirizarlo con esos punzones afilados que le desgarraban las entrañas.
Pero el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la antevíspera del civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que no podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de la iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir.
Pero ella, como siempre, se las ingenió para desbaratarle las intenciones y vencerle las resistencias, y al final se escuchó a sí mismo pactando otro de esos encuentros del demonio en el café de Leandro Alem para el miércoles a la tarde.
Ella llegó con su impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez minutos al encuentro de la modista, pero se pasó la siguiente hora y media atorada en su monólogo florido. Igual estaba rara. Esteban supuso que era natural y que todas las mujeres se ponían así en los días previos a casarse.
Intentó escucharla con la buena disposición de siempre. Pero por más que trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes siguiente ella iba a serle fatal y perpetua y definitivamente ajena, sin que él fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo. Porque era evidente, se decía, que jamás conseguiría vencer su propia cobardía.
¿Para qué traerle un problema, una desilusión? ¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su existencia, traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para qué forzarla a poner cara de compasión, cara de te entiendo pobrecito Esteban, cómo puedo ayudarte a que te olvides?
Atragantado de dolor y de rabia consigo mismo, casi le agradeció en voz alta cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un principio de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y del civil, zanjado por la angelical intervención de Margarita.
Esteban tiró el último pedacito del sobre de azúcar en la borra del pocillo, mientras ella miraba el reloj sobre la barra. Llamó al mozo, pagó y salieron a la calle. Como siempre, se ofreció a acompañarla hasta el colectivo, y ella accedió sonriendo. Sin embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.
Esteban empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado en que los últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban silenciosos por el Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista clavada en el vacío, buscando en su interior algún postrer despojo de resignación o de valentía.
“Ya llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente una señora gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la orilla de la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era bastante más alto que ella, y al descender esos centímetros sus ojos podían encontrar muy cerca los de ella.
Y además, cuando algún auto pasaba cerca de la vereda, Agustina instintivamente, aunque siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el brazo y le capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las angustias.
Pero hoy ni siquiera esos ritos antediluvianos surtían sus efectos analgésicos. Ella tenía la vista suspendida adelante, tratando de adivinar, en su miopía, el colectivo viniendo del lado del Correo.
Esteban, por su lado, trataba de detener el terremoto de sus tripas, concentrándose en que ya era miércoles a la nochecita, y que el asunto era permanecer con vida hasta el domingo. Porque abrigaba la ilusión grisácea de que, desde entonces, su amor desventurado se iría asfixiando en el tiempo y en la distancia, ahogado en el veneno de lo irrevocable.
No obstante, no se sintió aliviado cuando por fin el 93 se asomó por el lado de Corrientes, y ella lo miró con una sonrisa rara y de labios apretados, y le dijo “ahí viene” como si él fuese tonto, como si fuese ciego, como si fuese incapaz de ver el enorme cacharro amarillento de sus desventuras acercándose inexorable, zigzagueando del carril lento al rápido y viceversa para consumar la catástrofe de su alma, para tragarse al amor de su vida y arrancárselo para siempre.
Fue entonces, cuando ella lo miró con su cara de enigma de toda la tarde y le dijo chau, cuando él inhaló de nuevo el olor inconfundible de ella, cuando sintió el roce de sus dedos contra los suyos, cuando se supo incapaz de sobrevivir al cataclismo de perderla, que él sintió, junto a un dolor súbito en la boca del estómago, la certeza de que iba a decírselo, de que las cosas habían dejado de importar, de que ya no podía contener el océano volcánico de su amor secreto, de que si se callaba moriría en el incendio de sus entrañas.
La tomó del brazo y le dijo que no subiera, que lo dejara pasar, que tomara el siguiente porque necesitaba decirle algo. Ella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, tal vez intuyendo que Esteban iba a lanzarse por la pendiente sin retorno de las verdades tardías.
Y él, turbado por la vergüenza pero inmune ya a los trastornos de la cobardía, la miró al centro de los ojos y le dijo que la amaba. Y se lo escupió sin atenuantes y sin demorarse en escoger las palabras adecuadas.
Le dijo que se había enamorado de ella sin límites ni miramientos la primera vez que la vio entrar en la oficina, con su trajecito azul, y su pelo negro y lacio peinado con esmero, mientras ella tartamudeaba presentaciones y se enredaba los tacos en la alfombra burda del quinto piso.
Le dijo que la había adorado desde el mismo instante en que había llegado al escritorio de atrás, y él la había visto de cerca por primera vez, maravillado en el mar oscuro de sus ojos sin fondo, enternecido en su mano helada de dedos largos y finitos.
Le contó sobre el calvario paciente de sus cartas de amor, contrabandeadas a sus insomnios, atesoradas en el fondo del segundo cajón de su mesa de luz hasta el insólito número de doscientas cuarenta y cuatro, hasta la saturación de imágenes y de metáforas, hasta la sorda convicción de que jamás sería capaz de hacerle llegar una sola de ellas.
Le habló de la tortura dulce de los cinco años malgastados en esos ejercicios inútiles, de que al final había encontrado un espejismo de paz en la certeza de que su silencio lo pondría a salvo de su sorpresa y su rechazo, de su adiós irreversible, y de que había preferido indigestarse con sus frases de amor que someterse al suplicio de su adiós definitivo.
En el vértigo de la verdad, y temiendo la proximidad de un final de catástrofe, comenzó a ametrallarla con los dardos flamígeros de sus sentimientos desnudos.
Intuyó, al calor de su corazón desbocado, que las palabras corrientes, esas que se usan todos los días, no eran adecuadas para describir un amor como el suyo, y desplegó temerario una verborragia indómita que mezclaba improvisaciones geniales con pedazos arrancados al azar a los doscientos cuarenta y cuatro borradores de sus cartas de amor empedernido.
Viéndola parada frente a el, rígida, incrédula, le dijo también que se hiciera cargo de ese amor, aunque no hiciese otra cosa más que eso. Que al menos para abofetearlo, insultarlo, escupirlo, tomara partido, hiciera algo, le diera a entender que, aun para despreciarlo, ella también estaba ahora sumergida en el pantano de su amor y su desconsuelo.
Que al fin y al cabo era ella, a su modo y sin quererlo, la única responsable de su agonía perpetua.
Hizo un instante de silencio, como si las fuerzas descomunales que lo habían conducido hasta allí estuviesen a punto de abandonarlo.
Resopló varias veces y con lo último de su empuje le pidió disculpas, le dijo que hasta último momento tenía decidido callarse, que había decidido no hablar por respeto, por no arruinar esa amistad que tenían, por no ponerla a ella en el disgusto de despreciar su amor, por evitarle la incomodidad de herirlo, por ponerla a salvo de perder la naturalidad de sus voces y de sus diálogos.
Pero que al verla ahí, apunto de tomar el 93, había entendido que no podría dejarla ir, que no sería capaz de perderla para siempre, de perdurar el resto de su vida en la decrepitud de carecer de ella, ajeno a sus humores y a sus detalles, ajeno a sus tareas cotidianas, ajeno a sus embarazos y a sus hijos y a sus reuniones de padres, ajeno a sus Navidades y a sus vacaciones en Córdoba, ajeno a sus cambios de peinado y a sus compras de ropa, ajeno a su cuerpo de piel y junco yaciendo en la oscuridad de cada noche.
Después, agotado, terminó por callarse. Fue cuando ella se lanzó a temblar como una hoja, y le hizo estallar la cachetada en pleno rostro, y se colgó del 93 que venía repleto, y lo condenó con los ojos por su estúpido modo de arruinarle la antevíspera de su casamiento.
Esteban se derrumbó en un banco de plaza y dejó caer la cabeza entre las manos, mientras la fatiga inconmensurable de los nervios acumulados le disolvía las articulaciones. El alma se le anegó de angustia y de desamparo. Se vio al fin como tanto había temido verse: solo en el universo, privado para siempre de ella y de la mera posibilidad de ella alguna vez.
Y aunque no se arrepintió de haber hablado como acababa de hacerlo, cayó en la cuenta de que la tranquilidad de conciencia tenía muy poco que ver con la paz de espíritu. Entonces la congoja le subió por fin hasta los ojos, y la plaza y Buenos Aires se le nublaron de lágrimas tibias y saladas.
Trató de contenerse primero. Pero cuando en su alma fue tomando por fin cuerpo el tamaño de abismo de su soledad, el horizonte inabarcable de su desolación, se desbarrancó en un llanto desesperado, que habría hasta el fondo las esclusas de su rencor y su desconsuelo.
Empezó a llover. Primero tímidamente, con unos gotones grandes y dispersos, que golpeaban con fuerza las hojas de los árboles y los pétalos de los flores en los canteros. Después con más ahínco, aunque sin llegar al aguacero.
En cuanto fue capaz de percibir la mojadura, Esteban levantó la cabeza y miró en torno. La gente se había ido, como siempre se va del Bajo cuando anochece. Dejó de llorar. Se restregó con las mangas los ojos enrojecidos.
No tenía la menor idea de adónde ir. Entendió, apesadumbrado, que la vida le arrancaba de nuevo de cero, y que iba a tener que coleccionar un sinnúmero de cosas y de gentes como para ocupar el agujero descomunal que acababa de abrírsele en el lugar donde había estado ella.
Caminó de espaldas a la avenida, hacia el lado del río. A los pocos pasos se detuvo, se asustó, y casi se enojó consigo mismo, cuando por encima del rumor de la lluvia y de los autos creyó escuchar un grito que traía su nombre. Era posible, por supuesto, que estuviesen llamando a otro Esteban.
Era posible que aunque la voz fuese de mujer, y aunque se pareciese terriblemente a la voz de Agustina, la nostalgia y la desesperación le estuviesen haciendo pasar un mal rato. Era posible que el sonido rumoroso sobre las piedras anaranjadas del caminito fuera otra cosa que los zapatos de taco de ella tragándose la distancia que los separaba.
Era posible que estuviese alucinando, y que no valiese la pena volverse para verla a ella indiscutible y real y tangible, a ella corriendo por la plaza gritando su nombre, a ella despedazando el futuro escrito en letras definitivas, a ella también empapada del agua de otro banco de otra plaza, a ella saltándole al cuello en un abrazo risueño y bañado de su propio llanto, a ella incinerándolo para siempre en el fuego de sus labios contra los suyos, a ella abrigándolo en sus primeras palabras de amor, susurradas trémulas contra su oído.

Cuento de Eduardo Sacheri extraído del libro «Te conozco, Mendizábal y otros cuentos», publicado por Galerna.

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