Ya no tenía sonrisas. La parálisis muscular no le impedía todavía hablar, aunque es cierto que lo hacía lenta y apagadamente.
El tumor cerebral con el que luchaba desde hacía tres años, atacaba su motricidad y le había ido anulando miembro a miembro, centímetro a centímetro, como en un perverso juego de compuertas que lo iba dejando sin salida.
Primero le inutilizó un brazo, luego le entorpeció las piernas.
Tomamos el té una tarde de enero. Nos acompañaban su hijo Gonzalo, un excelente fotógrafo, y Florencia, una de las nietas de Tomás Eloy, que nos sirvió amorosamente sandwiches y helados, agua y café.
Tomás me había invitado hacía dos semanas, cuando me contó por teléfono que el deterioro ya era irreversible y también que, consciente de todo, estaba disponiendo dolorosamente las últimas cosas.
¿Qué necesitás, Tomás?, le pregunté al final de aquella conversación, puesto que nada se le puede decir a un hombre que va a morir y lo sabe. Te necesito a vos, me respondió.
En un llamado aparte, Gonzalo me ratificó que su padre ya no tenía chances y que se estaba despidiendo de sus amigos.
También que quería reparar a último momento algunas diferencias que habíamos tenido en el fragor del parto de nuestra revista cultural hacía dos años, cuando discutimos, más de una vez, por cuestiones periodísticas y metodológicas.
Nuestro afecto, a pesar de esas broncas momentáneas, nunca se había alterado, y poco después ya nuestra vieja amistad había retomado las rutinas de siempre.
Pero Tomás se empecinaba en cerrar por completo un capítulo que ya estaba cerrado y en darme, como toda la vida, sus consejos literarios.
Lo conocí personalmente hace mucho tiempo, cuando acababa de terminar Santa Evita, pero era mi ídolo total en los 80, cuando leí su obra maestra: Lugar común la muerte, y también La novela de Perón, que aparecía por entregas en el semanario político El periodista.
Siempre creí, y Tomás terminó aceptándolo, que La novela de Perón y Santa Evita formaban una sola obra en dos actos.
Ese libro monumental, que se publicará alguna vez, noveliza nada más y nada menos que la historia mítica del peronismo. Perón, Evita y López Rega (Lopecito) son en ese libro fundamental de la literatura moderna personajes ficcionales inventados por Tomás Eloy Martínez.
Y son, a la vez, acaso más verdaderos que las figuras auténticas puesto que suele haber más verdad en la ficción que en la realidad.
Al llegar a su departamento de la avenida Pueyrredón lo abracé y le di un beso y me senté simulando, con verborragias optimistas, que su postración no me impresionaba.
Apenas podía utilizar su mano derecha. Tenía que dictar sus columnas quincenales y había un libro de tapas rojas abierto en un costado: estudiaba la cultura narco en América latina.
No quería abandonar ese artículo que alternaba cada dos semanas con su amigo Mario Vargas Llosa. No quería abandonarlo pese a la tremenda presión y fatiga y las dificultades motrices que lo acechaban.
Hacía esfuerzos sobrehumanos para no incumplir. Dormía cuatro o cinco horas y “se arrastraba” hacia la computadora, los libros, los apuntes, la libreta.
Escribir es la única razón para seguir vivo, me dijo. Pero siempre fue así, Tomás, le respondí, exagerando. Asintió brevemente. No podía sonreír, ni siquiera con los ojos.
A lo largo del té, lanzó ironías e hizo chistes, pero sin abandonar esa tristeza profunda, abismal, esa sombra en el ceño, ese velo de oscuridad en la mirada.
No era un problema muscular: estaba rodeado de muerte; lúcido en un cuerpo inmóvil. Circunspecto, lúgubre, atrapado en una cuenta regresiva que nadie podía detener.
Su hijo había tratado en vano de reconfortarlo con el más allá, pero ni aún en esos durísimos trances el autor de Purgatorio –un agnóstico consumado– había cedido al chantaje del cielo ni del infierno, como decía Borges.
Era de una conmovedora valentía, y allí estaba con nosotros, tomando el té, sabiendo que le quedaban instantes de vida.
Y que solo le restaba pelearle a la muerte un día, una página, una línea más de aquella novela que seguía escribiendo contra esa bomba de tiempo.
Tenía para mí un regalo muy especial, conmovedoramente envuelto sobre la mesa, y algunos comentarios proféticos y unas cariñosas recomendaciones sobre mis crónicas y sobre mis novelas de amor.
Y yo quise llevármelo de ese clima de postrero, y le pregunté por sus amigos remotos.
Con Carlos Fuentes estaba en contacto permanente. Con Gabriel García Márquez últimamente no hablaba, pero sí con Mercedes, la mujer del premio Nobel, que lo llamaba de tanto en tanto.
De Paul Auster se despidió en Estados Unidos, antes de regresar definitivamente a la Argentina. Auster le había enviado Invisible.
No es, como dice, su mejor novela, pero es muy buena –dictaminó–. Su mejor novela sigue siendo El Palacio de la Luna. Le retruqué con La invención de la soledad y me quedé con la elección de ese título memorable.
Hablamos de títulos: Tomás sabía perfectamente por qué “La Casa” pasó a llamarse Cien años de soledad; cómo la editorial desechó el título que Vargas Llosa traía y le impuso La ciudad y los perros.
Tomás fue un gran estudioso del boom latinoamericano, se codeó con los grandes titanes literarios de la región y conocía los secretos de todas esas novelas.
Le recordé que Santa Evita no se llamaba de esa manera mientras él estaba escribiéndola. Es cierto –me dijo–. Pero olvidé qué título le había puesto. Yo no lo había olvidado: “La Moribunda”.
Me miró como si repasara una y otra vez esa palabra. Supe enseguida lo que estaba pensando en aquella dolorosa tarde de enero.
Luego charlamos un rato largo acerca de El Olimpo, una novela corta que escribía por encargo de una editorial inglesa.
Me contó que la novela tendría tres niveles: el Olimpo de la mitología griega, el uso del Olimpo por los nazis y finalmente el centro clandestino del barrio de Vélez Sarsfield que abrió la última dictadura militar argentina.
Las historias se entrelazan hasta el final, susurró. Luchaba todos los días, en medio de su tempestad, para poner el punto final antes de morir.
Los escritores no miden su futuro por la cantidad de viajes, mujeres, ratos o adquisiciones, sino por la cantidad de libros que no podrán escribir. ¿Qué vas a hacer después de El Olimpo?, le pregunté con ingenuidad.
Quería hacer un ensayo sobre todo lo que había aprendido alrededor del difícil arte de escribir. Y me narró, como tantas veces, el libro pendiente por dentro.
Cómo tomaría de base varias clases que había dado en distintas universidades norteamericanas a lo largo de más de treinta años y cómo contaría allí que Borges era un periodista de alma aunque no lo sabía.
¿Será sobre el oficio de escribir novelas y cuentos, o sobre las crónicas?, pregunté. Me respondió con su clásica declaración de principios: Para mí la literatura y el periodismo son exactamente lo mismo.
Se refería, claro está, a los mecanismos narrativos de la non fiction, a la crónica como literatura mayor, al articulismo como rama de la literatura.
Tomás había logrado, como muy pocos en este país, elevar al periodismo a la categoría de obra de arte.
Me di cuenta, de repente, que por primera vez me estaba relatando un libro que no llegaría a escribir.
Él y yo sabíamos, aquella tarde última, que la lección del oficio quedaría huérfana, que aquel legado de Tomás Eloy Martínez tendría que ser escrito por otros. Que todo se trataba, esta vez, de ilusiones vanas.
Nos abrazamos y nos dijimos, ya sin pudores, que nos queríamos. Nos prometimos, con hermosas mentiras, cosas para un futuro que no existía.
Bajé luego con Gonzalo hasta la planta baja. El hijo me explicó que su padre no podría seguir escribiendo las columnas de los sábados y me relató minuciosamente cómo sería la secuencia ineludible del adiós
Me ratificó, ya en el umbral y sin adornos, que aquel encuentro doliente era una despedida.
JORGE FERNANDEZ DÍAZ....ENCUENTRO FINAL |
Me acordé, en la niebla del taxi, de una idea recurrente de Tomás Eloy: Nos pasamos la vida buscando lo que ya hemos encontrando.
Él se pasó la vida buscando la gloria literaria sin darse cuenta de que ya la tenía. Esa búsqueda seguiría hasta el último minuto. Con el último aliento escribiría lo de siempre: una línea más. Una más
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