jueves, 27 de abril de 2017

COLORES



Nos enteramos hace unos días de que un grupo de científicos del Conicet analizó espectroscópica y químicamente hebras de la bandera argentina que según algunos historiadores es la más antigua que se conserva y que estaba en el Templo de San Francisco, en Tucumán. La duda era si esa proto-bandera era celeste o azul. No importa tanto el resultado de la investigación de estos científico (se constató finalmente que era azul de ultramar) como el hecho de que en ese color parecía cifrarse una identidad, como si no diera lo mismo que fuera celeste o azul. El caso es que realmente no da lo mismo.
Así es. Cada color es portador de una identidad, un carácter diferente de todos los demás. Esto es no solamente una cuestión de pintores, acaso los primeros interesados en los problemas del color.
Basta pensar que cuando las artes no visuales buscaron salir de sí mismas lo hicieron por el escape que les ofrecía el color. Si nos quedamos en el siglo XIX -el siglo de la bandera argentina- podríamos mencionar al compositor Alexander Scriabin y su idea que el sonido tenía la facultad de procrear experiencias visuales. De ahí al piano de colores de Xul Solar hay solamente un paso. Recordemos también al poeta Arthur Rimbaud, que escribió en su libro Iluminaciones: "A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales". Cada vocal tiene su carácter, su color. En esta sinestesia, el color también sale de sí mismo, del mismo modo en que esas artes habían salido de sí mismas en busca del color.
Ahora salgamos nosotros del arte. Isaac Newton y Goethe estudiaron el problema en profundidad, y el filósofo Ludwig Wittgenstein trabajó hacia el final de su vida en un libro que se publicó finalmente con el título de Observaciones sobre los colores. ¿Por qué el mismo filósofo que llevó el lenguaje -la posibilidad misma de nombrar las cosas- al abismo de lo indecible dedicó sus últimas horas a estas consideraciones? Wittgenstein anota en ese libro: "A todas luces la cuestión es: ¿cómo comparamos objetos físicos, cómo comparamos vivencias?". Eso: ¿cómo comparamos las vivencias de los colores? Realmente los colores tienen una vida propia, y nuestra percepción de esa vida se convierte para nosotros en vivencia.
Pensaba todo estas cosas después de ver los trabajos de la artista checa Kveta Pacovská que se exhiben estos días en la galería Jorge Mara-La Ruche. Pacovská era una artista casi secreta hasta que el propio Jorge Mara llevó su obra fuera de Praga, donde la artista vive todavía. Pacovská tiene toda una teoría de la forma puesta en acto, y esa teoría de la forma es una teoría del color. En cada uno de los trabajos de la muestra, en cada uno de los dibujos, óleos sobre papel y tela persiste una misma obsesión que dialoga con el modernismo y con las vanguardias: la cruz suprematista que evoca a Malévich, el círculo constructivista, los cuadrados al estilo de Paul Klee. Las figuras (en su sentido platónico) tienen también su tradición artística. Lo mismo pasa con los colores. El azul de un cielo Van Gogh no es el azul de un cielo de Tiziano. Pero, en un uno y en el otro, con sus enormes diferencias, hay algo del azul que se impone.


Pacovská explicó estas singularidades en un libro sobre el color que publicó en alemán. Nos dice: "El amarillo es el color más hermoso porque nos da tibieza. El blanco es más hermoso porque es el más puro. El negro es el más hermoso porque contiene todos los colores. El azul es el color más hermoso porque nos hace soñar".
La belleza de la frase consiste en que el superlativo ("el más hermoso") se aplica a todos y cada uno de los colores, lo que vuelve absurda su propia condición superlativa.
Pasa algo raro: en los trabajos de Pacovská domina más el rojo que el azul, pero comparte con el azul una condición crucial: igual que la flor azul que imaginaron los románticos, cada una de las superficies iluminadas de Pacovská propicia la ensoñación.

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