domingo, 23 de abril de 2017

FUTURO DE HOMBRES - MÁQUINAS

La cámara funeraria estaba revuelta, tanto por aquella fuerza incontenible y arrolladora que llamamos tiempo como por la codicia de los saqueadores que, en su estampida destructiva, no dejaron nada en su lugar. Salvo por las verdaderas riquezas que aguardaban la eternidad en aquella sección de la polvorienta tumba TT-95 de la necrópolis egipcia de Sheij Abd el-Qurna, en la antigua ciudad de Tebas: las momias, cuerpos apilados de varios individuos envueltos en lino y llenos de secretos.

Un torso fragmentado en un rincón llamó la atención de los investigadores del Instituto Arqueológico Alemán. Luego un cráneo. Después un muslo y dos piernas. Los análisis realizados por el paleopatólogo Andreas Nerlich a comienzos del año 2000 determinaron que aquellos miembros cercenados pertenecían a una mujer de unos 50 años y 1,69 metros de altura quien, hace tres milenios, vivió una vida potenciada por la tecnología. Al remover las antiguas vendas que la cubrían, los científicos se encontraron con la sorpresa de que allí, en el pie derecho, donde debía haber un dedo gordo consumido por los siglos, había en su lugar un dedo de madera increíblemente bien tallado y atado con correas de cuero. Se trataba de la más antigua prótesis funcional conocida en el mundo hasta el momento. "Los rayos X revelaron que el dedo del pie fue extirpado quirúrgicamente varios meses o incluso varios años antes de su muerte", indicó Nerlich, de la Universidad Ludwig-Maximilians en Munich.
Ya en el Antiguo Egipto las categorías de "natural" y "artificial" comenzaban a sucumbir. Como sucedió con miles de individuos que la sucedieron -mutilados por las guerras o por la enfermedad-, aquella desconocida mujer fusionó prótesis con corporalidad. En su caso y en el de tantos otros, las tecnologías protésicas dejaron de ser objetos-reemplazo externos para integrarse a su idea del "yo".


Los seres humanos llevamos miles de años siendo lo que el teórico de la inteligencia artificial ruso Alexander Chislenko llamaba "cyborgs funcionales", es decir, organismos biológicos cuyas funciones están complementadas por extensiones tecnológicas. Desde el primer hombre o mujer de las cavernas que se puso un pedazo de piel de animal en la planta del pie y no quiso salir de su hogar sin eso, nos concebimos desnudos e incompletos sin nuestras herramientas: zapatos, vestidos, relojes, anteojos, lentes de contacto, dentaduras postizas, automóviles, computadoras con las que entramos en contacto con la conciencia global -la Web- y demás prótesis naturalizadas y utilizadas por 7500 millones de personas ya nos modificaron por fuera y por dentro.
En la última década, sin embargo, nuestra relación con la tecnología se ha vuelto aún más íntima. La distancia con nuestros dispositivos se ha acortado. Las computadoras entraron en las casas en los años 80, luego migraron a faldas, bolsillos y muñecas. Hoy los celulares parecen estar implantados en las manos de la mayoría de la gente. Día a día nos fusionamos -física y cognitivamente- con nuestros dispositivos. Se han vuelto ya extensiones no sólo de los sentidos sino también de mentes y emociones. En nuestros bolsillos o carteras contamos con pequeños artefactos que nos permiten ver desde la calle o arriba de un colectivo lo que ocurre a millones de kilómetros en otros planetas.
Los dispositivos están tan profundamente encastrados en nuestras vidas que damos por contado que estarán siempre en todo momento para satisfacer necesidades o despejar inquietudes existenciales (cuál es el nombre de aquel actor, cómo llegar a tal lugar). Como dice el filósofo francés Éric Sadin en La humanidad aumentada: la administración digital del mundo (Caja Negra), la relación que sostenemos con los artefactos digitales -nuestros cordones umbilicales con el mundo- está signada por la confianza y la fascinación, una veneración emocional experimentada por las facultades sobrehumanas que nos conceden estas miniprótesis. Hasta no hace mucho tiempo externas y distantes, las tecnologías se adentraron en nuestros cuerpos -marcapasos, implantes cocleares, interfaces cerebro-computadora- e inauguraron una nueva carne, una carne tecnológica. Nos fundimos con aquellas herramientas forjadas para hacer más, ver más, querer más.
Producto de esta simbiosis silenciosa del humano con las máquinas emergen nuevos modos de ser. Se sacuden categorías ya consolidadas como identidad, cuerpo, individualidad y el significado de ser humano. Surge un sujeto moderno que recién ahora estamos entendiendo. "La incisión en la carne de las nuevas tecnologías vuelve obsoletas las categorías de género y sexo -advierte la filósofa española Teresa Aguilar García en su libro Ontología cyborg-. Disuelve los enfrentamientos entre naturaleza y cultura, sujeto y objeto: el ser humano es objeto porque tiene cuerpo pero es también sujeto porque tiene conciencia".
La post-humanidad
El 11 de julio de 1960 apareció en las páginas de la revista Life un artículo que condensaba los deseos fáusticos de investigadores como los estadounidenses Manfred Clynes y Nathan Kline, que proponían, en plena carrera espacial, la necesidad de un nuevo tipo de individuo modificado para sobrevivir en entornos extraterrestres: un cyborg u organismo cibernético. "El hombre re-hecho para vivir en el espacio", se titulaba. En la ilustración que acompañaba al texto, dos hombres musculosos de piel plateada y de expresión facial austera deambulaban por la superficie lunar sin cascos ni trajes. "Parte humanos, parte máquinas -se leía-, los cyborgs serán hombres cuyos órganos y sistemas se ajustarán para vivir en estos ambientes con órganos artificiales u otros artefactos implantados quirúrgicamente."
La propuesta parecía tan fantasiosa y lejana que quedó confinada al interior de las fronteras de la ficción: desde entonces, personajes como Darth Vader, Robocop, el Hombre Nuclear, la Mujer Biónica, los borgs de Viaje a las estrellas -Locutus, la reina y Seven of Nine- y los cylons de Battlestar Galactica advertían que los límites entre lo orgánico y lo artificial se habían vuelto irrelevantes. La tecnología se había convertido en la nueva naturaleza.
Cada uno a su manera, reflotaban discusiones hace tiempo archivadas. En el siglo XXII, el francés René Descartes había definido al ser humano como una mezcla de dos sustancias diferentes y separadas: el cuerpo-máquina y el misterioso espíritu, el alma racional o conciencia, que lo volvían único. En 1704 el mecanicismo tomó nuevo impulso en el tratado De Praxis Medica, donde el anatomista Giorgio Baglivi describía el cuerpo humano como una gran máquina compuesta de pequeños artefactos: los dientes se comparaban con tijeras, el estómago con una botella, el pulso con un reloj y el sistema cardiovascular con una bomba hidráulica.
Incluso escritores como Edgar Allan Poe sucumbieron ante la seducción intelectual de estas problemáticas ontológicas. Y en 1839, Poe exploró los límites de la naturaleza humana en el cuento "El hombre que se gastó", donde contaba la historia de un viejo militar, el general John A. B. C. Smith, que paulatinamente iba sustituyendo su cuerpo por componentes mecánicos -piernas, brazos, hombros, dentadura- hasta volverse completamente artificial.
Pero, pese a que la ficción adoptó a estos sujetos híbridos como hijos propios, el proceso de cyborgización humana -la fusión entre el ser humano y la técnica- se profundiza y acelera en la acelerada sociedad de la (híper)información, en cada uno de nosotros. Uno de los actuales hombres más famosos del mundo y que hoy reverenciamos, Stephen Hawking, no esconde su naturaleza cyborg, como tampoco lo hicieron en octubre del año pasado los 77 atletas participaron en el Cybathlon, los primeros juegos olímpicos cyborgs en Zúrich, Suiza, y que compitieron en carreras con exoesqueletos y prótesis y jugaron partidos con computadoras controladas por el cerebro.


"En el último milenio construimos nuestras máquinas, y en éste nos convertimos en ellas -señaló el australiano Rodney Brooks, especialista en ciencias de la computación-. No debemos temer porque así como ocurre con cualquier artefacto tecnológico las absorberemos en nuestros propios cuerpos."
Identidades de acero
Hacia el final de Exégesis, una serie de diarios personales del escritor Philip K. Dick, el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y tantas otras obras llevadas al cine escribe: "Soy un filósofo que construye ficciones, no un novelista". Sabía que la única forma de hacer filosofía y pensar sobre nuestro presente y futuro cercano era a través de la ciencia ficción.
Por eso la saga Ghost in the Shell del japonés Masamune Shirow -llevada al cine y estrenada en Buenos Aires hace diez días- ocupa un lugar especial, de culto, no sólo entre los fanáticos del cyberpunk sino también en la historia de la cibernética. Influenciada por la obra The Ghost in the Machine, del filósofo húngaro Arthur Koestler -que también inspiró a Sting la canción "Spirits in the material world"-, la historia de la cyborg Motoko Kusanagi en un futuro cercano e hipertecnificado ahonda en problemáticas modernas: el dilema entre lo real y lo virtual, la identidad y los posibles caminos evolutivos que tomará la especie humana. "¿Cómo se puede definir lo humano en una sociedad donde una mente puede ser copiada y transferida y el cuerpo reemplazado con una forma sintética?", se planteaba.
"Llegó el momento de preguntarnos si un cuerpo bípedo, que respira, con visión binocular y un cerebro de 1400 centímetros cúbicos es una forma biológica adecuada -desafió el artista australiano Stelarc, conocido por explorar en su propio cuerpo las fronteras permeables de la humanidad y las tecnologías-. No puede con la cantidad, complejidad y calidad de las informaciones que acumuló. El cuerpo no es una estructura ni muy eficiente, ni muy durable: con frecuencia funciona mal. Hay que reproyectar a los seres humanos, tornarlos más compatibles con sus máquinas."
Al igual que sus colegas Orlan y Eduardo Kac, en sus performances puso en evidencia la insuficiencia de la antigua configuración biológica del cuerpo humano en nuestro medio ambiente tecnológico. Como recuerda la antropóloga Paula Sibilia en El hombre postorgánico, los cuerpos disciplinados, dóciles y útiles propios del imaginario de la sociedad industrial dieron lugar en el actual régimen digital a cuerpos fragmentados, moldeables, trasplantables, modificados, obsoletos: carne defectuosa e imperfecta, perecedera y limitada, blanco de tratamientos antiage y productos diversos de la industria de la metamorfosis carnal como quemadores de grasa, cremas anticelulíticas y suplementos nutricionales.
En esta no del todo nueva concepción imaginaria de nuestra materialidad, emerge el imperativo del upgrade, que va más allá del lifting, el doping cerebral o los implantes de rodillas. "Las computadoras, celulares y aplicaciones nos dan superpoderes -dijo el empresario Elon Musk días antes de presentar Neuralink, una empresa que buscará conectar cerebros con computadoras-. Cada individuo tiene más poder que el que tenía el presidente de Estados Unidos hace veinte años. Podemos mandar mensajes instantáneamente a millones de personas, responder cualquier pregunta, hablar con cualquiera en el mundo. Si no queremos convertirnos en las mascotas de alguna superinteligencia artificial futura debemos fusionarnos aún más con las máquinas".
Lejos de ser alienante y opresiva, nuestra alianza y acoplamiento con la tecnología puede ser liberadora. Quien mejor lo entendió fue la estadounidense Donna Haraway que, en su Manifiesto Cyborg (1984), vio en esta figura una promesa de esperanza y optimismo, una herramienta de la lucha feminista: asumir nuestra naturaleza cyborg nos libera de la rigidez de las distinciones de raza, género y clase como pautas de identidad del sujeto en la era cibernética.
En medio de este doble movimiento de humanización de la máquina -el desarrollo de robots cada vez más humanizados- y la maquinización del ser humano, y entre tecnoprofecías cargadas de cybergnosticismo -la creencia de que el mundo físico es impuro e ineficiente y que nos aguarda un futuro inmaterial para la humanidad-, se configura una nueva mutación de nuestras condiciones de existencia.
Y tal vez llegue un día en el que, como presagia la escritora Maureen F. McHugh, nos despertemos y nos sea imposible decir dónde termina lo humano y dónde comienzan las máquinas.
F. K.

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