sábado, 22 de abril de 2017

HABÍA UNA VEZ....


Viejo maestro de la empatía, Gabriel García Márquez definió en tres palabras uno de mis gustos. Como muchos otros, hago "viajes de comprobación" a lugares a los que llegué mucho antes sin haber estado en ellos. Hace tiempo uní el placer de viajar con mi curiosidad por la historia y es así como construí el hábito de ir a lugares profundamente marcados por las huellas del pasado.
Un par de semanas atrás, esa costumbre me sirvió como impensado entretenimiento. Internado por unas horas en el Hospital Austral, quise ahuyentar el aburrimiento visitando desde la cama los lugares que más me habían conmovido. Recordé mi primera visita a la Casa de Tucumán junto con mis compañeros del secundario. En esa pequeña sala rectangular me gustó imaginar la voz de Francisco Laprida preguntando a los congresales si querían que "las provincias de la Unión fuesen una nación libre é independiente de los reyes de España y su metrópoli". De Tucumán fui a Córdoba y me detuve otra vez bajo la añosa arboleda de la casona de Saldán, donde San Martín afirmó su decisión de formar un gran ejército en Cuyo para cruzar los Andes y libertar Chile y Perú. Era, quizás, el recuerdo más antiguo de una lista de emociones y geográficamente el más cercano, pero no el más remoto.


Los viajes empezaron a aparecer uno tras otro. Una vez en Roma, caminando hacia el Vaticano, encontré el Largo Argentina, un lugar en el que algunos historiadores afirman que cayó asesinado Julio César. Las ruinas permiten ver ese espacio desde una cierta altura, en cualquier caso infinitamente más baja que el abismal antes y después que significaron esos puñales en la historia del imperio. Por una asociación casi inmediata, me gustó revivir los minutos que pasé detenido en el lugar donde David eligió pintar el altar mayor de Notre Dame, en el que Napoleón se coronó emperador a sí mismo. Venía de ver el cuadro del Louvre y aquélla fue una "doble comprobación". Ocurrió durante mi primer viaje a París, cuando descubrí el encanto de alojarme en un modestísimo hotel de la Rue Cujas del Barrio Latino una vez que el portero uruguayo me confirmó que allí García Márquez había creado El coronel no tiene quien le escriba.
Muchos años después, durante aquel partido en el que los alemanes nos sacaron por penales de su Mundial, me distraje mirando la pista de atletismo del Estadio Olímpico de Berlín. Estaba en la tribuna de prensa, por encima de lo que debió ser el palco oficial desde el que los jerarcas nazis mordieron su odio al presenciar la consagración del gran Jesse Owens. De las cuatro medallas de oro del atleta negro en los Juegos de 1936, habían pasado setenta años.


Los recuerdos llegaban sin demasiado orden, pero todos habían servido para entretenerme. Pronto descubriría que al tope de ese ranking más caprichoso que personal quedarían dos lugares. El Puente H, en Hiroshima, sobre el que estalló la bomba atómica, completaba una secuencia que varios años antes había iniciado en el Museo del Aire y del Espacio, en Washington, donde había visto el reconstruido fuselaje del Enola Gay, con su escotilla abierta y una no menos inquietante réplica de Little Boy, la bomba. Hiroshima, con su torre del observatorio astronómico destruido desde aquel día de 1945, cedió finalmente lugar al mar de Galilea, donde la historia del cristianismo afirma que predicó Jesús. Ese lago, pequeño y apacible, es quizás el único lugar de Israel que el tiempo no logró modificar. Es eso mismo lo que me pareció más impactante.


El recuento de lugares que había ido buscando en cada viaje terminó por convertirse en un apacible sueño. Estaba dormido cuando un médico me despertó para preguntarme: "¿Y qué tal la estás pasando en la habitación ? Una enfermera vino luego a tomarme la presión.
S. S.

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