viernes, 28 de abril de 2017

EL LIBRO COMPAÑERO


Las bibliotecas, una ventana al mundo



La de Babel era vasta, universal e interminable. Por momentos Google, a su modo caótico y quizá plebeyo, intenta emularla. Sin embargo, por estos días anduve pensando en otro tipo de bibliotecas. Modestas, tan a mano como lo puede estar todo aquello que nos es familiar.
Recuerdo una que hace rato que dejó de existir. Estaba en el Centro Cultural San Martín, en un espacio pequeño: una suerte de cubículo ligeramente saliente, suspendido sobre la calle Sarmiento (esas genialidades del edificio de Mario Roberto Álvarez). Eran mediados de los años 80 y alguien -vaya a saberse quién- decidió que ese rincón vidriado y de medidas escuetas era ideal para instalar una biblioteca pública. Sí: pública, gratuita y de calidad, ese trinomio que hoy parece incapaz de definir prácticamente nada.



Por aquellos tiempos solía visitar la biblioteca Lincoln, dependiente de la embajada de los Estados Unidos, que era la única (al menos, entre las que conocía) donde se podían recorrer a gusto las estanterías, agarrar un libro, hojearlo, disfrutar de cierta deriva azarosa antes de elegir un volumen y acercárselo al bibliotecario. Entonces fue como tocar el cielo con las manos: la pequeña biblioteca del San Martín no sólo funcionaba con ese sistema, sino que estaba exclusivamente dedicada a la literatura contemporánea. Era un monumento a la lectura por placer; un sueño de ediciones impecables, relucientes y tentadoras. No sé si alcancé a leer toda la colección Minotauro, pero la mayoría de sus títulos los conocí gracias a esa biblioteca. Y a Carver. Boris Vian. Arlt. Salir de la escuela, merodear por la avenida Corrientes, llegar a la biblioteca, elegir un libro. Llevármelo por una semana (¿o eran quince días?), saborearlo hasta la última letra, y luego regresar a buscar otro autor, otro estilo, otra mirada.


Algunas adolescencias desfallecen por falta de oxígeno, puedo dar fe. Entre los múltiples pulmotores que le dieron color a un tiempo difícil, estuvo esa biblioteca: un territorio estrictamente neutral -allí no había presiones de ningún tipo; ni familiares, ni religiosas, ni políticas, ni económicas-, una zona de voces liberadas, soledad agradecida, presencia garantizada. Al fin y al cabo, de eso se trata -debería tratarse- lo público: un espacio que, independientemente del servicio que preste, te dice que valés, que la ciudadanía no es una palabra hueca y que al Estado y a la comunidad donde habitás, vos, simple individuo, les importás. Eso sentía cada vez que trasponía la puerta de aquella minúscula biblioteca de paredes vidriadas y estantes generosos.


Hay otra biblioteca en mi historial, aunque ésta se pierde en el mito. Se trata de la que, imagino, cobijó a mi abuelo cuando era poco más que un niño minero, ágrafo y sin posibilidad de soñar ningún futuro que no fuera el de una muerte prematura, embrutecido por las profundidades del carbón y el relativo consuelo de la taberna. Era muy joven cuando adhirió al socialismo español y todavía era joven cuando, orgulloso autodidacta, adquirió la palabra letrada. Estoy segura de que en ese tránsito hubo una biblioteca.



Porque por ese tiempo -las primeras décadas del siglo XX- ninguna agrupación política podía pensarse como tal si no disponía, más allá de comités o casas del pueblo, de espacios destinados a los libros y la lectura. También porque, puesto a relatar sus mayores logros, el abuelo siempre hablaba de la biblioteca que, no sin esfuerzo, logró fundar en su propio y diminuto pueblo. "Yo quería que cambiaran alcohol por libros", contaba, iluminista sin saberlo.




Qué decir, me gustan las bibliotecas; me gustan sus historias y las historias que trazaron en mi vida. Ese sabor a ritual que les sigue dando sentido (¿como el cine, cuando se disfruta en pantalla y sala a oscuras?), con o a pesar de Internet. La vieja tradición de apostar al lazo con el otro.

D. F. I. 

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