Para un hombre metódico, fiel a sus rituales, y nunca se subía al barco sin su cortaplumas. Lo llevaba colgado del cuello, en el extremo de una soga trenzada y decorada con nudos náuticos. Había sido regalo de un marinero suyo, y sólo tenía dos prestaciones: un cuchillo y un punzón. Aún se distingue la marca, cincelada en metal: Solingen, toda una tradición en Alemania, con el clásico logotipo del arbolito arriba. Quizá el cortaplumas era para él una certeza en la que afirmarse cuando salía en su barco, el Ana T, un doble proa de 10 metros de eslora, al azar de los vientos y el río.
Así recuerda Santiago Lange a su padre. Lo miraba entonces con los ojos de un chico que había andado por el lomo del río en ese barco antes casi de aprender a caminar. Recuerda también el chinchorro en el que jugaba mientras su padre, Enrique, hacía arreglos en su embarcación. Sólo una soga lo unía a la popa del velero, y aunque el bote parecía clavado en el agua, a Santiago le alcanzaba con la imaginación y un remo para sentir que surcaba los siete mares, muy lejos de los muelles del Yacht Club Argentino.
El río era la libertad. En casa, en cambio, ese padre de pocas palabras que amaba los barcos educaba a sus hijos en el rigor. Era agnóstico, pero si los chicos iban a misa, que lo hicieran en camisa y con los zapatos lustrados. A la mesa debían sentarse peinados. "Mi viejo era un capitán demasiado severo", dice Santiago, que a los siete años se enamoró de los Optimist, donde podía ser capitán y marinero a la vez. Acaso, una forma secreta de emanciparse. Fue como si a ese bote quieto en el que jugaba de chico le hubiera crecido una vela. Entonces soltó amarras y se entregó a los vientos.
A los ocho, en Navidad, sus padres le regalaron su primer Optimist. El día en que lo llevaron al río, antes de botarlo por primera vez, Enrique armó la embarcación que su hijo iba a estrenar. Sin embargo, apenas dejó el muelle, Santiago sacó el mástil, desató la vela y volvió a armar todo él mismo. "A este tipo lo tengo que dejar solo", le dijo un asombrado Enrique a su esposa, mientras ambos, desde la costa, lo veían alejarse.
Desde entonces, los viernes por la tarde Santiago salía del colegio San Juan el Precursor con el bolso al hombro y se tomaba el 60 que lo llevaba de San Isidro a Tigre. Pasaba el fin de semana en el río con Martín Billoch, otro pionero del Optimist que años después se consagró campeón mundial de la clase. Navegaban juntos día y noche. Después, exhaustos, dormían en el Yacht o en el Náutico San Isidro, de donde iban y venían. Pronto, otros adolescentes como ellos se sumaron a la tribu. Desde lejos, las velas salvajes de esos mocosos semejaban gaviotas en vuelo rasante.
Así se hicieron grandes deportistas. Competían aquí y en el exterior. Una tarde, Santiago volvió del río apesadumbrado. La regata se le había escapado de las manos cuando, por un tornillo flojo, la caña del timón se quebró. Enrique escuchó su lamento. Lejos de consolarlo, le soltó sin anestesia: "La regatas se ganan en tierra". Con sólo 12 años, Santiago hizo suya esa máxima. Y la aplicó siempre, hasta Río 2016, donde se instaló ocho meses antes de la competencia para poner a punto su barco, su equipo, su cuerpo y su mente. Así, con 54 años, alcanzó el oro olímpico junto a Cecilia Carranza.
Cuando Enrique murió, la familia arrojó sus cenizas al río. Pocos meses después, Santiago, a los 25 años, ganaba su primer campeonato mundial, en la clase Snipe. Sintió que su padre, desde algún lado, lo estaba ayudando. Hoy lo recuerda cada vez que sale a navegar desde el club Náutico y cuando toma en sus manos el cortaplumas Solingen que se balanceaba del cuello del capitán del Ana T, mientras él, apenas un chico, surcaba los mares a bordo de un bote inmóvil.
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