El combate de San Martín que nadie contó
Jorge Fernández Díaz comenzó leyendo uno de sus textos sobre el libertador de la Patria
Había estado en muchas reyertas y tenía varias cicatrices. Había conocido de cerca la muerte a los trece y catorce años durante las batallas contra los moros de Melilla y Orán; había aprendido a reconocer los terroríficos ruidos de la fusilería en la campaña del Rosellón y había sufrido penurias y privaciones a bordo de un buque que combatía contra los ingleses.
Lo habían atacado a estocadas cuatro bandoleros camino a Salamanca y había escapado milagrosamente de una turba que quería colgarlo de un árbol en una plaza central de Cádiz.
Al capitán no le temblaba el pulso en aquella madrugada de Arjonilla, pero sentía un ardor de úlcera en la boca del estómago.
En los inicios de una carga de caballería había una especie de silencio pleno de gritos y amenazas, un sordo barullo de tropel y una cierta suspensión de la cordura.
Durante esa carrera sin obstáculos parecía como si nadie respirara, y el choque contra el metal y la carne llegaba como un estrépito y como un desahogo irracional y salvaje.
En esos momentos nadie pensaba en la patria, ni en su familia ni en su destino, no había ni siquiera pensamiento: sólo confusión y ansias de matar. San Martín, sin embargo, tenía la obligación de mantenerse lúcido en la tormenta.
Salvo que lo decapiten, un verdadero estratega nunca pierde la cabeza en una arremetida. Los veinte jinetes de su pelotón galoparon a ciegas con los ojos bien abiertos y se llevaron por delante a los franceses vitoreando a España y a Fernando VII, y cagándose a viva voz en los antepasados de Bonaparte.
La colisión fue eléctrica y estuvo llena de ruidos escalofriantes: tajos, golpes, quejidos, alaridos y relinchos de espanto.
Un cazador español le partió el cráneo por la mitad a un cabo francés y dos soldados forcejearon para acuchillarse y rodaron al suelo, enredados y sangrientos.
Hombre contra hombre, espada contra espada, se escuchaban los tañidos de metal y los insultos. Hasta que una punta acertaba entre costilla y costilla o atravesaba el pecho de alguien o se enterraba en los riñones de un infeliz.
O hasta que el filo de un revés bien dado degollaba a un dragón francés o le abría un callejón en la barriga. También había pistoletazos a quemarropa que destrozaban un corazón o borroneaban una cara. Disparos cortos y alaridos largos.
El parte de batalla describiría luego la maniobra de San Martín como una acción de «inusitada intrepidez». Su pelotón surgió como un relámpago mortal y los dragones franceses caían como moscas.
En la desesperación, y viendo quién mandaba en aquella mañana milagrosa, un oficial francés señaló a San Martín y les gritó a sus guerreros que se concentraran en darle muerte. Pronto lo rodearon cinco o seis tipos peligrosos llenos de cicatrices.
El capitán atravesó a uno con su sable y bajó a otro de un mandoble, pero alguien chocó de frente contra su caballo negro y lo hizo tambalear. Hombre y bestia rodaron y el capitán quedó por un momento aplastado y a merced de las espadas.
San Martín no tuvo tiempo ni siquiera de pensar que estaba perdido: Juan de Dios, el cazador de los Húsares de Olivenza que había detectado a los franceses y corrido ida y vuelta con la orden de aniquilar al enemigo, apareció de la nada, derribó a un francés de un sablazo, mantuvo esgrima con otros dos y sirvió de escudo humano.
Un sargento de la caballería de Borbón lo ayudó a ponerse en pie y le ofreció su propia montura, y Juan de Dios siguió peleando como si nada, mientras los cadáveres franceses cubrían el campo de batalla.
El capitán dijo, entre dientes, «Virgen Santa», tomó las bridas de su nuevo caballo y trepó de un salto. Desde esa posición vio cómo el oficial francés y varios de sus dragones volvían grupas y emprendían una alocada fuga por entre los olivares.
«¡A ellos, a ellos!», gritaban los españoles, cebados por la victoria: diecisiete dragones franceses yacían muertos y otros cuatro se veían muy malheridos. Había un solo soldado español lastimado.
Era un triunfo inmenso y el jefe de los gabachos corría como si se lo llevara el diablo. El capitán estaba sonriendo con ferocidad cuando lo traicionó el sonido de un clarín.
Por un instante creyó que alucinaba, pero un segundo después volvió a escuchar el son de retirada y la sonrisa se le borró de repente. No podía ser posible. «¡Rediós!», gritó golpeando el aire con su sable.
El sargento había recuperado el caballo y ya estaba junto a él: tampoco daba crédito a lo que sucedía. «Los tenemos, mi capitán, un rato y los tenemos», le rogó el sargento, y Juan de Dios se les unió montado sobre una yegua francesa.
San Martín no los miraba. Sus ojos parecían clavados en la dirección de la que provenía la voz del clarín. Ya se habían acallado los sonidos de la batalla de Arjonilla y el capitán parecía debatirse entre el fuego y las brasas.
«Nos quitan la gloria, mi capitán», dijo Juan de Dios, que llevaba el rostro tiznado y que estaba haciendo uso y abuso de la extraordinaria confianza que le otorgaba el hecho de haberle salvado el pellejo a su jefe.
El capitán se volvió entonces para observarlo. Por un momento fue como si creyera que el húsar era un insolente, pero después se le aflojaron las facciones, adoptó una expresión calma y ensombrecida, envainó su sable y le preguntó a su sargento: «¿No escucha la orden de nuestro comando? A retirada», dijo sin énfasis.
Apretó los muslos y pasó a bridas flojas entre caballos huérfanos y cuerpos sanguinolentos. Sofrenados pero alegres, sus hombres se descargaban con abrazos, felicitaciones, risotadas y blasfemias.
San Martín, en cambio, miraba los rostros fieros y descolocados de los dragones franceses, hombres de mostacho tupido, curtidos veteranos de huesos grandes y carnes duras, y también algunos imberbes que habían jugado a ser mayores y que terminaban su corta vida allí, a campo traviesa, de cara al cielo.
El capitán despertó de esa abstracción del horror de la guerra sólo cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban. Un oficial que los conduce a un triunfo tan rápido y aplastante enardece siempre a la tropa y gana su admiración eterna.
San Martín respondió con timidez a esos agasajos y organizó el regreso. Lo recibieron con algarabía en el campamento de Aguas del Río, pero tuvieron que oír sus quejas.
Alguien del comando informó a la Gaceta Ministerial de Sevilla los detalles de la tremenda hazaña. «Mucho sintió San Martín y su valerosa tropa que se les escapase el oficial y demás soldados enemigos, pero oyendo tocar la retirada hubo que reprimir su ambición», escribió un cronista.
Luego informó de que San Martín había sido ascendido a capitán agregado del Regimiento de Caballería de Borbón y se refirió a cómo corrían aquel día en Arjonilla, horrorizados por la valentía española, el jefe francés y sus dragones, y anotó una frase memorable: «Los que así huyen son los vencedores de Jena y Austerlitz.»
Ese texto fue la base de un edicto que la Junta de Sevilla repartió una y otra vez para retemplar el ánimo de su ejército y del pueblo. Todos se burlaban de cómo escapaban aquellos franchutes, que «hasta los mismos morriones arrojaban de terror».
No sabían que aquella decisiva escaramuza del capitán San Martín era sólo el prólogo de la gran batalla de Bailén, donde correrían litros y litros de sangre y donde se cambiaría para siempre la Historia.
J. F. D.
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