jueves, 27 de abril de 2017
TV RECOMENDADA; YO, CLAUDIO
No sólo de Netflix vive el aficionado a las buenas series televisivas, y la exhumación de viejas colecciones de DVD puede deparar el grato reencuentro con lo que a esta altura merece llamarse un clásico: Yo, Claudio, magnífica producción de la BBC basada en los escritos que Robert Graves consagró a los hechos del Imperio Romano. Promediando la historia, irrumpe en escena un personaje maldito: Mesalina, esposa del emperador Claudio, famosa en vida (pero sobre todo después de muerta) por haber cedido a la desmesura en todo aquello en que la cordura aconseja medida: el apetito sexual, la ambición de bienes materiales, el ansia de poder y el ejercicio de los privilegios propios de su condición.
En todo se excedió y de todo abusó la emperatriz. Se sabe que sólo la muerte, decidida en palacio, detuvo su carrera libertina, condenándola al oprobio y al olvido: cumplida su ejecución, el Senado ordenó quitar y destruir toda imagen o inscripción pública que la representara o la mencionara. Pero como la memoria no se rige por decreto y lo que se sustrae a la luz de la razón crece a la sombra del tabú, el inasible espíritu de Mesalina no ha dejado de gravitar en el imaginario de artistas e historiadores hasta la actualidad.
En ese sentido, la Mesalina creada a la medida de Yo, Claudio (joven, bella, tímida al comienzo y endemoniadamente dionisíaca después) no es cualquier Mesalina ni la única posible, sino la construcción en boga durante la década del 70 del siglo XX. Esto lo señala el historiador Jean-Noël Castorio en un libro reciente e interesantísimo: su Mesalina es menos la biografía de la esposa imperial que un minucioso trabajo detectivesco en busca de reconstruir el puzle de una vida al que le faltan muchas de las piezas centrales, decantando del perfume mítico la esencia histórica.
A la ausencia de imágenes de Mesalina, desaparecidas después de su muerte, suma Castorio la escasez de documentos confiables. "Aunque la vida de la emperatriz ha inspirado a novelistas, dramaturgos, cineastas y psiquiatras, ningún historiador de la Antigüedad ha escrito una biografía de ella utilizando los métodos y los instrumentos propios de su disciplina", se lamenta el autor.
El nombre de Mesalina opera entonces como un recipiente, cuenco vasto pronto a completarse y vaciarse sucesivamente del contenido que cada época provee, de acuerdo con la moral establecida y el rol asignado a la mujer. Así, según quién y cuándo refiera la historia, ya puede ocupar tanto el lugar del verdugo como el de la víctima; comportarse como una bestia lasciva o tan sólo como una mujer sexualmente emancipada y adelantada a su tiempo; maquinar las más pueriles y sanguinarias intrigas palaciegas o revelar el mismo instinto político que se podía elogiar en cualquiera de los varones que rigieron los destinos del Imperio. Luego, los relatos sobre Mesalina se pueden leer como una metáfora del problema complejo y multifacético que siempre ha planteado la condición femenina a intelectuales y artistas; una tierra incógnita en la que andar a tientas, un núcleo opaco en torno al cual sólo se pueden tejer conjeturas e hipótesis.
Misógino, Juvenal, el poeta latino, la llamaba "meretriz imperial" y la ponía como ejemplo del atroz carácter femenino, con el fin de disuadir a su amigo Póstumo de contraer matrimonio.
Y los antiguos atribuían a su comportamiento una característica rica para el psicoanálisis: Mesalina podía sentir cansancio, incluso hartazgo, pero nunca satisfacción.
La discrepancia que observa Castorio entre los especialistas en arte romano, que no consiguen ponerse de acuerdo acerca de cuál retrato le es más fiel, convierte a Mesalina en una mujer sin rostro. Rasgo absolutamente contemporáneo: quien no tiene una sola cara no tiene que cargar con una sola identidad. Y puede abrazar cien, o todas las que sienta que completan el poliedro de su alma.
V. CH.
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