El legado vital y político de un espíritu libre
Ejemplo de rigor, de ética del trabajo y de responsabilidad individual, el politólogo italiano que falleció desconfiaba de las certezas absolutas y de los monopolios de la verdad con que suelen engañar los populismos
Recordar a Giovanni Sartori es un ejercicio temerario. Uno escribe y ya se imagina sus reproches, sus chistes corrosivos y letales. Es algo que inhibe. Quién sabe cómo le hubiera gustado ser recordado. Tal vez, o sin duda, en ninguna forma específica, pero sin clamores, con understatement: de hecho, no quiso exequias civiles, menos aún religiosas: ¡a no hacer de él una estampa!
No lo conocí personalmente, pero para cualquier persona que, como yo, haya crecido en las universidades italianas en las últimas décadas y se haya dedicado a las ciencias humanas y sociales, la suya era una figura muy presente. Los colegas politólogos recordarán especialmente sus famosos estudios sobre los regímenes y los partidos políticos, o sobre los sistemas electorales. Fuimos muchos los que nos formamos estudiando sus textos y todos leíamos en la prensa sus doctos editoriales sobre la ingeniería institucional, donde se divertía impartiendo lecciones a la derecha y a la izquierda con igual sarcasmo. Seguramente, muchos constitucionalistas volverán ahora con la memoria a los encendidos debates provocados por sus propuestas de reforma a la constitución italiana, un debate eterno y sin terminar.
Sin embargo, para mí, debo admitir, éste fue el Sartori que me importaba menos. O más bien, entendía su enorme capacidad y aún más compartía el espíritu batallador con que enfatizaba la centralidad de las instituciones; sin buenas instituciones, nos enseñó, no hay nada: no hay buena política, ni cultura, ni civilización. Pero lo que más me llamaba la atención era el hombre.
Lo que me fascinaba y me admiraba en Sartori era su forma de ser. Tal vez sea uno de sus mayores legados, siempre que esas cosas se transmitan. Una forma de ser única, de quien es consciente y está orgulloso de su individualidad, pero al mismo tiempo propio de un cierto tipo de humanidad. En Italia se dice que fue el clásico toscanaccio, el florentino que suele combinar el ingenio y la profundidad, el escarnio y la elegancia, el individualismo y la generosidad. Me gusta traducir la palabra afirmando que era un espíritu libre e independiente, en el más amplio y puro sentido de esos términos, y más libertario que liberal, si liberal es quien se casa con una doctrina o un sistema de ideas.
Ese espíritu no se encontraba solamente, ni especialmente, en su intolerancia a la idea de cerrarse en una iglesia, abrazar una religión, enrolarse en un partido. De hecho, era un acérrimo crítico de la Iglesia Católica, en el islam siempre denunció el peligro teocrático, y, mientras estudiaba los partidos y la política, siempre se cuidó de no meterse en la segunda y de no unirse a ninguno de los primeros. No, la medida de su espíritu libre era su imprevisibilidad. A diferencia de lo que pasa con la mayoría de las personas, incluidos los intelectuales, era muy difícil predecir lo que Sartori diría sobre tal o cual tema, en qué dirección apuntarían sus reflexiones.
No importa que uno estuviera o no de acuerdo con él: su radical rechazo del multiculturalismo, su insistencia en la relación entre la crisis del medio ambiente y la superpoblación del planeta, sus amargas ironías sobre la regresión cultural de la humanidad, que veía transitar del homo sapiens al homo videns al homo cretinus incapaz de desarrollar pensamientos abstractos, eran ideas a menudo provocativas presentadas en forma extrema. Sin embargo, era imposible eludirlas, ya que nunca eran triviales, ni atadas a alguna moda o a las convenciones de la corrección política, su peor enemigo. Lejos de ser un disco rayado que repite la misma melodía sin fin, te dejaba confundido, obligado a pensar para volver a encontrar el camino, o al menos un camino.
Pero entonces, alguien podría pensar que con su vena cáustica, con sus juicios afilados, con sus frecuentes y gozosos bombardeos al cuartel general donde vive atrincherada la clase política, Giovanni Sartori se adelantó a la vulgar simplificación del mundo de que se alimenta el populismo de nuestros tiempos. Para nada. En primer lugar porque en la democracia directa con la que el populismo se llena la boca, señaló siempre un mito peligroso, fuente de demagogia y de tiranía en nombre de la mayoría, y porque siempre escribió que el Parlamento era el pilar de la democracia representativa, pilar que debía ser protegido de la intromisión de los otros poderes para defender el frágil y delicado equilibrio constitucional sobre el que descansan las democracias liberales.
No importa que uno estuviera o no de acuerdo con él: su radical rechazo del multiculturalismo, su insistencia en la relación entre la crisis del medio ambiente y la superpoblación del planeta, sus amargas ironías sobre la regresión cultural de la humanidad, que veía transitar del homo sapiens al homo videns al homo cretinus incapaz de desarrollar pensamientos abstractos, eran ideas a menudo provocativas presentadas en forma extrema. Sin embargo, era imposible eludirlas, ya que nunca eran triviales, ni atadas a alguna moda o a las convenciones de la corrección política, su peor enemigo. Lejos de ser un disco rayado que repite la misma melodía sin fin, te dejaba confundido, obligado a pensar para volver a encontrar el camino, o al menos un camino.
Pero entonces, alguien podría pensar que con su vena cáustica, con sus juicios afilados, con sus frecuentes y gozosos bombardeos al cuartel general donde vive atrincherada la clase política, Giovanni Sartori se adelantó a la vulgar simplificación del mundo de que se alimenta el populismo de nuestros tiempos. Para nada. En primer lugar porque en la democracia directa con la que el populismo se llena la boca, señaló siempre un mito peligroso, fuente de demagogia y de tiranía en nombre de la mayoría, y porque siempre escribió que el Parlamento era el pilar de la democracia representativa, pilar que debía ser protegido de la intromisión de los otros poderes para defender el frágil y delicado equilibrio constitucional sobre el que descansan las democracias liberales.
Pero sobre todo porque creía en lo que los populistas de todos los tiempos y lugares se niegan a reconocer: que si bien el debate intelectual debe ser libre, abierto, plural, sin fronteras, la política democrática se basa en el arte del compromiso, es la arena donde la intransigencia se convierte en fanatismo, intolerancia, autoritarismo. Es una distinción clave, una lección valiosa, un enfoque muy secular de la política, opuesto a la inspiración religiosa y maniquea que los populismos pretenden imponerle.
La biografía de Sartori es el fiel reflejo de este espíritu. Cuando salió de Italia para los Estados Unidos, donde antes en Stanford y luego en sus 20 años en la Universidad de Columbia, se convirtió en una estrella de la ciencia política mundial, muchos husmearon sobre sus motivos: corrían los años 70, el partido comunista italiano estaba creciendo y Sartori abandonó el barco, decían, antes de que los comunistas tomaran el timón. Tal vez, pero después de dirigir la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Florencia en los años más cálidos de la protesta estudiantil, entre 1969 y 1971, llegó a la conclusión de que la libertad de investigación intelectual en Italia era una quimera. ¿No tenía acaso alguna razón? Sin embargo, cuando regresó a su país, en el año 1994, no estaba dispuesto a ser encasillado en ninguna familia política: no le llevó mucho tiempo comprender que la de Silvio Berlusconi era una típica forma de política contraria al espíritu liberal. ¿Berlusconi proclamaba a los cuatro vientos la "revolución liberal"? ¡Pero si es como un sultán!, observó.
La biografía de Sartori es el fiel reflejo de este espíritu. Cuando salió de Italia para los Estados Unidos, donde antes en Stanford y luego en sus 20 años en la Universidad de Columbia, se convirtió en una estrella de la ciencia política mundial, muchos husmearon sobre sus motivos: corrían los años 70, el partido comunista italiano estaba creciendo y Sartori abandonó el barco, decían, antes de que los comunistas tomaran el timón. Tal vez, pero después de dirigir la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Florencia en los años más cálidos de la protesta estudiantil, entre 1969 y 1971, llegó a la conclusión de que la libertad de investigación intelectual en Italia era una quimera. ¿No tenía acaso alguna razón? Sin embargo, cuando regresó a su país, en el año 1994, no estaba dispuesto a ser encasillado en ninguna familia política: no le llevó mucho tiempo comprender que la de Silvio Berlusconi era una típica forma de política contraria al espíritu liberal. ¿Berlusconi proclamaba a los cuatro vientos la "revolución liberal"? ¡Pero si es como un sultán!, observó.
A su manera, Sartori nos deja una actitud desencantada hacia la vida y el mundo que nos rodea. Puede que a muchos no les guste. Sin embargo, creo que se trata de un inmenso tesoro, un secreto para custodiar. Siempre que por desencanto no se entienda lo que no es, a saber, ausencia de valores, relativismo extremo, nihilismo moral. ¡Ni mucho menos! El libertario desencantado no se toma demasiado en serio ni cree en verdades absolutas, y mucho menos en la posibilidad de que de esas verdades alguien tenga el monopolio; por eso suele utilizar tan hábilmente el arma, muy cara a Sartori, de desmontar certezas, enfriar pasiones, descubrir engaños, desinflar pechos. Pero al hacerlo, Sartori fue el primer ejemplo de rigor, de exigencia, de ética del trabajo y de responsabilidad individual: era el piso mínimo, para quien como él creía en el individuo, en la razón, en la complejidad del mundo de los hombres.
El autor es ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia, Italia
Loris Zanatta
El autor es ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia, Italia
Loris Zanatta
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