viernes, 28 de abril de 2017
HISTORIAS DE VIDA; FEDERICO ANDAHAZI
“Dos abuelos, una historia”, por Federico Andahazi
Contó un emotivo episodio de su vida que lo llevó a ser escritor
Puedo fechar con precisión el momento en que decidí ser escritor. Fue el 24 de marzo del 1976, durante la madrugada posterior al golpe militar. Yo tenía trece años. Recuerdo aquella noche como un largo y aciago funeral. La familia se había reunido en casa de mis abuelos. Cenamos en silencio. Pasada la medianoche, mi abuelo se levantó de la mesa y, sin decir palabra, fue hasta la biblioteca. Todos vimos cómo empezaba a bajar los libros de los anaqueles agrupándolos en atados hechos con hilo sisal. Nadie se atrevía a preguntarle nada. Fue una tarea ardua; trabajaba con un gesto concentrado y no permitía que lo ayudaran.
Aquella biblioteca era su vida. Mi abuelo, Samuel Merlín, el padre de mi madre, había llegado a la Argentina en 1912 desde la devastada Rusia. Tenía cinco años. Desde el mismo día en que llegó al país trabajó vendiendo diarios en la calle. Así, voceando los titulares, aprendió a hablar el castellano. Años más tarde, de vender diarios pasó a vender libros y ya, en la adultez, a editarlos. Su desdén por las tendencias del mercado hizo que fundiera tantas editoriales como las que fundara. Su última editorial llevaba su nombre: Merlín. Sin posibilidades de recuperarse de la ruina económica, trabajó para diversos sellos; el último fue como gerente de ventas en EUDEBA durante la década del sesenta.
El hecho es que, en su vejez, tenía una sola posesión: la colosal biblioteca que, como he dicho, era la historia de su vida. Mi abuelo no ignoraba que la enorme cantidad de bibliografía política la convertía en un peligro para su familia. De modo que aquella madrugada, cuando hizo el último atado, antes de que despuntara el alba, llevó todos los libros a un terreno baldío frente a su casa, al otro lado de la calle Ayacucho, y los quemó uno a uno. Presencié aquella escena desde el balcón. Era un hombre duro, un inmigrante curtido en el rigor de la guerra y el exilio. Iluminado por las llamas temblorosas, fue la única vez que lo vi llorar. Las lágrimas se evaporaban al contacto con las brasas y el vapor se mezclaba con las cenizas del papel en el viento. De alguna manera, se estaba inmolando junto a sus libros.
De hecho, sobrevivió pocos años a la quema de su propia biblioteca.
Desde entonces, cada vez que pongo punto final a un libro de mi modesta autoría, no puedo evitar la ilusoria convicción de estar restituyendo un volumen a la biblioteca perdida de mi abuelo.
La casa se veía vacía. Conservo el recuerdo de mi abuelo sentado en su sillón de lectura mirando en silencio esos estantes vacíos.
Después de la desaparición de la biblioteca de mi abuelo nada volvió a ser igual. Una tarde me senté junto a él en el sillón para acompañarlo sin interrumpir su silencio. Me pasó una mano sobre el hombro mientras me hacía una caricia apenas perceptible en el brazo. Y así nos quedamos, el viejo y el niño, mirando la biblioteca sin hablar.
En los estantes inferiores habían quedado apenas unos pocos fascículos inocuos, un par de enciclopedias, libros de arte y algunos pequeños volúmenes de poesía. De pronto, ante ese vacío inconmensurable, aquellos ejemplares se hicieron visibles. Un libro raquítico de lomo rojo se impuso sobre los otros. Me puse de pie y caminé hasta ese ejemplar. Fue el primer libro que me atreví a tocar después de aquél apocalipsis literario. Mi abuelo, al ver la escena, se levantó del sillón y se fue del living como si así me dijera: “los dejos solos”.
Tomé el libro y me encontré con el nombre de un autor al que no conocía pero cuyo apellido me era, literalmente, familiar. Era un pequeño volumen de poesía titulado “Edades y temporadas” y su autor era un tal Béla Andahazi-Kasnya. El mismo apellido que figuraba en mi documento, aunque yo sólo usaba Andahazi, ya de por sí, bastante difícil de pronunciar para mis maestros cuando tomaban lista.
Desplegué la solapa del libro en la que estaba la foto y entonces sucedió algo providencial. Desde el interior del pliegue de la solapa cayó el recorte de un diario, amarillo y reseco. No podía salir de mi asombro. Era una breve nota cuyo protagonista era otro Béla Andahazy-Kasnya. Mi abuelo paterno.
Entonces me enteré de un episodio del que no tenía ninguna noticia. El artículo guardado dentro del libro era una breve crónica de un acto en la AMIA que consignaba que a mi abuelo Béla le habían otorgado una distinción por haber salvado la vida de varias personas durante la ocupación nazi de Budapest. Y compartía la distinción con otro personaje que algunos años más tarde habría de ser reconocido en todo el mundo: Emilie Schindler, la viuda de Oskar Schindler, el empresario alemán que salvó la vida de cientos de judíos, y cuya historia narró Steven Spielberg en su película Schindler’s List.
Sostenía el libro en una mano y el recorte en la otra. Tres hombres. Tres vidas. Y un mismo apellido. Esa noche supe que tenía un desafío: quería conocer esa historia, saber quiénes eran las personas a las que había salvado mi otro abuelo. Fue un trabajo arduo, emotivo, apasionante y doloroso.
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