viernes, 21 de abril de 2017

HABÍA UNA VEZ...



Julián trae la caja, vuelca su contenido sobre la mesa, me mira. Sostenida en años de amistad, avanzo sobre las fotos, me detengo en algunas; reconozco rostros, situaciones, el paso del tiempo fragmentado en coloridos rectángulos de papel satinado. "Ahora me da por ahí -dice mi amigo con rictus cansado-. Busco en las fotos viejas, no paro de mirarlas. Quiero encontrar el punto de fuga, ¿entendés? Descubrir cuándo empezó."



Julián, que alguna vez quiso ser biólogo marino ("culpa de los documentales de Cousteau", bromeaba), terminó estudiando Psicología y finalmente dedicándose al comercio, hace años que habla de una insidiosa, personal y agotadora sensación de abismo.

 Las luces de alarma se le encendieron mucho tiempo atrás, apenas dejó la adolescencia. "Un simple viaje en colectivo", rememora con un dejo de amargura. Acomodado en los asientos de atrás, vio subir a un chico que exhibía todos los signos de padecer algún retraso madurativo. Mientras su acompañante (¿padre? ¿madre?, Julián no recuerda) se demoraba pagando los boletos, el muchacho comenzó a avanzar hacia el fondo del vehículo. Y ocurrió lo que desarmó a Julián, el primer indicio de eso que hoy llama "la herida": un crujido de algo que se agrieta muy en el interior de sí mismo, la indefinible sensación de estar, en lo profundo, roto. Todo se resumió en un gesto. A cada paso que daba, el chico se detenía, miraba a un pasajero, le sonreía. "Era más que amabilidad -continúa-. Era como un pedido de aceptación; con cada sonrisa ese pibe parecía decir: soy bueno, soy manso, soy inofensivo, quereme." Mi amigo insiste: "Te aseguro que fue así; le sonrió a cada una de las personas que estaban ahí, del primer asiento al último". El Julián veinteañero que asistía a esa escena sintió, de un modo insoportablemente visceral, que el chico que avanzaba por el pasillo del colectivo era él. Se vio a sí mismo andar por la vida suplicando benevolencia.


La segunda alarma llegó con la literatura. Leía El extranjero, de Camus, y se detuvo en un personaje casi marginal: Salamano, el anciano vecino del protagonista que día tras día, metódica e implacablemente, maltrataba e insultaba a su perro. Hasta que el animal -un guiñapo enfermo y gimoteante- se fue. Entonces Salamano pasó de vivir insultando al pobre perro a deambular sin saber qué hacer, definitivamente solo ahora que su antigua víctima lo había abandonado. El pasaje más lateral de una de las novelas más célebres lo conmocionó. Casi en un vértigo, sus viejas lecturas de estudiante de Psicología se entreveraron con situaciones no tan antiguas: que si Freud y lo siniestro; que si Pichon-Rivière y el chivo expiatorio; que si una familia -esa cuyas espléndidas fotos relucen ahora sobre la mesa- demasiado propensa al insulto; que si uno de sus integrantes -el más callado de los hijos, el que nunca tuvo en su haber las grandes transgresiones- oscuramente convertido en depositario "natural" de todos los desprecios. "Yo era el perro de Salamano -me dice, y su dolor duele-. Yo era el chico del colectivo, haciendo lo imposible para que los demás se dieran cuenta de que era bueno. Siempre te parece que estas cosas les pasan a otros. Y un día descubrís que te estuvieron ocurriendo, prácticamente toda la vida, a vos."



Parte de esa existencia está ahí, desplegada en imágenes multicolores. Papá, mamá y los chicos en Mar del Plata; los hermanitos en la puerta de la escuela; mamá entrecerrando los ojos bajo el sol de las sierras de Córdoba. Busco, yo también: cumpleaños, fiestas de egresados, asados en casa de amigos. La vida en las fotos es lisa; las sonrisas, plenas; los momentos, impecables. Y sin embargo -lo sé- mi amigo tiene el corazón roto. "Cada familia es un mundo", me resuena la frase hecha. El enigma es cuándo, por qué, de qué modo algo se tuerce, y ese mundo se vuelve opaco, secretamente hostil.

D. F. I.

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