sábado, 5 de agosto de 2017

DESARMAR, VER, INVESTIGAR

¿Qué hacen los niños con los juguetes? Juegan con ellos, por supuesto. Bueno, no era mi caso. Mi pasión era desarmarlos para ver cómo funcionaban. Tuve amoríos pasajeros con el Meccano y los ladrillos encastrables. Pero, para desazón de mis padres -que anticipaban un ingeniero en la familia-, advertí rápidamente que lo mío era curiosidad, no industria. A los juguetes pronto le siguieron otros dispositivos, que solía despanzurrar sin que nadie se enterara.
Más tarde sumé un nuevo hábito. Si algo andaba mal, pasaba horas buscando la solución. Con el tiempo, mi afición a resolver problemas se volvió crónica, y puesto que la existencia es dadivosa en inconvenientes, errores de funcionamiento, roces con el prójimo, conflictos limítrofes, ruiditos molestos, súbitos malestares del cuerpo y del alma y fallas de toda estatura, no me ha faltado nunca entretenimiento.


Me volví, pues, un adicto a solucionar. Una adicción se define como una actividad compulsiva que proporciona un estímulo placentero y que ejercemos incluso cuando sabemos que podría traernos consecuencias negativas. Que fue exactamente lo que me ocurrió aquella vez durante el servicio militar. En la oficina a la que me habían destinado había tres máquinas de escribir convencionales y, junto al escritorio del suboficial a cargo, protegido por su funda de plástico, intocado, un moderno modelo eléctrico. Durante un tiempo creí que estaba reservada al jefe. Pero un día me confiaron que, en realidad, no funcionaba bien.
-Parece que no escribe algunas letras -abundó mi informante.
¡Excelente! ¡Un problema! ¡Y en un equipo que facilitaría mucho nuestra tarea cotidiana!
-Una cosa más -me advirtió-. Ni se te ocurra tocarla, porque el principal te mata.
-Pero si no anda.
-No importa. No la toques.


Recuerdo el sol tibio y benéfico de ese invierno entrando por el ventanal cuando, durante uno de los largos mediodías castrenses, me dispuse a desarmar la máquina. Tendría unas dos horas. Sobraba tiempo. Le había dado muchas vueltas al asunto y creía saber dónde se escondía el origen de la falla. Es cierto que sentí cierto desasosiego a medida que la carcasa y los componentes internos se iban alineando sobre la mesa. Pero no me detuve. Pasada una hora, el falso contacto, la varilla suelta o la correa cortada seguían sin aparecer. Cada tanto creía oír la puerta que daba a la calle del cuartel. Pero era el viento. Llegó un punto en el que tuve que decidir si desmontaba también la pequeña esfera cubierta de tipos metálicos. Deduje que si todo lo demás se veía bien, la respuesta debía estar allí adentro. Un sofisma. Pero son a veces tan dulces los sofismas.
No me pareció del todo auspicioso que las piezas que accionaban la esfera fueran diferentes e irregulares. Mucho menos cuando tampoco descubrí nada roto allí. Algo preocupado, intenté recomponer el delicado mecanismo. Pero no tenía las herramientas adecuadas. Y la transpiración hacía que las endemoniadas piezas se me resbalaran de los dedos. Miré el reloj. Quedaban, acaso, 20 minutos.


Ninguna combinación parecía servir. Era como armar un diminuto rompecabezas tridimensional. El cubo de Rubik parecía un juego de niños al lado de esa pesadilla. Y ya casi daban las 2 cuando empecé a aceptar que mi experimento iba a terminar muy mal. Entonces ocurrieron dos cosas. Oí la puerta de calle (no era el viento esta vez) y la combinación que estaba probando encajó con un clic salvador.
Mientras oía a mi jefe conversar con alguien en el hall ensamblé el resto de la máquina tan rápido como pude, dejando para después los tornillos exteriores, y la volví a su mesita, con funda y todo, cuando el principal entró en la oficina.
No he perdido las mañas, confieso, pero aprendí bien una lección: es mucho más fácil desarmar que volver a armar. En todos los órdenes de la vida. En todos.

A. T. 

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