martes, 8 de agosto de 2017

DIVAGUES DE UN PAPÁ



Ella -un enigma: jean y zapatillas, el rostro sin maquillaje, un abrigo que la resguarda de las oscilantes hostilidades del frío- tiene un libro en las manos. En el vaivén del colectivo, que bufa por las calles y avanza con ritmo sincopado, espío la portada como lo hice durante años en el transporte público y en los bares, ansioso por descubrir una complicidad a la distancia, pero esta vez no en busca de una excusa para aproximarme a la muchacha de aire adolescente y mirada soñolienta, lánguida y en la primera apariencia inteligente, sino llevado por el parecido físico que guarda con mi hija
La miro algo perplejo en esa rara incomodidad que a un hombre maduro le produce observar a una mujer muy joven que ya está en edad de ser deseada por otros hombres. El mundo ha desaparecido. Estamos solos entre la muchedumbre, a solas y en silencio en medio de las estridencias del tránsito. Tiene en la mano un lápiz de grafito que mordisquea con los dientes blanquísimos y la punta tibia de la lengua. Está sentada con las piernas cruzadas. Quizá incitada por alguna música que escucha en su interior, mueve con gracia el pie enfundado en una breve zapatilla azul que deja al descubierto un empeine de piel fina en el que lleva tatuada una flor. Ha sido bendecida con la belleza de la levedad. Cada tanto da vuelta una página con un ademán que pertenece a un mundo antiguo: lleva la mano a su boca entreabierta y humedece el dedo medio con la lengua. Cuando termina de pasar la hoja se quita el pelo de la cara con un lento movimiento de la mano.
La fortuna quiere que ella no levante los ojos del libro, absorta como está en ese universo de vastos interrogantes que registra con precisión la incertidumbre y los dolores de la primera juventud. Leo un par de líneas al azar, en el fulgor de un parpadeo, y sonrío: la muchacha del libro se interroga sobre el porvenir, quiere desentrañar la vida que la espera y beberse el presente de un sorbo en la París de los años 50. Leí mal a Simone de Beauvoir siendo muy joven, pero ese nombre evoca en mí los años en que las novelas de Sartre y Camus forjaron mi escepticismo y mi constante estado de interrogación. La neurosis y cierta inclinación hacia el desencanto hicieron el resto.


El viaje es largo (el del existencialismo, pero también éste que me lleva al centro de la ciudad y a esas brumas del pasado), y cuando despierto de ese entresueño y bajo la vista la muchacha está subrayando una línea sencilla que tal vez retendrá para siempre: el mundo es una pregunta. Quizá muchos años más tarde, cuando ese libro llegue a otras manos tan jóvenes como las suyas, otras muchachas lean con asombro esta línea de Simone de Beauvoir y se pregunten sobre el mañana. Hay algo conmovedor en ese temprano estado de expectación, en esa instancia de sueños por cumplir que son soñados con la escandalosa prepotencia de la juventud.


Adormilado por las oscilaciones del viaje, me pregunto entonces qué sueños perseguirá mi hija, qué interrogantes la turbarán en el insomnio inevitable y siempre pasajero que atormenta a quien un día de estos, si nos distraemos, llegará a los 30 años y creerá que tiene entre manos una última carta. Ella es un enigma como la muchacha lectora que tanto se le parece en la tarde de invierno. Ella es también una pregunta para mí, su padre, como lo son siempre los hijos para todos los padres de este mundo: los vemos alejarse con la insolencia de la juventud, vigorosos y cargados de sueños, caminando -ojalá- hacia el porvenir dichoso que hemos soñado para ellos.


Cuando el conductor hace una maniobra algo brusca, el libro cae a mis pies. Lo recojo, le quito un resto de polvo con una palmada y se lo entrego mirándola a los ojos. Ella sonríe. Huele a lavanda. Por un segundo pretendo escuchar su voz, que acaso esté hecha de esa gravedad ligera y sensual que suele enamorar a tantos hombres. Pero esa voz no llega.
Esta noche le regalaré un libro a mi hija. Acaso nos encontremos en él para hablar de nuestras vidas y de nuestros silencios a veces tan extensos como desiertos, y yo sabré que me es inevitable quererla y ella que le será inevitable perdonarme. Desciendo lentamente en una calle semivacía, y mientras camino creo vislumbrar (quizá soñar) el futuro. Entreveo a un hombre que una tarde de invierno mira a mi hija mientras ella se arrebuja en el asiento de un colectivo leyendo una vieja novela de Simone de Beauvoir, mientras se interroga sobre la vida, el futuro, quizá su padre.

V. H. G.

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