miércoles, 9 de agosto de 2017

TEMAS A TOMAR EN CUENTA


¿Mal paso?
Sergio Berensztein

Está de moda atacar a las PASO. Todo el mundo critica este mecanismo singular e inerte para definir candidaturas partidarias. Por su costo, porque las diseñó Kirchner para vengarse de la traición de los intendentes del PJ en su gran derrota del 2009, porque prácticamente nadie las ha utilizado. ¿Cómo van a ser útiles las PASO si, en rigor de verdad, no tenemos partidos políticos? Son sólo cáscaras vacías, meras maquinarias electorales degradadas, cada vez menos efectivas. Por eso, algunos las quieren derogar, otros directamente ignorar. Parece haber consenso (esa rara avis de la política argentina), en que las PASO no sirven para nada.
Puede que sea cierto. En lo personal, siempre me han parecido absurdas. No me gusta que el Estado intervenga en la vida interna de las organizaciones políticas. En general, desconfío de la toda intervención del Estado. Prefiero que regule, controle, genere incentivos, promueva comportamientos cooperativos con marcos legales claros y estables. Sobre todo, cuando el Estado es tan poco serio y profesional como lo es, lamentablemente, el nuestro. Es decir, que resulta fácilmente maleable para satisfacer los intereses personales de quienes controlan o influyen en agencias u organismos que carecen de la autonomía y la capacidad necesarias para evitar ser cooptados por actores predatorios que corroen la legitimidad y la transparencia de las instituciones.
¿Alguien puede creer que el problema central del sistema político argentino se reduzca a las PASO? ¿Acaso su eventual eliminación mejoraría, aunque sea parcialmente, la calidad de la democracia?
Nuestro sistema político era disfuncional antes del 2009, cuando las PASO fueron sancionadas. Lo es también ahora, tanto o más que en aquel entonces. Más aún, la decadencia secular en la que está encastrada la Argentina arrancó hace al menos siete décadas. Si las PASO han sido, en consecuencia, irrelevantes, debemos debatir no sólo su eliminación, sino de qué manera vamos a construir un sistema político genuinamente democrático, estable, que mejore la representación de intereses y fomente una cultura cívica plural y fundamentada en el diálogo.
¿Estamos acaso dispuestos a modificar en serio las reglas perversas que nos llevaron a este doloroso fracaso colectivo? Nuestra política convivió y es responsable de una experiencia inflacionaria septuagenaria, de las más altas y persistentes de la historia económica mundial. Fue incapaz de evitar, y de hecho fomentó, violaciones a los derechos humanos y episodios de violencia extremos y traumáticos. Ha sumido a sus principales instituciones (la Justicia, el Congreso, los partidos, las FFAA, la fuerzas de seguridad, cíclicamente el propio Poder Ejecutivo) a umbrales de desconfianza, desprestigio e ilegitimidad que son inconsistentes con una sociedad mínimamente gobernable.
Cualquier reforma que pretenda mejorar en serio la calidad de la política debe pensarse de forma integral, sistemática y atendiendo a la complejidad que tienen los entramados institucionales formales e informales. Ningún cambio parcial en sí mismo puede hacer la diferencia. Ni eliminar las PASO, ni mejorar parcialmente el mecanismo de votación (ya sea con una boleta única o bien con una electrónica), ni tampoco con un cambio en el sistema electoral. Puede hacerse muchísimo sin modificar la Constitución nacional, como argumentamos con Marcos Buscaglia en Los beneficios de la libertad (Ateneo, 2016). Algunos consideran que sería necesario modificar nuestra Carta Magna, por ejemplo para eliminar las elecciones de mitad de mandato con el objetivo de evitar que los ciclos electorales obstaculicen la gestión de gobierno (sugirió esto hace poco la vicepresidente Gabriela Michetti). ¿Qué hubiera sido de este país sin las elecciones de 2013, incluso las de 1997? Se trata de meras hipótesis contra fácticas, pero es probable que los intentos de perpetuación en el poder tanto de Menem como de CFK hubiesen encontrado menos dificultades.
Cualquier reforma política seria requiere un consenso amplio, un compromiso genuinamente democrático, mucha humildad y predisposición para debatir sin agresiones, escuchar a todos y no sentirnos los dueños de la verdad. Es requisito fundamental que quienes la instrumenten piensen primero en qué sistema político necesita la Argentina para progresar, y no en mecanismos puntuales para retener o acumular más poder.
Finalmente, debe definirse no solamente los qué, sino el cómo. Al margen de temas específicos, también se debe acordar la secuencia de implementación. Puede hacérselo todo de una vez, con un shock. O puede hacerse gradualmente. Es decir, paso a paso.

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