No puedo dejar de pensar en Fogwill. No quiero dejar de pensar en Fogwill. Por otro lado, aunque quisiera, no podría dejar de hacerlo: delante de mí, en el escritorio en el que escribo estas líneas, tengo una foto de él que me acompaña, como una especie de mandato de estilo; un mandato que, por supuesto, no podría cumplir. Es una suerte que, cuando le sacaron esa foto, Fogwill no mirara al objetivo de la cámara: el retrato es ahora una especie de ¾ perfil, lo que me exime de que ese mandato -la mirada a los ojos- se volviera intolerable.
Claro que él no era periodista. Pero después de todo cualquier prosista inteligente es un buen periodista. Y Fogwill, cuando se implicó en los diarios y revistas, fue el mejor de todos. Todo poeta inteligente, además, es un buen prosista.
No quiero dejar de pensar en Fogwill y volví a pensar en él porque la obra del poeta salió entera. Su Poesía completa (Alfaguara) empieza antes del Fogwill conocido de los relatos y las novelas y termina después de ellos. Es el fondo del que salió todo, la matriz verbal. En el primer Fogwill, el de El efecto de realidad y Las horas de citar, está todo Fogwill. "Apenas pasa el Will/ persiguiendo a la Fog/ del mar enriquecida por un nombre/ de siete letras". Entre otras cosas que compartí con Fogwill se cuenta el apellido de siete letras.
Hace unas semanas pasé en una clase una grabación de Fogwill leyendo. Un alumno dijo: "Pensé que tenía voz de reventado". Nada más lejos del reviente en la voz y en los hechos. Fogwill era refinado aun en la procacidad. En la voz de barítono, también. Pero la regla no se mantiene: no toda voz inteligente convierte a alguien en un buen poeta. Y Fogwill era, antes que nada y después de todo, poeta. Le pedí una vez que me explicara su poema "Contra el cristal de la pecera de acuario" (¡como si el poema no se explicara a sí mismo!). Me dijo: "La lucha del hombre contra la música de la memoria". Se entiende: la memoria era lo conocido. Fogwill buscaba una música nueva. La encontró.
Sus conocimientos eran variadísimos, de los autos a la filosofía, pero esos conocimientos fueron adquiridos con un único fin desmedido: entender el mundo y la vida. Esto sin dejar rastro. Se desprendía inmediatamente de los libros que leía; los regalaba. No hay una biblioteca Fogwill porque la Biblioteca Fogwill son los que él mismo escribió, no los de los otros. Tenía un oído infalible para la métrica. Más que nada, le gustaba la música: las canciones alemanas de Robert Schumann, Franz Schubert y Hugo Wolf; los cuartetos de cuerdas. Llevaba siempre un iPod con esa música cargada. "Todos mis textos fueron escritos bajo el influjo de algunas músicas, o de algunos textos que, solamente cantados, revelan el sentido que la lengua tuvo previsto en su articulación." La música es una manera de articular. Los poemas de Fogwill podrían pedir que se los cantara, pero se detienen justo antes, en el borde de la música callada.
"Un creciente estar a punto de creer." Eso escribió César Aira en la contratapa de la primera edición del libro de cuentos Pájaros de la cabeza. ¿De creer en qué? No hay tiempo de preguntárselo a Aira. Muchos de sus poemas participan de la verdad y de la revelación. El poema, todo poema, es una interrogación, una respuesta encerrada para siempre en la pregunta. Pienso en el libro Últimos movimientos, que concluye con el poema "La sed está en la boca". ¿Qué sed, qué boca? "No hay sed, sólo un impulso que puede postergarse." En el medio, conocemos al "señor Fogwill", el personaje de sí mismo que fuma en pipa tabaco latakia y cuya piel de navegante arrugó para siempre el sol de cubierta, y que espera. Pero la verdad de esos poemas no estaba en lo que revelaban de ese personaje. Es más: se diría que ahí, en la transparencia del sentido, era donde menos estaba, donde menos sigue estando.
Por eso no puedo ni quiero dejar de pensar en Fogwill.
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