martes, 20 de diciembre de 2016

PAPÁ NOËL SE LLAMA DIEGO LANGA.....HISTORIAS DE VIDA


“Papá Noel existe y anda en bicicleta”, por Federico Andahazi
El escritor, columnista de Le doy mi palabra, habló hoy sobre el increíble episodio que le tocó vivir este fin de semana. Después de haber perdido su mochila, con sus instrumentos de trabajo, documentos y llaves dentro, un joven se contactó para devolvérsela. Todo estaba en el interior, nada se había perdido o había sido robado
Federico Andahazi: “Tiene una sonrisa amplia y franca, silenciosa, de dientes blancos. Se ríe con los ojos. No usa un traje rojo con botas, sino un pantalón verde y holgado y una remera”

Papá Noel tiene barba, sí. Pero no es gordo ni viejo ni canoso. Al contrario, es un flaco, muy flaco, con barba oscura y pelo renegrido. Papá Noel debe tener unos treinta años, más o menos. No anda en un trineo volador tirado por renos, sino en una bici común y corriente, algo oxidada. Papá Noel no se ríe con ese vozarrón grave. Tiene una sonrisa amplia y franca, silenciosa, de dientes blancos. Se ríe con los ojos. No usa un traje rojo con botas, sino un pantalón verde y holgado y una remera.
Es curioso, nos cruzábamos todos los días y yo, me avergüenza decirlo, pensaba que era un pibe común y corriente que iba al trabajo a la misma hora que yo venía a la radio. ¡Cómo jamás me di cuenta de que ese pibe en bicicleta que, por algún misterioso motivo me lo cruzaba todos los días, era Papá Noel! Los prejuicios; así son los prejuicios. No nos dejan ver más allá de nuestra propia ignorancia y nuestras propias opiniones preconcebidas.
Te voy a contar una historia de Navidad antes de Noche Buena, una historia en primera persona. Una de esas historias providenciales, que llegan justo en esos momentos de desánimo, de escepticismo, en estos tiempos en los que cada vez se hace más difícil creer en algo o en alguien.
El viernes último, ahora lo confieso al aire, estaba devastado. Había salido de mi casa, como todos los días, con muchas ganas de llegar al programa para hacer el psicódromo y el desafío musical, que vos sabés , me encantan. Me encanta el contacto con los oyentes, esa posibilidad maravillosa que nos ofrecen de compartir sus historias con nosotros; historias tan íntimas en muchos casos. Y en la medida de nuestras posibilidades, intentar darles una respuesta que les sirva, que los pueda ayudar.
El caso es que cuando llego a la puerta de la radio, me bajo de la moto y cuando voy a sacar la mochila del portaequipajes… ya no estaba. Es ese instante alucinatorio que creés que estás viviendo una pesadilla. Pero a medida que pasa el tiempo te das cuenta de que estás despierto y no es un mal sueño.
En la mochila tenía todos los documentos, las llaves de mi casa, seguros… en fin, esas cosas que hacen nada menos que tu existencia cívica, a tu seguridad. Y además, la combinación información de los documentos-llaves de tu casa es la peor pesadilla.
Pero te diría que todo eso, que es tremendo, no es nada. En la mochila tenía la computadora. Para un escritor, hoy, la computadora es todo. Tenía libros inéditos, novelas, cuentos, relatos, columnas para el programa, anotaciones íntimas, de esas que nunca publicaría, investigaciones para futuros libros, información sensible, material periodístico.
Y aparecen todos los fantasmas: que haya sido un robo planeado y no al azar; que alguien supiera qué documentos podía encontrar. Para un escritor no existe fantasma más grande que el robo de un texto; la idea de que alguien pueda publicar un texto tuyo como propio es realmente pesadillesca. Y cualquier hipótesis es peor que la anterior.
Intentaba reconstruir qué pudo pasar. La hipótesis más verosímil es que alguien, desde otra moto, con un acompañante que venía detrás de mí pero muy cerca, manoteó la mochila.
El viernes lo dijimos en la radio por si alguien encontraba algo, que lo hiciera llegar a la radio… y no. Pasó el viernes y nada. Pasó el sábado… tampoco. El domingo… sin noticias hasta que a la noche me entró un mail con el asunto “Importante”. Lo abro y leo:
“Hola Federico, soy Diego. El viernes pasado encontré una mochila con tu billetera, llaves entre otras cosas, te mande un messenger por facebook pero creo que no lo leíste. Te escribo nuevamente por este medio porque por ahí lo ves, te paso mi número nuevamente, te pido que te comuniques conmigo en cuanto puedas y por el medio que te quede más cómodo”.
Te imaginás; lo llamé en el instante. Yo tenía la esperanza de encontrar únicamente los documentos; con eso me daba por hecho. Escuché la voz de Diego y me volvió el alma al cuerpo. No sólo tenía mis documentos: estaban las llaves de mi casa y las tarjetas de crédito. Pero además estaba la computadora intacta. Ni siquiera la había abierto.
¿Y sabés quién era Diego,?
Ese ángel de la bicicleta que paró para levantar la mochila, que intentó seguirme, que me gritó y claro, yo con el casco ni lo escuché. Tal como pensé, alguien desde otra moto, me manoteó la mochila, se cayó de la moto y ahí, como un ángel en bicicleta, la levantó Papá Noel del asfalto hirviendo.
Lo primero que me dio Diego no fue la mochila, sino un abrazo. Él estaba más feliz que yo. Me había tratado de ubicar durante todo el fin de semana. Se puso en mi lugar. Tan sencillo como eso.
Yo ya tengo mi regalo de Navidad. No es la computadora que perdí, ni los documentos que pensaba irrecuperables, ni la mochila con todas mis pertenencias intactas. No. Papá Noel, que se llama Diego Langa y es cocinero, me regaló algo mucho más grande. Me desembarazó de ese escepticismo, que ya se me estaba haciendo carne, y me devolvió la esperanza de que la salvación no está en las grandes ideas, sino en el que tenemos al lado, en el que viaja junto a nosotros en el subte, en el que comparte los mismos padecimientos y las mismas pequeñas alegrías, ese mismo instante providencial en que nos cruzamos las miradas y nos sonreímos, apenas, con un gesto imperceptible; en ese “gracias” murmurado en un ascensor, en la puerta de un colectivo, en la cola de una caja. Ponerse en los zapatos de otro. No existe otra forma de saber quiénes somos nosotros si no nos ponemos en los zapatos del otro. Si, como enseña Diego, entendemos que cada viejo es nuestro abuelo, cada persona nuestro hermano y cada chico nuestro hijo, viviríamos en una sociedad perfecta.
Si algún día, bordeando el mercado de pulgas, se cruzan con un flaco de barba negra y pantalón amplio y verde en una bicicleta algo oxidada, evoquen a ese chico que fueron un día, apriétenle la mano y díganle fuerte:
-¡Ahí va Papá Noel!

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