miércoles, 28 de diciembre de 2016

LOS CAMBIOS EN EL IDIOMA


Cuánto de lo que decimos podría entender una persona que fuera enviada desde 1960 al presente? Muy poco, pero no por los motivos que creemos
Aunque hablamos más o menos el mismo idioma, una parte sustancial de nuestro discurso está construido con frases que, medio siglo atrás, habrían resultado incomprensibles. Si trajéramos a un adulto de 1960 y lo sentáramos en un café, el pobre sujeto se sentiría por completo perdido. Pero no porque la jerga fuese para él ininteligible. Eso, descontado. Pero no es lo más importante. Oigan hablar a un arquitecto y un constructor o a dos médicos expertos en diagnóstico por imágenes y sentirán que han pasado del español al proto-germánico.


No, la colisión semántica se produciría con aquellas palabras que sí conocemos. O que creemos conocer.
Por ejemplo, la frase ¿Dónde está mi teléfono? no habría tenido ni el menor sentido cuando yo era chico. Uno no lo dejaba por ahí, en esa época. Ni lo llevaba encima. Equivaldría a preguntar ¿Dónde está la heladera?
Otra: Me olvidé de cargar el celular. Salvo que fueras comisario de policía, esto era por completo delirante. Una frase como la que hoy se ve en los gimnasios, Prohibido el uso de celulares en máquinas, habría resultado, simplemente, un galimatías.
Es que la palabra celular no es un sustantivo, como la usamos ahora, sino un adjetivo. El que es celular es el dispositivo, porque su sistema de telecomunicaciones emplea una red de celdas. Pero hasta que aparecieron los dichosos telefonitos, celular se refería a las células de los organismos vivos (o, con menos frecuencia, a las celdas de las unidades carcelarias, incluidos los transportes). Por eso, si en aquellos tiempos pronunciabas algo como Tengo un problema con el celular, la mitad iba a pensar que estabas diciendo insensateces, mientras que la otra creería que estás enfermo. ¿Te paso mi celular?, habría sonado como una invitación equívoca, si no acaso incómoda. Ni hablemos de Se me rompió la pantalla del celular. Derecho a terapia.
Las anfibologías abundarían, si ambos mundos, el de hoy y el de entonces, se cruzaran en alguna fractura espacio-temporal. Reiniciar, navegar, explorar, todo esto hoy resuena de formas nuevas. Medio siglo atrás Explorar el Amazonas no tenía nada que ver con Navegar por Amazon.
Habrías quedado un poco insolente, desubicado y chismoso, si le largabas a alguien ¿Me podrás dar tu correo? Tu correo era, en esa época, el conjunto de cartas que recibías, no tu dirección de mail. En cambio, la frase Te lo mando por correo no ha alterado su significado, excepto por el hecho de que medio siglo atrás te habrías pasado semanas comprobando el zaguán en lugar de la pantalla del teléfono (otra frase sin sentido).


Las palabras conexión y conectado son de las más ricas en malentendidos. Basta imaginar una persona en 1960, tomando aire en el balcón y oyendo este diálogo, en boca de sus vecinos:
-Creo que no estoy conectada.
-Esperá, que reinicio el Wi-Fi.
-Dejá, mejor activo datos, que acá tengo 4G.
Mínimo, se mudaba.
En una pareja, no estar conectados era algo serio. Ahora es que se cortó Internet. Un tipo conectado era un sujeto con múltiples relaciones con otros sujetos influyentes o poderosos (y conectados, claro). Ahora podés estar súper conectado, pero si no te llegan los WhatsApp, fuiste.
¿Vos tenés conexión? habría sido una pregunta un poco difícil de responder, cuando yo era chico. ¿Conexión en qué sentido? Por ahí tendría algún significado en el ámbito espiritista o en el de la ufología. A lo sumo, uno se sentía conectado con algo. La naturaleza, digamos.
Hace 50 años vos podías tener mucho, pero mucho dinero, y por supuesto los coches más costosos del planeta. Pero si sostenías que tu auto tenía un navegador satelital, eras un mentiroso o una fabulador. O pariente de los Supersónicos (la serie se estrenó en septiembre de 1962).
Los discos duros y otros medios de almacenamiento modernos no habrían representado un gran obstáculo. De una forma u otra, venimos almacenando información desde Sumeria y Egipto para acá. Ahora, si proponías algo como Guardalo en la nube, posiblemente te iban a mirar raro.
La digitalización de la información también invita a confusiones. Pisar un archivo no era lo mismo que ahora. Y los ficheros no pesaban. En el mejor de los casos, tenían más o menos páginas o una cierta etiqueta. Pero a nadie se le ocurría pesar archivos, aunque entonces sí pesaban, al revés que ahora.


Es notable. Algunas cosas que siguen sonando muy del futuro, como el láser, nacieron hace más de medio siglo. El 16 de mayo de 1960, para ser preciso, Theodore Maiman puso en marcha el primero de estos dispositivos de luz coherente, basado en rubí y con una longitud de onda de 694 nanómetros. Un par de décadas más tarde, cuando los métodos de fabricación estuvieron a la altura, tuvimos discos compactos y, luego, sus herederos, el CD, el DVD y el Blue ray. Ahora bien, si hace sólo dos décadas decías que, para ahorrar energía, habías instalado en tu casa Diodos Emisores de Luz Azul Brillante, es altamente probable que te aconsejaran cambiar la medicación. Y eso que en 2014 sus creadores se ganaron el Nóbel de Física. Lo mismo que los que sentaron las bases del láser, en la entrega de 1964. O tempora, o mori.
Ni siquiera la ciencia ficción nos ayudó. Aunque hubo pronósticos agudos (Clarke, Silverberg, Heinlein, Dick), una cosa es acertar con la profecía y otra muy diferente con las palabras. Imaginamos autos voladores y coches autónomos. Pero quién iba a entenderte si lanzabas un Yo me tomo un Uber, y listo. Suena a antiácido.
¿Y la realidad aumentada? Cierto que todo aumenta en la Argentina, ¡pero no la realidad!
En menos de medio siglo pasamos de la caja boba al televisor inteligente. Andá a procesar eso. Pasamos del móvil de exteriores a transmitir en vivo usando el celular. Hola, mundo.
Varios términos sufrieron insólitas mutaciones. Ese libro con el listado de sus alumnos que publican algunas universidades estadounidenses se transformó en la mayor red social del mundo; encontré que, importada del francés, el Face Book estadounidense podría llamarse, en español, Trombinoscopio. Con un nombre así no conseguís inversores ni en 10 vidas.
Los altavoces poseen desde hace mucho un tweeter, para reproducir los sonidos más agudos, y ahora también tenemos Twitter, y en ambos casos el nombre proviene de la palabra tweet, que significa pío, y en la que se origina el nombre del célebre canarito de nuestra infancia. Tweety, fuiste un precursor. ¡Nació 64 años antes que el pajarito azul!


Hace medio siglo, la palabra programa podía significar un show de televisión o de radio, o el plan para una salida. Si alguien te preguntaba a qué te dedicabas y respondías "Soy programador", seguro que iban a tomarte por un juerguista. O quizá pensaran que trabajabas en la tele.
Hay palabras, sin embargo, que resisten valerosamente, pese a que hace mucho que perdieron todo vínculo con la realidad. Rebobinar. Discar. Escritorio.
Otras tienen un origen inusitado. La omnipresente arroba fue una medida de peso que se usó mucho en España y Portugal, y por lo tanto en las colonias, en el siglo 16; por eso, pasó a las máquinas de escribir a fines del siglo 19 y de allí, a los teclados de las terminales informáticas de la década del '70, de donde la tomó Ray Tomlinson para el email. El intrincado simbolito tiene, como corresponde a su fisonomía, una historia bien enrevesada.
En fin, unas cuantas frases, por fortuna, no han cambiado en absoluto de significado. Por ejemplo:¡Felices Fiestas!!

A. T.

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