jueves, 29 de diciembre de 2016

SILVIA OCAMPO; NEGADA AL AMOR


Tal vez Victoria Ocampo sea, además de una de nuestras escritoras más renombradas, también una de las mujeres más polémicas y contradictorias de su época. Su vida se debatió siempre entre el deslumbramiento y la decepción, entre la entrega irracional y la huida precipitada, entre el deseo y la repulsión hacia aquello que anhelaba.


Victoria Ocampo nació en el seno de una de las familias más aristocráticas de la Argentina; hija del ilustre matrimonio formado por Manuel Ocampo y Ramona Aguirre, fue la mayor de seis hermanas. La familia se radicó en París; Victoria fue educada por institutrices y completaría sus estudios en La Sorbona.
Su inestabilidad afectiva habría de manifestarse desde muy joven: al tiempo que disfrutaba de todos los privilegios de vivir en la mayor de las opulencias, pronto comenzaría a repudiar aquella «celda de oro», como solía llamar a su casa. Despreciaba las convenciones, los prejuicios y el acartonamiento asfixiante de su entorno familiar y social. Necesitaba escapar.
Fue entonces cuando se deslumbró con Luis Bernardo Monaco de Estrada, un aristócrata de aspecto viril, de una inteligencia mordaz, sumamente culto e ingenioso. Victoria y Monaco se casaron el 8 de noviembre de 1912. Su inicial ceguera surgida de la pasión iba a durar menos que la ceremonia de bodas.
Aún con su resplandeciente vestido de novia, cuando tomó el brazo de su flamante marido, un impulso horroroso la obligó a separarse.
“Esos andamiajes construidos por mi imaginación se derrumbaron. Mi amor por él no fue más que una ilusión.”


Llena de decepción, decidió, sin embargo, emprender el viaje de bodas a Europa. Rápidamente, Victoria Ocampo descubrió que había salido de una celda de oro para entrar en otra, acaso todavía menos dorada.
A partir de este momento, varios hombres empezaron a entrar en la vida de Victoria, para luego salir sufriendo las más dolorosas derrotas.
La mecánica siempre era la misma: primero los elevaba sobre un pedestal de adoración y deslumbramiento e inmediatamente, cuando ya los tenía a sus pies, se dedicaba con escrúpulo a derribarlos como a ídolos de barro.
Todavía estaba casada con Monaco cuando se enamoró de Julián Martínez, un primo de su marido con fama de libertino. La atracción física que ejercía Julián sobre Victoria se había convertido para ella en una tormentosa obsesión. Victoria Ocampo y Julián Martínez decidieron alquilar un departamento en la Avenida Garay, cerca del parque Lezama, para mantener sus encuentros secretos. En un momento el terror la paraliza: cree estar embarazada. El modo en que Victoria describe tal posibilidad resulta monstruoso:
“Tenía la sensación de ser huésped de un cuerpo que obedecía a sus propias leyes y no me daba cuenta de nada. Un cuerpo ajeno, independiente de mí, y que me podía hacer, si se le ocurría, una mala jugada”.
Finalmente, se trató de una falsa alarma. Sin embargo, esta experiencia habría de signar el principio del fin de ambas relaciones: su matrimonio con Monaco y su aventura con Martínez. En 1920 se divorció. Pero cuando ya nada se interponía entre ella y su amante, Victoria, súbitamente, perdió el interés en él.
Con una notable semejanza, se enamoró perdidamente del poeta indio Rabindranath Tagore, a quien alojó durante casi seis meses en su casa de San Isidro. Cuando, finalmente, cayó rendido a sus pies y le declaró su amor desesperado, Victoria Ocampo le aclaró que el suyo no era un afecto carnal ni pasional, sino que lo único que podía ofrecerle era su sincera amistad.


Lo mismo habría de ocurrir con Keyserling, el filósofo alemán. Admiradora de sus ideas, le escribió unas cartas llenas de pasión, exaltación y fogosidad. Tan arrebatadas eran sus palabras, que el alemán le propuso un encuentro. Se conocieron en el ámbito íntimo de un hotel en Versalles.
Cuando todo hacía esperar a Keyserling un volcán de sensualidad, el veredicto de Victoria Ocampo sobre
su admirado filósofo fue lapidario:
“Físicamente, nada me atraía en Keyserling, y esa falta de atractivo, que hubiera podido permanecer como algo neutro, tomó el acento agresivo de la repulsión cuando el objeto de mi admiración se esforzaba en hacer caso omiso y alcanzar sus fines.”
En la lista de «víctimas» de la Ocampo hay que apuntar, también, a Ortega y Gasset. Cuando lo conoció, ella no cabía en su fascinación. Pero cuando Ortega recogió el guante y quiso avanzar, como de costumbre, Victoria lo rechazó.
Ortega y Gasset, con el corazón roto le escribió:
“Es mi destino, Victoria, navegar siempre hacia usted cuando usted está entregada […] Ahora la encuentro colonizada por ilusiones de Alemania y recuerdos de la India”.
Las últimas palabras estaban dirigidas a su deslumbramiento por Keyserling y por Rabindranath Tagore. Claro, Ortega ignoraba que Victoria también se había aburrido de ellos.
Pero todavía habría de dejar más corazones destrozados en su derrotero sentimental. En 1929 conoció al novelista francés Pierre Drieu La Rochelle, un espíritu ya bastante atormentado sin la ayuda de Victoria Ocampo. Juntos hicieron una dupla fatal:


“Estábamos los dos perdidos en el bosque de una cruel época de transición; perdidos en nuestra soledad; perdidos de diferentes maneras, en el problema sexual; perdidos en nuestra extraña vocación religiosa sin fe religiosa; perdidos en nuestro amor de lo absoluto y de la verdad absoluta. Una celebración de la melancolía, un goce enfermizo del sufrimiento y el pesimismo”.
Victoria Ocampo, en nombre de la rebeldía, supo acomodarse siempre al pensamiento moralista y conservador del cual procedía. En nombre de la libertad sexual, jamás se atrevió a enfrentar a su propio deseo y huyó de sus propios impulsos.
En nombre de la lucha contra la hipocresía y la doble moral, engañó a quienes decía amar y se engañó, también, a sí misma.
Victoria, paradójicamente, siempre fue víctima de su propia derrota.

F. A. 

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